Aristóteles (XI) – La estructura del cosmos

Aristóteles (XI) – La estructura del cosmos

septiembre 24, 2021 1 Por Alberto Buscató Vázquez

       De estos movimientos naturales surge la estructura del universo, con un centro producido por la acumulación de la tierra (que tiende hacia él naturalmente): «al desplazarse las partículas de todos lados por igual desde los extremos hacia un único centro, la masa resultante será similar por todas partes» (SC 297a20). Además, «vemos que el cielo da vueltas en círculo» (SC 272a5), cuyo centro es la Tierra. De ahí que esta no se mueva y sea obvio «dar por supuesto que la tierra está quieta» (SC 289b5), porque es el punto central de una esfera en rotación.

       Hay por lo tanto una estructura del universo en términos absolutos, con direcciones objetivas: «es absurdo creer que no existe en el cielo el “arriba” y el “abajo”» (SC 308a15–20), así como «el “delante” y su opuesto, la “derecha” y la “izquierda”» (SC 284b20), siendo el polo sobre Grecia la parte inferior y el lugar por donde salen los planetas, la derecha (cf. SC 285b). Y si el centro es la Tierra, el límite externo es la bóveda celeste, que es la última barrera del universo, todo está contenido en ella y todo se observa en nuestro cielo:

       «no hay nada además del Todo o el Universo, nada fuera del Todo; por esta razón todas las cosas están en el cielo, pues el cielo es quizás el Todo» (Fís. 212b15).

       Esta tendencia hacia el centro del universo daría lugar a una Tierra esférica. Pero, además, dado «la superficie del agua es esférica» (SC 287b1), y que «con ocasión de los eclipses, tiene siempre como delimitación una línea convexa; por consiguiente, dado que se eclipsa debido a la interposición de la tierra, será el perfil de la tierra, al ser esférica, la causa de esta figura» (SC 297b25). Es más, la Tierra tendría el tamaño de un punto minúsculo en relación a la bóveda celeste, es decir, «su tamaño no es grande: en efecto, realizando un pequeño desplazamiento hacia el mediodía o hacia la Osa […] los astros situados sobre nuestra cabeza cambian considerablemente» (SC 297b30‒298a1), lo que es a su vez otra prueba de su esfericidad. De hecho, los matemáticos que han calculado esa distancia, que «dicen que son cuarenta miríadas de estadios [74.000 km]» (SC 298a15).

       En el otro extremo, dado que el fuego es el elemento más liviano de los terrestres, y como tal le vemos ascender por encima del aire, formará la capa superior de la Tierra y, al entrar en contacto con distintos cuerpos, se inflamará y producirá distintos fenómenos. Las estrellas fugaces o los cometas son inflamaciones del fuego causadas por un cuerpo o por una multitud de fuegos que se encienden súbitamente y, por lo tanto, terrestres: «las estrellas fugaces, en efecto, no se forman allá arriba, sino abajo» (ME 341a30). También la Vía Láctea y su forma irregular está producida por este tipo de fenómenos atmosféricos, pues no tiene la regularidad y perfección que tienen los cuerpos celestes: «la Vía Láctea es, por así definirla, la cabellera del círculo máximo producida por la disgregación del aire» (ME 346b5).

       De esta manera, diversos fenómenos que se observan en el cielo, todo aquello que «se halla en la más inmediata vecindad de la traslación de los astros, v. g.: la Vía Láctea, los cometas, las apariciones de cuerpos inflamados y móviles» (ME 338b20), son parte de fenómenos terrestres, ocurridos en el aire circundante a la Tierra, ya que la irregularidad y el dinamismo de unos y otros muestra que tienen la misma naturaleza que los entes conectados directamente con la Tierra. Y es que sobre ella todo es corruptible, dinámico e inestable: «las zonas interiores de la Tierra, como los cuerpos de las plantas y de los animales, tienen también su madurez y su senectud» (ME 351a25), de tal manera que «nace un mar donde había tierra seca, y donde ahora hay mar, habrá de nuevo tierra» (ME 351a20).

       Pero el mundo supralunar es distinto. En los astros todo es orden, armonía, perfección y eternidad, lo que indica su divinidad, pues «en el cielo nada se genera por casualidad» (Fís. 196b1), incluso «la naturaleza de los astros es cierta entidad eterna» (Met. 1073a35). Desde que la memoria colectiva (histórica) alcanza a recordar, siempre se han mantenido así, por lo que podemos suponer que son distintos a la materia terrenal: «por más que se remite a una creencia humana; pues en todo tiempo transcurrido, de acuerdo con los recuerdos transmitidos de unos hombres a otros, nada parece haber cambiado, ni en el conjunto del último cielo, ni en ninguna de las partes que le son propias» (SC 270b15). Hay, por lo tanto, una diferencia esencial, es decir, entre la realidad del mundo supralunar y la del sublunar, ya que la Luna, por su evidente cercanía y su carácter claramente divino, es el objeto que separa los dos mundos: «seguramente algunas de ellas [las entidades naturales, pero eternas] no tienen materia o, al menos, no la tienen de este tipo» (Met. 1044b5).

       Por eso hay que separar el estudio sobre el cielo de los fenómenos que ocurren en la Tierra, incluyendo el aire y fuego que la rodean, es decir, de la meteorología, que «es todo aquello que tiene lugar con arreglo a la naturaleza, pero de manera más desordenada» (ME 338b1). Tanta sería la diferencia entre los cuerpos divinos y los terrenales que los primeros ni siquiera tendrían las características que explican el movimiento de los segundos: «el cuerpo que se desplaza en círculo es imposible que posea gravedad o levedad» (SC 269b30). Son cuerpos diferentes, de distinta naturaleza a los terrenales, «ingenerable e incorruptible» (SC 270a10), que no aumentan ni disminuyen su tamaño, que no cambian de cualidad.

       Por eso estos cuerpos están constituidos por otro elemento: «existe otro cuerpo distinto, aparte de los que aquí nos rodean, y […] posee una naturaleza más digna cuanto más distante se halla de los de acá» (SC 269b15). Este es el llamado «éter» (SC 270b20), «potencia de allá arriba […] por no ser idéntico a ninguno de los cuerpos próximos a nosotros» (ME 339b25), con lo cual se hace referencia al cuerpo trascendente, el cual limita y parece contener todo lo que existe: «es limitado en su totalidad el cuerpo que se desplaza en círculo» (SC 271b25), de tal manera que fuera de él no habría «lugar ni vacío ni tiempo» (SC 279a10).

       «las cosas de allá arriba no están por su naturaleza en un lugar, ni el cuerpo las hace envejecer, ni hay cambio alguno en ninguna de las cosas situadas sobre la traslación más externa, sino que, llevando, inalterables e impasibles, la más noble y autosuficiente de las vidas, existen toda la duración del mundo» (SC 279a20).

       Este elemento existe, en primer lugar, porque es obvio (es decir, visible) que el fuego no ocupa las regiones más altas del universo (la cúpula celeste no es ígnea, aunque Aristóteles usa aithēr como derivado de aitheîn, o fuego): «la tierra está en el agua, el agua en el aire, el aire en el éter, el éter en el cielo, pero el cielo no está en ninguna otra cosa» (Fís. 212b20). Y, en segundo lugar, para explicar los movimientos de las estrellas de manera física. Igual que haría Platón, debe uno «suponerlos dotados de actividad y de vida» (SC 292a20), puesto que se mueven, son seres animados, es decir, que poseen alma, de tal manera «que el movimiento de los astros sea voluntario» (Fil. 21b). Es decir, «los astros también son seres vivos» (Fil. 22a). Sin embargo, dado que cada elemento tiene un movimiento determinado en el espacio (la tierra hacia el centro, el fuego hacia el exterior, pero ambos de manera rectilínea) podemos extrapolar esta idea a las esferas celestes para darles una explicación física: las estrellas estarían en un elemento distinto a los terrestres, «llama al quinto cuerpo lo que se mueve en círculo» (Fil. 21e) donde el movimiento no sería rectilíneo en una u otra dirección, sino circular, más propio de la divinidad y más cercano a la inmovilidad. Así la física que explica los movimientos terrestres y la que explica los fenómenos cósmicos ha de ser distinta, pues los respectivos cuerpos tienen naturalezas completamente diferentes.

       Por lo tanto, hay dos tipos de movimiento respecto al lugar: «circular o rectilíneo» (Fís. 261b25), siendo el rectilíneo (que se observa en los cuatro elementos primarios) y el circular. este movimiento es circular es el único que puede ser eterno, moviéndose alrededor del mismo punto, cerrando una trayectoria que no se corta abruptamente, pero tampoco se alarga al infinito, lo cual es impensable, y, además, «es más simple y más completo» (Fís. 265a15) que el rectilíneo y, por lo tanto, anterior en la naturaleza: «lo que está en movimiento circular en cierto sentido está siempre en un punto de partida y en un punto final, y en cierto sentido no lo está jamás» (Fís. 265b1). Es el movimiento más perfecto y cercano a la quietud, por lo que, es intrínseco a la naturaleza de los entes eternos, incorruptibles y divinos: «existe por naturaleza alguna otra entidad corporal aparte de las formaciones de acá, más divina y anterior a todas ellas […] en el que sea natural que, así como el fuego se desplaza hacia arriba y la tierra hacia abajo, él lo haga naturalmente en círculo» (SC 269a30 […] 269b5). Por eso «el movimiento circular uniforme es la medida por excelencia» (Fís. 223b15) del tiempo, por su constancia y regularidad. Estos movimientos de los astros son múltiples, por lo que estos participan en distintas esferas que se mueven en distintas direcciones: «las esferas harán un total de cuarenta y siete» (Met. 1074a10) (en otras ocasiones plantea que sean 55).

       No solo el movimiento de los astros, sino la propia forma del cielo es esférica, como atestigua la trayectoria de la bóveda celeste y porque esta es la figura más perfecta y, por lo tanto, propia de los entes divinos e incorruptibles: «Es necesario que el cielo tenga forma esférica, pues esta figura es la más adecuada a la entidad celeste y la primera por naturaleza» (SC 286b10). Y lo mismo ocurre con los cuerpos que este contiene (las diferentes esferas), como la Luna o el Sol, que se ven a simple vista como esferas perfectas. De hecho, las propias fases de la Luna parecen indicar su esfericidad: «si no, en efecto, no crecería ni menguaría adoptando la mayor parte de las veces forma de lúnula o biconvexa, y una sola vez, de semicírculo» (SC 291b20). Y, si ocurre con un astro, ocurrirá con los demás, pues «todos deben ser similares a uno de ellos» (SC 291b15).

La próxima semana veremos la metafísica platónica de Aristóteles.

Citas

  • Ediciones de Biblioteca Clásica Gredos de las siguientes obras aristotélicas:
    • Fís.: Física
    • SC: Sobre el cielo
    • Met: Metafísica
    • ME: Meteorológicos
    • Fragmentos
      • Fil.: Περὶ φιλοσοφίας
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