Las tejedoras tz’utujiles

Las tejedoras tz’utujiles

septiembre 28, 2019 1 Por Alberto Buscató Vázquez

Sabíamos dónde queríamos llegar, pero no a dónde ir. Tardamos cuatro días en dar con el sitio, pues tuvimos que volar hasta Ciudad de Guatemala, recorrer cientos de kilómetros en chicken bus por carreteras de tierra hasta el Lago Atitlán y buscar entre varios pueblos tanto en lancha como a pie. Pasamos por varias comunidades nativas en Santiago de Atitlán, San Pedro La Laguna, Santa Catarina Palopó… siempre preguntando lo mismo:

—Perdone… ¿las mujeres tejedoras?

Fue en San Juan La Laguna, un pequeño pueblo de trabajadores a orillas del lago, que siguen siendo vectores de la ancestral cultura maya zutujil (tz’utujil), donde recibimos la respuesta que buscábamos:

—Sí, bajando la calle a mano izquierda.

Queríamos aprender a tejer según los métodos tradicionales mayas que todavía practican, y desde hace miles de años, las mujeres quichés (k’iche’). Mi madre tenía un interés práctico, pues pensaba tejer sus propias prendas al volver a casa, y yo una curiosidad teórica: conocer las culturas, los pueblos y las gentes del mundo, en esta ocasión, a través de su artesanía. De eso va todo esto, al fin y al cabo.

Tejer, en las comunidades tz’utujiles, es una labor de mujeres. No es que deba serlo, es que, de facto, así es. Y esta actividad determina tanto la cultura de la zona como la economía familiar y local. Los hombres se encargan de determinados procesos como el suavizado de las hilachas, donde la fuerza bruta cobra más relevancia, así como de cultivar alimentos y productos para los telares como el algodón o las plantas de las que se extraen los tintes. Algunos también fabrican las ruecas y demás utensilios necesarios para el proceso, pero la mayoría están desconectados de esta actividad, dedicándose al turismo, a llevar un taxi o a montar un restaurante, vistiendo ropas occidentales y adoptando lo máximo posible dicho estilo de vida.

Llegamos a la cooperativa flor ixcaco (una de tantas agrupaciones de mujeres del pueblo), la cual, igual que sus semejantes, es la fuente principal de ingresos de entre veinte y cuarenta mujeres, es decir, de entre veinte y cuarenta familias. Mediante esta forma de trabajar y autogestionarse, las comunidades nativas pueden hacer frente en un mundo completamente capitalizado y estatalizado donde la producción de bienes materiales es la única forma de supervivencia, ya que son capaces de controlar todos los pasos que requiere la elaboración de un tejido: cultivan el algodón, lo recogen, lo limpian, lo hilan, preparan los tejidos, lo tiñen, lo devanan en madejas u ovillos, lo urden, lo tejen y lo bordan como hacían sus antepasados milenios atrás. Sin usar un solo producto químico, sin maquinaria, sin combustibles fósiles… Y, por cierto, sin un solo nudo.

En una de las asociaciones, un cartel informativo reza de la siguiente manera: «somos mujeres tz’utujiles con una historia ancestral que, por medio de la fabricación de tejidos con colores y tintes naturales, buscamos el rescate de la cultura y tradición maya, así como la sostenibilidad institucional para mejorar la calidad de vida del pueblo, en especial de las mujeres de San Juan La Laguna».

Apalabramos varios cursos con mujeres de distintas cooperativas para los próximos días y nos fuimos a esperar al hotel Mayachick (un espacio ecológico, vegano y lleno de actividades de todo tipo, muy recomendable). El domingo no trabaja ninguna asociación, así que descansamos hasta el lunes por la mañana.

Extracción e hilado del algodón

Comenzamos en la plantación de algodón, donde recogimos la preciada fibra de arbustos de casi dos metros de altura. No tardamos mucho, ya que llenábamos un barreño con pocos puñados, debido al gran tamaño de los capullos. Cuando teníamos la cantidad suficiente, empezamos a quitarle las semillas que esconden y protegen las hilachas de algodón (que para eso las hace la planta), dejándolas limpias y listas para ser usadas.

En España, el capullo de algodón mide apenas dos centímetros de largo y la planta dura unos pocos meses. En Guatemala, los capullos pueden ser de hasta diez centímetros y la planta forma un árbol de varios metros de altura. Sin embargo, sólo se usan para el cultivo durante los primeros cinco años, porque luego el algodón es más rudo.

Tras suavizar el algodón (a palos), lo hilamos con ayuda de un malacate (llamado «huso» en castellano) con el cual se entorcha constantemente la fibra, enredándola sobre sí misma y uniéndolo a las pequeñas fibras aledañas para formar un hilo más o menos fino, depende de la destreza que tengas.

 

Preparación del tinte

El algodón, ya hilado en madejas con una rueca de madera, se tiñe con tintes naturales: remolacha, zanahoria, carbón… cultivados en los alrededores del propio pueblo. Todos los productos que utilizan son naturales y provienen de tallos, cortezas, raíces, frutos, minerales e insectos en algunos casos, pero los colores tradicionales se encuentran en el entorno.

En Guatemala, además del algodón blanco, hay determinadas algodoneras que dan un color muy especial, llamado «ixcaco». No es una tinción, es la propia fibra la que nace con este color marrón claro, que los propios nativos dicen que tiene el mismo color que su piel. «Casualidades»…

Para relizar la tinción, nosotros elegimos la llamada Zacatinta, una planta que da un color azul cuyo tono depende del estado de la luna, siendo más oscuro cuando esta está llena. Para ello, volvimos a salir al jardín, cortamos unos tallos de la planta y los defoliamos. También cortamos un trozo de tallo de banano con el cual se fijarán los colores y cocemos ambos en cazuelas separadas.

Quienes hayan tejido o bordado en Europa, saben que los colores también se fijan con sal. Sin embargo, aquí esta es más difícil de conseguir que el tallo del banano y más contaminante, porque puede afectar al suelo.

Después de que hirviesen durante aproximadamente una hora, sumergimos la madeja de algodón en el agua del banano y lo pasamos al del Zacatintas. Metimos el algodón, lo sacamos, y voilá:

El proceso es el mismo con el resto de colores, aunque hay que tener en cuenta qué parte de la planta tienes que utilizar y cómo trocearla.

La maestra tejedora: María Carlota

Tras teñir los hilos, el siguiente paso fue comenzar a tejer. Para ello nos acompañaría una maestra tejedora que se encargaría de enseñarnos la técnica: María Carlota. Nos reunimos con ella en la cooperativa y nos guio hasta su casa, donde tenían montado el taller en el que tejían y enseñaban a los interesados. Su marido trabajaba en una habitación al lado del patio donde nosotros tejíamos, preparando las ruecas, los palos y demás utensilios de madera necesarios para el proceso, mientras que los nietos jugaban a nuestro alrededor en cuanto sus padres se despistaban.

La maestra se movía todo el rato entre el telar de mi madre y el mío, supervisando y arreglando constantemente nuestros errores: que si un hilo de abajo está arriba, que si hemos contado uno de más, que si no recordamos de qué palo hay que tirar… Una de sus hijas le ayudaba supervisando lo que hacíamos, para evitarnos errores, aunque la mayoría de veces no se daba cuenta; y otra, más joven y avispada (según los criterios occidentales), nos daba algún consejo cada vez que pasaba a nuestro lado. Todas las mujeres de la familia saben tejer, ya que es tradición que aprendan a los ocho años.

Los errores los arreglan «componiendo», como dicen ellas. Consiste en colocar los hilos uno a uno en el orden debido, moviéndolos manualmente o incluso destejiendo parte de lo tejido.

María Carlota lleva cincuenta años tejiendo. Es una mujer recia, seria pero amable, trabajadora y con el cuerpo marcado por su historia. Sus dedos son extremadamente pequeños y parecen tener forma de aguja para agarrar con facilidad los hilos. Enseña mediante el ejemplo y la práctica, tanto porque piensa de esa manera como porque no domina muy bien el castellano y le cuesta expresar ideas complejas. Su lengua materna es el tz’utujil y lo hablan constantemente entre ellas. Quizás por eso siempre te respondían afirmativamente, independientemente de lo que preguntases… Es mejor que entres en su forma de pensar y entiendas al vuelo sus demostraciones.

Preparar el telar

Con los hilos teñidos y devanados en ovillos, comenzamos a preparar el telar de cintura para tejer. Empezamos colocando la urdimbre, que se lia de una manera determinada alrededor de una serie de palos que determinan el ancho y el largo del tejido. Fue la primera enseñanza de María Carlota, que agarró el hilo y me dijo: «se hace así, mira»… Tuvo que repetirlo varias veces para que pudiésemos ver qué quería que hiciésemos.

Tras preparar la urdimbre, la montamos en el telar de cintura, que no es más que una serie de palos (entre siete y diez), que la disponen de tal manera que permitan pasar la trama hilo por hilo para formar el tejido. Y a tejer. A las dos horas crees que eres un maestro, a los dos días te das cuenta de los cientos de diseños y formas de tejer distintas que hay, mezclando colores, calados, figuras, texturas… Por mi parte, esto es lo mejor que fui capaz de hacer. Not bad.

Mi madre fue un poco más allá, aprendiendo diseños más complicados y varias técnicas distintas:

Conclusiones

Cuando llevas varias horas tejiendo a mano con un telar de cintura, empiezas a preguntarte qué sentido tiene todo esto y si merece la pena… Vivimos en una sociedad donde todo está tan industrializado que un telar mecánico puede hacer cien bufandas mejores que las tuyas, con una complejidad infinitamente mayor y de cualquier tamaño en lo que tú haces unos pocos centímetros llenos de errores. No obstante, aunque la eficacia técnica sea muy reducida, el valor cultural es impresionante.

A nivel productivo no tiene sentido tejer a mano, igual que no lo tiene mandar un fax en lugar de un correo electrónico. Pero la sensación de independencia es impresionante. La mera conciencia de ser capaz de realizar cualquier tejido a raíz de una simple semilla de algodón, saber transformar un poco de tierra y agua en una bufanda o un centro de mesa, es alucinante, aunque nunca pongas en práctica dicho conocimiento. Además, esta técnica otorga un poder inconmensurable a las mujeres que la practican, quienes no solo sustentan la economía de sus pueblos y sus familias, sino que tienen una forma de expresarse artisticamente, creando una gran belleza con menos de una docena de palos y una semilla de algodón. En ocasiones, pecamos de alabar el arte de museos, el que se expone y se visita cuando vas a otro país, que ha sido realizado exclusivamente por los hombres. Sin embargo, las mujeres han sabido expresarse artísticamente allí donde han podido y, sin lugar a dudas, las mujeres tejedoras son artistas además de artesanas.

Esta independencia está relacionada con la naturaleza de manera directa: todo lo que no ponen tus manos, lo pone ella, incluyendo los tintes, los hilos y los palos que sirven de guía para tejer. Esto está en armonía con la mentalidad ecológica no solo de los nativos americanos en general, sino de las comunidades del Lago Atitlán, conocidas internacionalmente por los esfuerzos en mantener limpio tanto el medioambiente como el lago.

Esta mentalidad de los nativos es muy interesante para un occidental. Su pensamiento es puramente práctico, concreto. No tienen un pensamiento racional o discursivo tal y como nosotros lo entendemos o, al menos, no con tanta viveza. Aunque supiese a la perfección lo que estaba haciendo, la maestra no podía explicarlo con palabras ni sabía razonar qué efectos tenía una modificación en el diseño. Enseña haciendo, por lo que sus palabras son poco más que «así, por aquí y esto pa allá». Y así lo piensa.

Los occidentales buscamos entender el sistema que tenemos delante para saber manipularlo. Nada más empezar, yo intentaba entender cómo afectaba la colocación de la urdimbre en el diseño final y qué efecto tendría una pequeña alteración en los primeros pasos del proceso. Sin embargo, ellas no piensan así, de hecho, no son capaces de dar respuesta a preguntas en este sentido. Por poner otro ejemplo, los errores, que enseñan cómo funciona (o cómo no funciona) un sistema y son fundamentales didácticamente hablando, para ellas son solo problemas que es mejor que no ocurran. La mayoría de veces la maestra cogía el mando y desacía el entuerto sin explicarte cómo ni qué había ocurrido. Práctico pero poco formativo, porque te impide entender el sistema.

Y no es que piensen menos o peor que nosotros, es que piensan de forma distinta, mucho más experiencial y menos lógica. Algo tan sencillo como buscar el hilo central en la urdimbre lo realizan contando uno en cada extremo hasta que llegan al centro, mientras que nosotros contábamos todos los hilos y dividíamos entre dos. La hija más joven de María Carlota nos daba consejos en ese sentido, pero ni su madre ni su hermana le hacían caso. Preferían usar métodos más tradicionales, aunque fuesen menos eficaces.

Tampoco tienen el concepto de progreso que tan importante es para un occidental. Por eso siguen tejiendo como hace miles de años, cultivando una técnica tan rica culturalmente como ineficaz a nivel productivo. Desde que llegamos, nosotros empezamos a ver formas de automatizar el proceso: dar nombre a los palos, añadir una rueda que recoja el hilo según tejes, un tramador más pequeño y versátil… No lo hicimos a propósito, sencillamente, es connatural a nuestro pensamiento buscar la mejora, la innovación, el progreso. Ellas se reían de nuestras ideas, apreciando su capacidad de mejorar la técnica, pero seguramente pensando en sus adentros «¿pa qué?».

En una ocasión, cuando mi madre se estaba ajustando el telar a la cintura, este quedó torcido sin que supiésemos cómo ponerlo recto. Las maestras tampoco ayudaban, ya que en estos casos suelen desenrollar el telar y volver a enrollarlo, esta vez de manera adecuada. Sin embargo, a mi madre se le ocurrió enrollar la cuerda sobre la que se cuelga el telar sobre uno de los palos opuestos al que se coloca en la cintura. Las maestras quedaron alucinando… Cincuenta años tejiendo y nunca se les había ocurrido algo parecido, a pesar de que era una nimiedad.

Este tipo de detalles, que solo se aprecian cuando convives codo con codo con las comunidades nativas, te permiten conocer al ser humano, su cultura y su historia. Al menos, una pequeña parte de esta. Estas pequeñas experiencias son fuente de vida, porque fomentan nuestra actividad y, especialmente, nuestra capacidad cultural. Te desarrollan los ojos del alma, permitiéndote apreciar lo que nunca antes habías tenido en cuenta, aunque lo hubieses visto miles de veces. Cuando has tejido una bufanda con tus propios medios, aprecias infinitamente las bufandas elaboradas por maestros artesanos. También ves a las comerciales, creadas con grandes telares, con otros ojos, siendo consciente de sus ventajas e inconvenientes. Te permite entender el mundo real, apreciar la belleza, conocer la cultura, lo que en una sociedad tan artificial como la nuestra es un respiro, un soplo de aire fresco.

 

Con la cultura regional palpitando por cada poro, nos dirigimos hacia el Departamento de Quetzaltenango.

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