Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

diciembre 2, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 18. Varanasi, la ciudad sagrada
Día 19. Yoga y meditación, un lugar de estudio
Día 20. Manikarnica, la ceremonia de cremación
Día 21. La otra cara de Varanasi
Día 22. Trae la luz a la oscuridad
Día 23. El auténtico maestro
Día 24. Salidas por Varanasi: el Sarnath y la vida nocturna
Día 25. Varanasi – Kolkata

 

Día 19. Yoga y meditación, un lugar de estudio

Hay dos tipos de ciudades: las auténticas o espontáneas y las racionales o pensadas de cero. Las auténticas son aquellas ciudades antiguas que han ido desarrollándose poco a poco, en función de las necesidades de los individuos en cada momento. Una calle por aquí, un tercer piso en una casa por allá, una fuente en este sitio… Las calles se retuercen y cruzan unas con otras sin ningún tipo de orden, como cicatrices en la urbe que marcan las decisiones que sus individuos tuvieron a bien tomar de cada momento de la historia. Porque, eso sí, son ciudades con historia, donde cada quiebro de cada pequeña callejuela tienen una razón de ser. El otro tipo de ciudad son las racionales, productos de la modernidad o de procesos coloniales que planificaron desde cero la estructura urbanística de la ciudad. Sus calles, convertidas en carreteras para facilitar el tráfico, forman una cuadrícula perfecta donde es imposible perderse. Varanasi es, sin lugar a dudas, una ciudad auténtica.

Hay algo mágico en sus calles. Lo noté desde el primer día que salí a pasear por ellas. Ghats, mercadillos, templos de todos los tamaños y puestecitos de tés o comida callejera se encontraban a la vuelta de cada esquina. En cada rincón, monjes con vistosas marcas en la frente se mezclan con mercaderes que ofrecen todo tipo de sustancias; perros callejeros hacen su vida de aquí para allá, ora en la calle, ora en los templos; una minoría musulmana se mueve por los callejones más apartados… Detalles. Sus intrincadas callejuelas parecen velar los secretos sagrados que, durante años, se han ido mostrando poco a poco a sus ciudadanos.

El caso es que me perdí por ellas, sin rumbo ni dirección, hasta que llegué al templo de Kashi Vishwanath, el señor del universo, conocido por sus cúpulas con más de 750 kilos de oro y por el lingam de Shiva que guarda en su interior. Es un lugar especialmente protegido por militares indios armados con ametralladoras que, además, comparte espacio con una mezquita lo que provoca tensiones constantes entre ambas religiones. Por lo tanto, tienes que dejar todos tus objetos, registrarte y dejarte cachear antes de entrar.

“Abuelas con sus nietos y ancianos venían de muy lejos para llegar al templo de Vishwanath, el señor del Universo. Considerado el más sagrado del mundo por los fieles hindúes, ese templo albergaba una piedra de granito pulido, la reliquia más preciada de Benarés, el lingam original, un emblema fálico que simboliza la potencia vital del dios Shiva, representante de la fuerza y del poder regenerador de la naturaleza” (Javier Moro, cap. 20).

Las calles de alrededor del templo están plagadas de puestos donde venden flores y ofrendas ya preparadas para la ocasión. En su interior, cientos de fieles hacen una u otra cola para presentarle sus respetos al lingam de Shiva, sobre el cual se echan distintas ofrendas, los monjes rezan o meditan tranquilamente, los monos planean sus maldades desde las cúpulas de los templos y santeros les echan las cartas o les leen las manos a los peregrinos más crédulos. Los no hindús, es decir, no indios, no podemos entrar al sanctasanctórum, pero con el espectáculo, siempre caótico, de la entrada del templo ya merece la pena la visita.

Según el hinduismo, sólo los indios pueden ser hindús. Los extranjeros no tienen casta ni pertenecen a esta religión. Esta idea está en franca decadencia desde hace siglos y el hinduismo intenta llegar a todo el mundo acogiendo a todos sus fieles por igual, pero en la población india ha quedado la fuerte presuposición de que el extranjero no es hindú, por lo que no te van a dejar entrar a determinadas partes de algunos templos si no pareces indio, aunque una cosa y la otra no están intrínsecamente relacionadas.

De vuelta en las calles, acabo llegando a un lugar llamado ‘Yoga ashram academy’ y entro a preguntar. Tienen clases de meditación, yoga, cocina india, medicina ayurvédica… Esto es lo que venía buscando, así que reservo una clase de meditación y otra de yoga para las cinco y las seis respectivamente por ₹300 cada una. El primer paso para obtener la iluminación ya estaba dado, por lo que volví al hotel a comer algo y leer antes de las clases. Me siento más cansado de lo que debería. Será por las emociones contenidas y el estrés de ir de moverte en un país desconocido, supongo. Fíjate si estaría cansado que no recordaba cómo era la entrada al hotel que había recorrido ayer por la noche. La calle en la que este se encontraba anoche era más pequeña de lo que ahora parecía. En fin…

Con la antelación adecuada, salgo a comprar un traje de yoga para las clases. La verdad es que me hacía ilusión comprarlo aquí para usarlo en occidente y recordarme mi viaje a la cuna de todas estas artes. O prácticas, o métodos, o como se las quiera llamar. El caso es que tengo que rebuscar un poco en los bazares de Varanasi, me vuelvo a perder en sus calles, me peleo (verbalmente, se entiende) con un par de tenderos… Acabo encontrando una tiendecita en un callejón donde venden unos trajes blancos de algodón crudo especialmente pensados para el yoga y hechos a mano por ₹250 cada pieza (pantalón y camiseta), lo que significa que el traje completo cuesta unos seis euros al cambio. Me cambio la ropa y me dirijo directamente a las clases. A pesar de haber estado esta mañana en la academia de yoga, me cuesta encontrarla. Será porque todavía no estoy acostumbrado a estas calles y me cuesta reconocerlas.

En la clase de meditación, nos sentamos en la típica postura con las piernas cruzadas, las manos sobre las rodillas y los ojos cerrados, mientras repasamos todos los chacras de arriba abajo. La maestra me habla de sus nombres, el lugar del cuerpo en el que se encuentran, los colores asociados a ellos, sus propiedades y las manifestaciones mentales con las que están vinculados. Las emociones y pensamientos negativos asociados a cada chacra hay que eliminarlos mentalmente, proeso en el que me doy cuenta de que no tengo emociones negativas que eliminar. A pesar de los vaivenes de la vida, no le guardo rencor a nadie (y mis razones podría tener), ni envidio al prójimo (más allá de una envidia sana hacia amigos y antiguos conocidos a los que admiro y que no va en mi perjuicio ni en el de los envidiados), ni odio a nadie… Mi único problema soy yo mismo, mis agobios, mis deseos…

Terminada la hora de meditación, continuamos con una clase de yoga que consistió en estiramientos y equilibrios. La profesora nos iba comentando (a mi y a una chica que se habí aunido a esta parte) el significado y los beneficios que tenía cada ejercicio. Me gusta entender los equilibrios bajo la filosofía del yoga, ya que las posturas corporales reflejan actitudes mentales, donde la mente equilibrada y en orden (o su ausencia) se expresa y fortalece mediante estos ejercicios.

La palabra ‘yoga’, igual que su análoga latina (‘religión’) significa unión. En latín, re-ligare significa volver a unir (al hombre con Dios, se entiende). En sánscrito, la palabra ‘yoga’ hace referencia, entendiéndola desde una perspectiva hindú, a la unión del hombre con Dios (más concretamente con Brahman –que no Brahma, el dios de la trimurti–, el principio último del universo), pero también consigo mismo, con el entorno, con los demás seres vivos… Entender que todo somos uno es la enseñanza última del hinduismo, por lo que la unión del yoga es total.

Después de las clases, vuelvo directamente al hotel. El camino de vuelta se me hace más corto que el de ida, por la razón que sea. No es más que una calle recta y plana que conecta el áshram con el ghat del hotel, en la cual no puedo evitar fijarme en una mujer anciana con un sari naranja que está sentada en la puerta de su casa, como se diría en mi pueblo, tomando el fresco. Los aartis nocturnos ya han terminado, por lo que hay poco que hacer en las calles más que salir de fiesta. Y no es el plan, así que ceno una manzana (estamos en plan minimalista) y leo un rato un libro del hotel sobre el Bhagavad-gita, en el que te explican los conceptos básicos del hinduismo: los estados de conciencia, la unidad entre atman y Brahman o el yo y el absoluto, karma, maya, historia del hinduismo, su relación con las ciencias modernas… Merece la pena entender un poco esta cultura para entender de dónde venimos. El pensamiento no empieza en Grecia 😉

La mayoría de estas ideas son muy explicativas (maya, samsara, samadhi, etcétera), pero hay uno que se me atraganta: el karma. Karma significa acción, a secas, pero se usa normalmente para referirse a cómo las acciones de unos individuos tienen un efecto en su propia vida y en sus vidas futuras. Dado que los hindús creen en la reencarnación, la situación en la que nace una persona o lo que le ocurre a lo largo de su vida pueden ser producto de sus malas acciones en una vida pasada, pero también las acciones que realizas determinan las que padeces, no mediante ninguna fuerza o divinidad que se encargue de mantener este balance siempre a cero, sino como una ley de la naturaleza que, simplemente, ocurre.

Es una idea tremendamente especulativa. A diferencia de la mayoría de conocimientos hindús, incluyendo la experiencia contemplativa última o Brahman, no está fundada en ningún hecho empírico ni nada por el estilo. Las prácticas son fundamentales en el hinduismo, sea el yoga, la meditación o el kama Sutra, para experienciar la realidad que la teoría sustenta. No así con el karma. Y el problema es que busca explicar lo inexplicable: hay personas buenas a las que le suceden desgracias injustificables (lo que significa, en esencia, el concepto de “tragedia”, véase mi entrada al respecto) y hay personas malas que consiguen vivir bien mediante el mal y nunca sufren las consecuencias de ello. Y no hay orden cósmico ni karma que explique satisfactoriamente estas realidades. La realidad es injusta.

Eso mismo se planteaba sabiamente Platón en La república: si pudieses hacer el mal obteniendo un beneficio de él y quedar ante el mundo como una buena persona o lo contrario, hacer el bien pero salir perjudicado y quedar como el malo de la película… ¿qué harías? El bien hay que hacerlo a pesar de ser consciente de que quizás no vayas a ser recomensado por ello. Por eso se pregunta Cool: “¿seguirías con tu piba si estuviese tetrapléjica? Di la verdad, ¿en silla de ruedas sería tan perfecta?” Detrás de esa pregunta está la exigencia moral fundamental: hacer el bien por el bien mismo (sí, soy muy alemán en este sentido, kantiano). Y es importante, pues sin esta exigencia no se puede fomentar la buena acción moral y la idea de que estas acciones serán juzgadas, quizás en otra vida o en otro momento, no es satisfactoria ni intelectual, ni moral, ni personalmente.

Además, es un lastre absoluto para cualquier intento de avance o desarrollo social. A la mentalidad hindú, e india, no le importa eso, no buscan avanzar, sino aceptar la realidad como viene. Esto tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. En ocasiones el exceso del progreso nos nubla la vista y nos lleva a emplear toda nuestra vida en un trabajo que no nos gusta sólo por buscar un aumento de sueldo, una mejora de la calidad de vida o un estatus social determinado. Y, ese “avance”, ¿a dónde te lleva? ¿Tiene sentido? Como dice Facundo Cabral: “si el mundo es redondo, no sé qué es ir adelante”.

En occidente pecamos tanto de esto como de querer cambiar el mundo, en exceso, para que se adapte a nosotros. No aceptamos la realidad tal y como esta es y muchas veces esto nos hace torpes, nos incapacita. En un país como España se han llegado a hacer anuncios del ministerio de sanidad para pedirle a la gente que no vaya a urgencias para tonterías (como un pequeño corte en un dedo). Esto en India no pasa. Quizás pecan de lo contrario, pero aceptan la vida como viene. Si te cortas un poco la mano, pues la cubres con una venda y sigues cortando patatas. O lo que sea que estuvieses cortando.

Aunque también es verdad que esto llega al extremo de no valorar la vida humana (ni la ajena ni la propia) bajo la actitud de total aceptación y llega incluso a producir la indiferencia y pasividad frente una enfermedad que sería fácilmente curable, en caso de querer hacerlo. También lleva a la aceptación de las castas (que también existen en occidente, pero las llamamos ‘clases sociales’ y se basan en el dinero, no en el nacimiento) y de la posición social sin intentar mejorarla. Eso está fomentado por la idea del karma y es, en mi opinión, el mayor error de la mentalidad hindú. Esta sirve para explicar el mundo interior, pero no para estructurar una sociedad.

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