Maestro y mendigo

Maestro y mendigo

octubre 29, 2019 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Sucedió en una serie de conferencias sobre filosofía organizadas en una ciudad cualquiera y abiertas al público. La jornada comenzó con la charla de uno de los profesores más respetados de la universidad, a cuyo nombre preceden casi media docena de títulos y del cual se cuentan historias de estudiantes que vienen de los países más remotos sólo para asistir a sus clases. El tema: la divinidad, el hombre y la obra artística según Plotino. O algo por el estilo. Poco importa.

Por muy interesante que fuera el autor, que lo es, la cadencia monótona y el tono plomizo del ponente mataban cualquier posible incipiente interés que pudiese nacer en los alumnos. A pesar de su gran erudición, la cual mostraba citando párrafos concretos de las Enéada, refiriéndose a los conceptos originales en griego antiguo y engalanando su discurso con las palabras más grandilocuentes, un silencio soporífero se iba condensando cada vez más en la habitación, embotando en la mente de los oyentes. Así pasaron, muy, pero que muy poco a poco, los minutos hasta que terminó la charla.

Aplaudimos de manera reglamentaria, más por costumbre que por entusiasmo. Y entonces, la filosofía se hizo cuerpo y entró en la sala voces. Me explico. El dinamizador, vestido con tanto estilo como elegancia, agradeció educadamente al ponente y se dispuso a gestionar la típica discusión que siguen a estas conferencias, donde los asistentes más vanidosos pueden demostrar que son tan pedantes como el conferenciante. Entonces se levantó un hombre con una apariencia que hacía equilibrios entre la humildad y el patetismo, pues vestía ropas raídas por los años, lucía un pelo maltratado por la vida y cargaba una bolsa de tela al hombro. Hizo la primera pregunta a viva voz, rechazando el micrófono que le ofrecía el dinamizador:

‒Yo no tengo ninguna educación: no he pisado la universidad y apenas pude ir a la escuela. La vida se me ha dado de tal forma que lo he perdido todo, actualmente vivo en la calle y mi situación es miserable. ¿Qué puedo esperar yo de la sociedad, de la vida y de dios? Eso es lo que a mí me preocupa y es por eso por lo que he venido a estas charlas.

Durante los minutos que duró su intervención (que aquí he resumido en unas pocas frases) tanto el dinamizador como los demás asistentes empezaron a ponerse nerviosos. Algo se salía de la norma, y nadie sabía cómo reaccionar ante ello. La conferencia cobró interés por primera vez, bien sea por la tensión, por la novedad o por la cuestión en sí. El conferenciante, reputadísimo filósofo alemán, no sabía qué responder ante una pregunta que se salía de los estándares a los que estaba acostumbrado, así que dejó que el dinamizador interviniese mientras esbozaba una sonrisa provocada por la vergüenza ajena que, vayan a saber por qué, estaba sintiendo.

‒¿Cuál es su pregunta, entonces? Quizás podamos pasar al siguiente esp…

‒Mi pregunta es: ¿qué puedo esperar yo de la filosofía? –y dirigiéndose al ponente añadió– ¿Qué puede decir Plotino sobre eso? ¿Qué significa este autor para usted?

La respuesta del Dr. Prof. Don, de cuyo nombre no quiero acordarme, fue tan rotunda como sincera:

‒Eso es irrelevante.

Y, con tanta tensión contenida como respeto fingido, se le dio la palabra al siguiente espectador, quien preguntó no sé qué sobre la estructura de la subjetividad del sujeto del arte, o algo así. Qué sé yo. La respuesta tampoco la escuché, ya estaba pensando en otra cosa.

Y es que este es el dilema social más profundo al que nos enfrentamos. La filosofía no debe ser entendida como una disciplina técnica y accesora como la ciencia o el arte, porque es el estudio de nuestro propio ser. La palabra «sabiduría», con la cual designa el propio Aristóteles a la metafísica y la cual se usa en el hinduismo, recoge mejor esa idea. Una deficiencia  a nivel moral nos hace miserables, un desconocimiento de la lógica (en general) nos hace torpes e incapaces, un escaso conocimiento metafísico nos deja perdidos en el mundo… La separación entre la sociedad y la filosofía, la sabiduría o el conocimiento en general, hace que la primera se vuelva incapaz y la segunda estéril. Parafraseando a Kant (en otro contexto): «la sociedad sin filosofía está vacía, pero la filosofía sin sociedad es ciega».

La filosofía no puede verse sepultada por el academicismo vacío. No tiene sentido centrarse en los detalles más técnicos y oscuros de los pensadores más rebuscados sin relacionarnos con la vida de los individuos y los problemas de la sociedad. La filosofía no va sobre Kant ni sobre Aristóteles. Si estudiamos a estos autores es porque ellos han desarrollado nuestra sociedad, nuestro pensamiento y nuestro propio ser. Del impulso que Kant da a la autonomía surgen los movimientos de liberación civiles, de la metafísica de Aristóteles surge la ciencia actual. A veces hacen falta siglos de avances y muchos otros pensadores para desarrollar los grandes trabajos (esos que llamamos «clásicos») hasta su máxima expresión, pero sólo por eso tienen sentido.

Y no es que la filosofía sólo tenga una función práctica, más bien al contrario. Es una disciplina teórica, basada en el pensamiento y adquirida mediante la lectura. Es decir, no es activismo, ni acción social, ni política. Pero tiene que desarrollar los paradigmas que construyen a la sociedad y que forjan al individuo. En eso consiste. La filosofía moral nos ayuda a ordenar nuestros valores, a ser conscientes de ellos y a realizarlos en nuestro día a día; la epistemología nos permite entender cómo pensamos y cómo construir un pensamiento correcto; la metafísica es la comprensión de la realidad que nos rodea; la filosofía estética nos ayuda a entender el arte.

Si no, no tiene sentido. Entender la filosofía como una plétora de ideas divergentes surgidas de una retahíla interminable de pensadores que se extiende hasta el infinito sin orden ni concierto es tan vano como erróneo. Además, es estúpido. La filosofía no es una disciplina muerta que se encuentre relegada a los sesudos volúmenes de las estanterías más polvorientas de las bibliotecas, donde nostálgicos e insustanciales pseudointelectuales se reúnan a discutir sobre cuestiones abstractas y técnicas que rodean con un halo de trascendencia en el que intentan sumergirse. No puede ser eso…

La filosofía sólo tiene valor cuando está viva, cuando despierta al individuo y le eleva, bien sea ayudándole a disfrutar de un museo o de una obra de arte; permitiéndole entender el entorno y posicionarse en él; dándole la capacidad de crear un discurso ordenado y una argumentación coherente, así como para detectar estas deficiencias en un discurso ajeno; u ordenando sus principios morales y resolviendo sus dilemas éticos. La filosofía tiene que relacionarse con los problemas de la gente de la calle, con Manolo y Paquita, así como con los problemas actuales de la sociedad y de nuestra cultura. ¿A dónde va occidente? ¿Cómo entender al diferente? ¿Qué podemos esperar de dios o de la religión? ¿Podemos cambiar la sociedad? Y, ¿hacia dónde lo hacemos?

Y, sí, en ocasiones la filosofía tiene que ser técnica. Y, en ocasiones, desgraciadamente sólo los que se dedican a ella pueden acceder a determinados niveles de pensamiento en los que se abren las arcas sagradas que guardan algunos de sus secretos, igual que sólo los artistas disfrutan del arte al completo y sólo los expertos en leyes son capaces de ver la belleza en la rectitud de un sistema jurídico. No es fácil entender que las categorías a priori del entendimiento humano tienen una función constitutiva de la experiencia, y sin ello es complicado entender la ilustración, la secularización de las sociedades occidentales o el feminismo. No hay cura contra el cáncer sin silogismos hipotéticos, lo sé, pero la incapacidad (bien sea por tiempo, interés o talento) para la filosofía técnica no puede ser un impedimento para entender sus bases.

A mí me interesa Plotino, vitalmente, igual que al mendigo de la esquina. Es decir, nos va la vida en ello. Pero me interesa la pregunta de este último sobre su existencia. Y, qué carajos, también la mía. Todos tenemos preguntas cuyas respuestas se encuentran en la cultura y en la sabiduría, y a mí me interesa darles respuesta, y de eso va la filosofía. Y eso no se encuentra en las vaguedades de las citas filosóficas de las redes sociales o en los libros de autoayuda, pero tampoco en la profundidad técnica de la filosofía académica. Tan vacía está una como la otra. Necesitamos, como el agua, una cultura activa y despierta que pueda salvar a la humanidad, especialmente sacando del letargo a las sociedades occidentales actuales. Pues, parafraseando, a mi modo, a Dostoievski: «sólo la cultura salvará al mundo».

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