El descubrimiento de la luz (I): Naturaleza

El descubrimiento de la luz (I): Naturaleza

noviembre 10, 2020 1 Por Alberto Buscató Vázquez

       El estudio científico de la naturaleza de la luz quizás comience con un sencillo experimento de Newton: «En una habitación muy oscura, frente a un agujero redondo, de alrededor de una tercera parte de una pulgada de ancho, hecho en el cierre de una ventana, puse un prisma de cristal, en el cual un rayo de luz solar, que provenía de dicho agujero, era refractado hacia el lado opuesto de la habitación, formando allí una imagen coloreada del Sol» (O, libro I, proposición I). La luz proveniente del Sol se difractaría a través de este prisma dando lugar a una gradación de los distintos colores que forman la luz del Sol, es decir, dividiéndose en los distintos colores del arco iris, pues este fenómeno no es más que este experimento de Newton hecho a gran escala por la propia naturaleza, mostrando que los distintos colores de la luz tienen distintas propiedades (como el propio Newton propone: «Las luces que difieren en color también difieren en grados de refracción» [O, libro I, proposición I]).

       Esto le permitió mejorar los telescopios tradicionales de lentes, que producían aberraciones cromáticas, pero, además, mostró que la luz (es decir, un rayo de luz), no es una entidad indivisible, sino que está compuesta de distintos elementos (los colores) que se pueden estudiar por separado. Posteriormente, Herschel usó esta característica para buscar filtros de color para el telescopio que le permitiesen observar las manchas solares del Sol con seguridad, y entonces notó que algunos filtros parecían absorber el calor y dejar pasar la luz, mientras que otros funcionaban a la inversa: «cuando usaba alguno de ellos, sentía una sensación de calor, pero muy poca luz, mientras que otros daban mucha luz, pero muy poca sensación de calor» (WH, 1800a). Se dispuso entonces a hacer un estudio de la relación entre los colores de la luz y el calor que emitían, para lo que difractó la luz con un prisma y colocó distintos termómetros a lo largo del espectro. Observó, así, que el máximo de luminosidad se da en determinados colores (el rojo, el amarillo y el verde), lo cual pudo usar para los filtros que buscaba, pero también observó otro fenómeno: la curva del poder calorífico no parecía estar completa, ya que desde el violeta hasta el rojo cada color parecía calentar más que el anterior.

      «en una exposición gradual del termómetro a los rayos del espectro producido por el prisma, empezando por el violeta, alcanzamos un máximo de luminosidad mucho antes de alcanzar el del calor, que reside en el otro extremo […] el rojo máximo está lejos del máximo de calor; que quizás resida incluso más allá de la refracción visible. En este caso, el calor radiante consistiría, al menos parcialmente, en, si se me permite la expresión, luz invisible» (WH, 1800a).

       Para comprobar esta idea volvió a difractar la luz con un prisma y colocó distintos termómetros más allá de la luz roja, hacia donde parecía no haber ninguna luz. Al menos, no una visible. Y, sin embargo, encontró que «aquí el termómetro número uno se elevó seis grados y medio en diez minutos, cuando se colocaba a media pulgada de la luz visible» (WH, 1800b) lo que se podía extender hasta más de una pulgada. Es decir, había «luz» que no veíamos [invisible light], más allá del rojo: «hay rayos provenientes del Sol que […] tienen un alto poder para calentar los objetos, pero ninguno para iluminarlos» (WH, 1800b).

       El Sol produce radiación capaz de ser vista por nuestros ojos y otra, de la misma naturaleza (pues es igualmente refractable, aunque en menor grado que el color rojo –igual que este lo es en menor grado que el violeta–) capaz de producir el calor. Y esto implica que deben de tener la misma causa y naturaleza, dado que «no está permitido, según las reglas de la filosofía, admitir dos causas diferentes para explicar ciertos fenómenos, si estos pueden ser abordados con una sola» (WH, 1800b). O, dicho de otra forma, la luz visible y el calor son lo mismo, aunque nosotros (los seres humanos) los percibamos en base a distintos sentidos (la vista y el tacto respectivamente), lo que hace que nos parezcan distintos. Comenzábamos a profundizar en los secretos invisibles de la luz.

       Y estos parecían ser mucho mayores que su cara visible. Poco más tarde, Johann Ritter descubre algo parecido en el lado azul del espectro (la luz ultravioleta); Hertz descubre la radiofrecuencia y Wilhelm Conrad Röntgen realiza la primera radiografía usando rayos X; y, por último, varios científicos descubren los rayos gamma. En pocas décadas quedó claro que no podemos ver la mayoría de radiación electromagnética con nuestros ojos, es decir, que la mayor parte de la «luz» es invisible.

       No obstante, tenemos instrumentos capaces de detectarla y de mostrárnosla. Uno de estos instrumentos, que es de los más potentes de toda la ciencia, es el espectrómetro, inventado por Kirchhoff y Bunsen en la idílica ciudad de Heidelberg. Este consiste básicamente en un prisma sobre el cual se hace pasar un rayo de luz de interés (por ejemplo, uno que haya atravesado una muestra de composición desconocida, o que haya sido producida por esta) y un método de visualización de la difracción resultante (como una lente para ampliar la visión y una regla graduada que marque las longitudes de onda de los distintos colores).

       En función de los compuestos que haya atravesado esta luz, aparecerán líneas oscuras en longitudes de onda muy, pero que muy concretas: «las líneas claras del espectro mostrado deben ser concebidas como señales ciertas de la presencia del metal [u otra sustancia] presente [en la muestra …] estos compuestos pueden ser detectados con más precisión, más rapidez y con menor cantidad que con cualquier otro procedimiento analítico» (GK&RB, 1860). Esta técnica es tan precisa y tan resolutiva, que incluso se ha creado una tabla periódica de los elementos en base a sus espectros:

       Por lo tanto, observando estas líneas podemos conocer la composición de una sustancia desconocida: «su color, su posición relativa, su forma y sombreado característicos, la gradación de su brillo son señas […] que se pueden considerar características distintivas» (GK&RB, 1860). Y si dirigimos nuestro telescopio a las estrellas y pasamos la luz obtenida por este tipo de instrumentos, podemos saber su composición:

  «Por un lado, creemos haber mostrado que el análisis espectral se presenta como un método de maravillosa simpleza, para desvelar las más pequeñas huellas de elementos específicos en los cuerpos terrosos, mientras que por otro lado nos permite el estudio químico de un ámbito que hasta ahora estaba completamente prohibido, un ámbito que alcanza mucho más allá de nuestra Tierra, incluso de nuestro sistema solar» (GK&RB, 1860).

       El siglo XX comienza con la capacidad de combinar los telescopios cada vez más avanzados, la espectometría y la capacidad de detectar radiación electromagnética en una gran cantidad de longitudes de onda (mucho más allá de la luz visible), permitiéndonos observar las profundidades del universo, desde otros planetas y galaxias hasta agujeros negros, nebulosas o una infinidad de tipos de estrellas. Aunque para todo ello, tendríamos que salir (físicamente) de los límites de nuestro planeta.

 

Citas

WH, 1800a: William Herschel. 1800. Investigation of the powers of the prismatic colours to beat and illuminate objects.

WH, 1800b: William Herschel. 1800. Experiments on the Refrangibility of the invisible Rays of the Sun.

GK&RB, 1860: Gustav Kirchhoff und Robert Bunsen. Chemische Analyse durch Spectralbeobachtungen. 1860.

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