Simone de Beauvoir: situaciones (IV)

Simone de Beauvoir: situaciones (IV)

          En el segundo volumen, Simone de Beauvoir analiza la educación, la situación y la justificación de la mujer en función de distintos roles (joven, madre, enamorada…), ya que si bien lo realmente existente son los seres humanos concretos y el «eterno femenino» es una proyección masculina, también es importante estudiar el destino tradicionalmente reservado a las mujeres en general, para poder entenderlo y cambiarlo.

          En la infancia, la niña es tan capaz como su hermano en tanto que no está socialmente sexuada, pero la educación reglada, familiar o inconsciente le van moldeando. Cuando surge la conciencia de la diferencia genital, la niña descubre su destino, y es esta conciencia la que comienza a oprimirla. Aparece entonces el complejo de castración (según Freud), así como la envidia de los privilegios urinarios masculinos. Se le convierte en un objeto pasivo, en Bella Durmiente, mientras al niño se le prepara para el mundo, para triunfar, pues la educación les revela que «todos los acontecimientos importantes ocurren por los hombres» (EOS II, I, I). Júpiter, Platón, Julio César, Napoleón… Todas las grandes gestas son masculinas, potenciando el descubrimiento de la trascendencia que rodea (normalmente) al trabajo del padre, frente a la cotidianeidad e intrascendencia de las labores domésticas encargadas a la madre. Quiere ser un chico y, al no serlo, sufre, se revela, pues «ha nacido en el bando equivocado» (EOS II, I, I).

          Durante la niñez, el destino todavía se observa lejano, pero estos temores se confirman con la llegada de la pubertad y, en concreto, de la menstruación. Todo lo que le han estado contando sobre la diferencia entre hombres y mujeres, el destino que se le ha reservado a ella, el mismo que a su madre, frente a sus hermanos, que serán padres de familia, se revela de golpe de una manera trágica y directa, tan dolorosa y sangrienta como real. No hay nada más que discutir: la realidad biológica se impone a través de la menstruación, que no solo diferencia a las chicas de los chicos, sino que lo hace a través de una señal de la preparación del cuerpo femenino para engendrar, tarea reservada exclusivamente a ellas, condenándolas a la especie. «No les espera el mismo destino» (EOS II, I, I).

          Cuando llega la juventud, este destino se hace presente. La joven pasa a ser completamente consciente de que el mundo pertenece a los hombres y su destino es servirles o, al menos, quedar relegada a ellos. La fuerza bruta de los hombres se impone y la violencia les proyecta como sujetos, mientras que los dolores menstruales incapacitan físicamente a la mujer. La realidad biológica (tan diversa a la hora de interpretarse) cobra sentido en una sociedad patriarcal: «lo que mina el cuerpo femenino es en gran parte la angustia de ser mujer» (EOS II, I, II). Se le imponen tareas domésticas, se le aparta de círculos de toma de decisiones, se le enseña a maquillarse y a prepararse para el hombre. La incapacidad (más socialmente impuesta que física, especialmente en las sociedades civilizadas) le hace pasiva, y esta pasividad potencia su incapacidad. ¿Para qué prepararse para cambiar un mundo que no está a su alcance? La dependencia que le han prometido se vuelve entonces necesaria, la profecía se cumple por haber sido profetizada: «acaba aceptando su feminidad» (EOS II, I, II). Su único papel parece ser esperar la llegada de un marido y, con él, la iniciación sexual.

          En el hombre, la aportación a la especie y el placer se confunden en la práctica sexual, lo que le permite proyectarse como sujeto. No así en la mujer, donde el placer clitoridiano y el vaginal tienen funciones muy distintas, siendo la satisfacción personal en el primer caso y la natural, propia de la especie, en el segundo. Es aquí donde el destino biológico, específico, que siempre le han profetizado, se encarna. Y lo hace de manera abrupta, con una ruptura, sangre y, en muchas ocasiones, molestias y dolores. Es violentada por la mera naturaleza fisiológica de su cuerpo, que la obliga arbitrariamente, sin motivo aparente, a pasar por ese trance. Todo esto ocurre de manera inevitable, independientemente de la forma concreta en la que se realice la acción sexual. No obstante, esta también puede ser violenta por la forma en la que se realiza: «es frecuente […] que la virgen sea violentada por un amante egoísta que busca su placer por el camino más rápido» (EOS II, I, III). La sexualidad de la mujer comienza con el dolor.

          Esto puede ser relevante para determinadas situaciones que la mujer adulta elige, como puede ser el lesbianismo como huida del hombre, donde se le imita o se le evita, librándose de él en ambos casos. Por eso se da frecuentemente en ámbitos culturales elevados donde la mujer no tiene interés en someterse a un hombre que ve un problema para sus aspiraciones. La homosexualidad femenina no busca poseer al otro en el acto sexual, sino liberarse de aquel que la posee.

          No obstante, el destino que se le propone tradicionalmente a la mujer es el de mujer casada, única forma de ser admitida en la sociedad y de evitar el desprestigio social, que amputa toda aspiración que vaya más allá del hogar. El matrimonio determina completamente su vida, le obliga a realizar las tareas repetitivas que el hogar requiere a la par que la encierra en lo que ella se esfuerza por convertir en un templo, aunque con grandes limitaciones. Además, a través de esta institución se convierte a la mujer en una moneda de cambio, aunque esto sí se haya abolido en las sociedades más avanzadas, pero sigue siendo la institucionalización de guerra entre sexos, entre el emotivismo ilógico de la mujer y la lógica fría del hombre, ambos incomprensibles e incomprendidos para el otro. Cuando el matrimonio funciona relativamente bien, cae en el aburrimiento, la espera y la decepción constante.

«a los veinte años, señora de su casa, atada para siempre a un hombre, con un hijo en los brazos, su vida ha terminado para siempre» (EOS II, II, V).

          Si el matrimonio orienta a la mujer a la progenie, esta la convierte en madre. En ocasiones, la sociedad impone sus leyes y costumbres morales para limitar y juzgar el aborto al que puede verse obligada (o tentada) una mujer (el hombre puede desentenderse con relativa facilidad), pero incluso cuando este se lleva adelante, se da casi inevitablemente una problemática específica. Durante el embarazo se hace patente el conflicto entre el individuo considerado un sujeto en sí mismo y la mera portadora sometida a la especie: «es un ser humano, conciencia y libertad que se ha convertido en instrumento pasivo de la vida» (EOS II, II, VI). Incluso en el parto la mujer es en gran parte dependiente, aunque Simone de Beauvoir «está convencida» (EOS II, III, XIV) que los síntomas del embarazo tienen una causa psíquica. Y estos se alargan durante la infancia de los hijos: el cansancio de la lactancia, los primeros cuidados que pueden desembocar en angustias y obsesiones de la madre, la independencia arrogante y despectiva de los adolescentes…

          A la par, la mujer se proyecta en la sociedad como un objeto, moldeada para presentarse a los hombres, cargada con toda una serie de cuidados y abalorios que dificultan tanto sus proyectos, al restarle tiempo y darle preocupaciones, como su movilidad: el maquillaje, la depilación, los tacones y miscelánea, el traje de noche (frágil e incómodo)… Tiene miedo al paso del tiempo que aja su piel y afea su aspecto, porque disminuye su capital, mientras que al hombre le da sabiduría, poder y estatus. Por eso forma con otras mujeres un contrauniverso al masculino, donde afirman el valor y la realidad de su vida frente a un mundo de los hombres que les es ajeno, donde pueden confesarse los secretos que les guardan a los hombres (especialmente a sus maridos, como la frigidez o la duda sobre su superioridad intelectual), aunque «es raro que la complicidad femenina llegue a ser una verdadera amistad» (EOS II, II, VII). Sus otras relaciones sociales son los amantes, con los cuales busca solo placer o amor, mientras que en el marido encuentra estabilidad y prestigio.

          Otro de los roles a los cuales queda condenada la mujer es el de prostituta o hetaira [escort de lujo], con la cual el hombre libera sus bajos instintos para posteriormente renegar de ella. Para la mujer, en muchas ocasiones esta se le presenta como la única alternativa o como una alternativa rentable, pero en la gran mayoría de casos las prostitutas acaban siéndolo contra su voluntad, a lo cual hay que sumarle enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados, drogadicción… «La baja prostitución es un oficio durísimo en el que la mujer oprimida sexual y económicamente […] está realmente rebajada al rango de cosa» (EOS II, II, VIII). La hetaira, la cortesana, la geisha, la escort, por el contrario, tiene otra situación. Es un sujeto, se esfuerza por mostrarte en su singularidad, incluso llega a tener talentos particulares a nivel personal, cultural o intelectual. Tienen una situación privilegiada respecto a la libertad frente a otras mujeres de su época, llegando a estar a la altura del hombre a nivel de empoderamiento: controla su economía, su vida, elige a sus clientes…

          Por último, Simone de Beauvoir analiza la situación de la mujer mayor, que se ha librado de sus cadenas, pues ya no tiene deberes como madre ni la urgencia de atraer a un hombre, por lo que puede proyectarse como un sujeto, aunque usualmente es demasiado tarde como para que esta proyección alcance las altas cuotas de aquellos que dedican su juventud a sus proyectos personales. Con la menopausia, según Simone de Beauvoir, la mujer queda liberada de su servicio a la especie, lo que junto con su liberación social le convierte en un sujeto.

          En conclusión, la mujer vive en un universo de hombres, donde lucha e intenta abrirse pequeños espacios donde descansar de su destino pasivo y sometido al que le obligan. Cree en la magia, la que hay en su útero y la que realiza tradicionalmente en la cocina. Respeta y conserva la tradición porque no puede cambiar la sociedad, al estar apartada de sus mecanismos, instituciones y educación. Sus actividades son de mantenimiento, medios inesenciales, aunque necesarios. La mujer está condenada a la inmanencia, sus alas están amputadas, igual que sus proyecciones personales como sujeto, lo cual puede dar lugar a todo tipo de neurosis y reproches contra la sociedad y el marido.

Citas: El otro sexo Volumen, Parte, Capítulo

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