Reflexiones sobre el feminismo (II): sistema hembra-dentro/varón-fuera

Reflexiones sobre el feminismo (II): sistema hembra-dentro/varón-fuera

       La práctica totalidad de las comunidades humanas han dividido tradicionalmente el trabajo para el mantenimiento de la tribu o la sociedad de tal manera que las hembras se han encargado de los hijos y lo que tiene que ver con ellos o lo que se puede hacer mientras se está con ellos, como cocinar, cuidar el hogar, coser, tejer, etcétera; y los varones se han dedicado a todo lo demás, que no sólo es la pintura y las matemáticas, sino la guerra, los trabajos físicos y, en definitiva, lo que se hace fuera de casa (o de la cueva).

       Se establece entonces una diferencia entre lo que ocurre dentro del hogar y lo que ocurre fuera de él, quedando el primer ámbito a cargo de la hembra, pero también bajo su control; mientras que el segundo pasa a estar dominado por el varón. Hasta este punto, esta estructuración clásica (hembra-dentro/varón-fuera) no produce desigualdad ni discriminación o infelicidad necesariamente, pues no hay una valoración de estas actividades. Será el juicio sobre la importancia de estas actividades el que determine qué rol goza de un mayor prestigio social. De hecho, la mayor o menor estima que se da a un ámbito puede ir a favor de uno o de otro: si se valora lo que ocurre dentro del hogar (la familia, la cocina), la hembra tendrá mayor estima social, y si se valora lo que ocurre fuera (la caza, la guerra), la tendrá el varón.

      No obstante, surgen insatisfacciones de esta estructura cuando se vuelve rígida y se menosprecia un rol determinado. Esto ocurre en ambas direcciones, pues si bien en nuestras sociedades es mucho más común la discriminación a la hembra y su lucha por salir del hogar y recuperar una dignidad y un estatus que se les ha negado, también es cierto que hay hombres que tienen dificultades a la hora de verse reconocidos por destacar en una actividad tradicionalmente considerada «de mujeres» (como la cocina, el baile o la costura). Por eso el feminismo es una necesidad social para unos y otras.

Casos: sociedades patriarcales y matriarcales

       La sobrevaloración de lo que ocurre fuera del hogar se da en muchas sociedades occidentales, especialmente con la aparición de sistemas e instituciones suprafamiliares de gran valor para la comunidad y la cultura, como pueden ser las universidades, las administraciones públicas o las empresas, pero también las industrias o las instituciones religiosas. Todas estas se colocan a sí mismas como máximas autoridades de la sociedad (de diferentes maneras en distintos lugares y periodos), dando lugar a una sobrevaloración del trabajo de quienes sustentan estas instituciones, que son siempre varones, en ocasiones generalmente (como en la academia) y en ocasiones necesariamente (como en las instituciones religiosas monoteístas). La mujer queda sistemáticamente al margen de estas realidades y, por lo tanto, es menospreciada.

El feminismo y la inserción laboral

       Así, en las sociedades occidentales modernas, esto es, capitalistas y neoliberales, el feminismo va de la mano de la inserción laboral. Las sociedades occidentales están basadas en el dinero, así como el estatus social y la situación laboral que te otorga este, por lo que el individuo que no posea una independencia económica no tiene ninguna capacidad de actuación, ni en muchas ocasiones reconocimiento jurídico y social. Además, las labores no productivas son completamente menospreciadas. Sin trabajo, el individuo occidental no es ciudadano de pleno derecho, por lo que la inserción de las mujeres en el mercado laboral es fundamental para conseguir su igualdad efectiva con el hombre.

       «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada», siempre y cuando puedas pagarla… Constitución española.

       Ahora bien, la mera inserción laboral no es garantía de reconocimiento de una igualdad efectiva. No es condición necesaria ni suficiente, aunque sí de vital importancia, pues una mujer puede estar plenamente insertada en el mercado laboral y ser desprestigiada por la sociedad, por ejemplo, cobrando –de facto y/o de media– menos que el varón; por su jefe, que puede acosarla en el trabajo; y por su pareja o marido, que puede llegar a maltratarla. Obviamente, con la inserción laboral no se iguala a la mujer con el hombre. Pero sí es un paso.

       Nota: téngase en cuenta que la inserción laboral de la mujer se ha producido en los sistemas capitalistas de la mano de los sectores más neoliberales, a quienes no les interesaba de manera esencial el feminismo, igual que no están preocupados por abanderar los derechos sociales, sino por el desarrollo económico (creyendo que este traerá el bienestar a los individuos) para el cual necesitaban más trabajadores para las fábricas y, agotados los masculinos, buscaron trabajadoras. Esto se ve claramente en la falta de medidas que atajasen la desigualdad entre hombres y mujeres fuera del trabajo, o incluso en la falta de equiparación salarial y de preocupación por ella (como dijo M. Rajoy sobre la brecha salarial: «no nos metamos en eso»). Al final, las mujeres se encargaban de la casa y los hijos como antes, pero además trabajaban ocho (o doce) horas en una fábrica o en una oficina, bajo las órdenes de un hombre y con las posibilidades de ascender más mermadas que las de estos, situación que sigue, en parte, siendo un problema de nuestras sociedades.

       Fuera de la cultura occidental, la historia tiene muy poco que ver. Muchas sociedades no están fundamentadas en el trabajo, menos aún en la industria, el progreso o el bienestar material. En muchas comunidades de nativos americanos, en tribus africanas y en gran cantidad de entornos rurales, incluso en los países más desarrollados industrialmente, el trabajo es una realidad secundaria y de la cual no depende ni el estatus social del individuo ni su sustento económico.

       Si a una comunidad que vive de la caza y la pesca, a la cual dedican poco más de un par de horas al día, ofrecerles un trabajo de ocho horas por un salario que apenas les dé para pagar la comida, no es empoderarles, sino explotarles. Y menos aún tiene este ofrecimiento nada que ver con el feminismo. Por lo tanto el feminismo tiene que ser intercultural y adaptarse a las necesidades y a las formas de ser de cada cultura.

Sociedades nativas matriarcales

       No obstante, en aquellas sociedades en las que lo que ocurre dentro del hogar cobra mayor relevancia, las hembras pasan a tener más poder que los varones. Aquellas sociedades donde la familia es el núcleo vertebrador, no solo teórico, sino fáctico, de la sociedad, donde el cuidado del clan cobra más importancia que la institucionalización suprafamiliar y donde la relación entre sus miembros es más importante que el dinero, estas sociedades –digo– son matriarcales y en ellas se considera que la mujer tiene más poder, estatus e incluso valor que el hombre.

       Yo mismo he visto estructuras familiares (del ámbito rural) en las que el hombre llegaba del trabajo a casa con la nómina en un sobre y se la entregaba (sin abrir) a la mujer, a quien luego le pedía unas pocas monedas para ir a tomarse algo a la plaza del pueblo. Y si la mujer determinaba que había dinero para caprichos, lo había, pero si no, no. También en estas estructuras la mujer decide dónde y cómo se educan los hijos, si van a un campamento o no, dónde va la familia de vacaciones, si se hace una reforma en casa, si se trabaja más o menos para pagar algo extra… Y la sociedad se fundamenta sobre estas realidades, la familia es el centro en torno al cual gira la vida de los individuos, el trabajo extrahogareño es secundario, poco importante, no da ningún prestigio especial al que lo realiza.

       Esto ocurre, por ejemplo, en comunidades nativas americanas. Actualmente las mujeres de los pueblos del lago Atitlán, como las mayas tz’utujiles (véase la entrada Las tejedoras tz’utujiles), siguen conservando sus técnicas tradicionales de elaboración de tejidos, siendo no solo una fuente de conservación y transmisión de la cultura y la tradición, sino también el auténtico motor económico y turístico de la zona, mientras que los hombres se encargan de llevar tuc-tucs y de hacer todo lo complementario, aunque necesario, para la elaboración de dichos tejidos (los utensilios de madera, el cultivo del algodón…).

       Esto ha ocurrido desde tiempos inmemoriales, tanto la división sexual del trabajo como la sobrevaloración de uno u otro ámbito. Los últimos estudios antropológicos muestran que las cazas de mamut llevadas a cabo por los varones tenían más interés simbólico que práctico, pues si bien son grandes hazañas a nivel conceptual, demostraciones de fuerza que servirían, quizás, para aumentar la autoestima del grupo, apenas aportaban comida a la comunidad (y otros materiales), requerían muchísimo tiempo y ponían a sus miembros en peligro. Por el contrario, las hembras se encargaban de la recolección, produciendo entre el 85 y el 95% de la comida que la comunidad necesitaba, además de cuidar a los hijos, procesar los alimentos y fabricar los tejidos con los que se protegían del frío.

Sociedades capitalizadas

       Por lo tanto, la división tradicional del trabajo bajo el esquema hembra-dentro/varón-fuera, junto con el juicio sobre el valor de cada actividad ha sido fundamental para dar lugar a una sociedad actual donde las labores no productivas son menospreciadas y, entre ellas, especialmente las de las mujeres. Si bien esta ha tenido determinados ámbitos de poder cuando la sociedad se estructura en base a la familia, poder que reside en la tradición y la cercanía, esto no tiene ninguna relevancia en una sociedad capitalizada y neoliberal donde únicamente la economía y las instituciones que la permiten tienen valor, realidades todas creadas por el hombre a su imagen y semejanza.

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