Los valores y la industria musical en el rap y en las batallas de gallos

Los valores y la industria musical en el rap y en las batallas de gallos

[Las reflexiones aquí expuestas se refieren al rap hispano, pues de su análisis surgen.

La realidad estadounidense y los valores de su rap son, en mi opinión, diferentes].

El rap hispano siempre ha mantenido una distancia prudencial respecto a la industria musical. No faltan referentes, desde Canserbero hasta Natos y Waor, que han conseguido un gran prestigio sin recurrir a una discográfica, así como grupos, desde La Utopía del Norte a Ziontifik, que han sabido aunar profesionales de todas las etapas de producción musical bajo un sello propio, siendo capaces de elaborar un contenido de altísima calidad en todos los niveles de manera independiente. Y esto siempre se ha llevado con orgullo [hasta la llegada del trap, que ha cambiado todo respecto a este respecto].

No es que la industria musical sea mala en sí misma, ni que el rap no sea capaz de conseguir grandes números en lo que a ventas se refiere. Simplemente, es que son realidades que no se adaptan bien la una a la otra. ¿Por qué? Pues, por un lado, porque el rap es una realidad social y cultural, lo que hace que la autenticidad sea un valor absolutamente fundamental. Los raperos son más parecidos a juglares que buscan contar las historias de sus semejantes, o a artistas que buscan generar valor a nivel cultural, que a músicos de cualquier género que buscan vender lo máximo posible o dar con «la fórmula pop». La necesidad de conseguir popularidad, en ocasiones, se lleva por delante la veracidad de los hechos que el rapero querría contar. Y eso, en el rap, es inasumible. Como dice Toteking en Escupiéndolo: «pa ti la música es fórmula y pa mí es una cuestión de honor».

Natos y Waor, o la popularización del underground sin dependencia de una discográfica.

Por otro lado, la industria musical, ese entramado de empresas que se dedican a la producción, difusión o venta de productos obtenidos a raíz de la música, pertenece al mundo de los negocios, por lo que su objetivo principal son las ventas. Hay que vender. Lo que sea, pero vender. Son empresas, por lo que requieren beneficios para poder existir, como si de su alimento se tratase. En este proceso pueden generar valor social, poniendo los medios materiales de producción o de distribución (uno de los grandes escollos de los negocios) al servicio de artistas cuyas obras tienen una gran calidad. Nadie criticaría a Cervantes por haber puesto El Quijote en manos de una editorial, ni a Mozart el hacer obras de arte para los aristócratas de turno. Sin embargo, también son conocidos los ejemplos de autores que pasan al olimpo cultural de la humanidad sin haber sido capaces de publicar en su vida, pues la calidad artística o el valor cultural no es el criterio más importante para una industria. En la esencia de esta está la necesidad de vender, mientras que el rap busca narrar una historia y generar un valor cultural. Y, en ocasiones, estos dos elementos no se mezclan bien.

Discrepancias

El rap surge como una reacción a un sistema fundamentado en la desigualdad y la precarización cultural frente al avance tecnológico e industrial (como es la sociedad estadounidense, realidad que se repite en Europa y Latinoamérica, donde ha calado este mensaje permitiendo expandirse al rap con relativa velocidad), es decir, nace de la protesta, y este valor está en su esencia más íntima. Como tal, es natural que se haya mantenido alejado de las grandes empresas de la industria musical que, por definición, forman parte del sistema contra el que el rap se levanta. El rap se constituye como contrasistema cultural en respuesta a un sistema autodenominado oficial en el que no se acoge a la cultura ni a los colectivos marginados por cuestiones políticas, sociales o raciales.

Además, el rap es tanto un género discursivo como uno musical, es decir, es un movimiento cultural en sí mismo (inmerso dentro de un movimiento mayor, que es el hip hop) por lo que defiende una serie de valores, presentes en todas las canciones de prácticamente todos los raperos de forma explícita o implícita. Estos son la autenticidad, la igualdad y la clandestinidad, valores básicos, por definición, del rap hispano. Y el primero de estos valores, y el más irrefrenable de todos ellos, es fundamental para entender las diferencias con la industria musical.

Para el rapero es esencial mantener una integridad moral e intelectual que le permita seguir siendo el cantor de su pueblo, narrando las realidades que vive. La autenticidad es la ley (no escrita) básica  del rap. Si el rapero necesita hablar de «yonquis, putas y coca», que diría Lopes, o siente que debe sacar un disco de slam, a lo Viajes inmóviles de Nach, o marcarse un Quarcissus, en plan Lechowski, no hay lugar a negociaciones respecto al impacto económico que esto puede tener en su carrera. Los raperos son muy celosos de sus letras y sus ideas, por lo que no suelen aceptar cambiarlas para adaptarlas al público si eso conlleva la más mínima pérdida de autenticidad. «Mi vida, mis letras. No le des más vueltas».

Esto, en ocasiones, puede perjudicar la popularización de su obra, aunque también puede crearle una comunidad de fieles que le permitan un gran ascenso en lo que a ventas se refiere. Ahí tienes los 156 millones de reproducciones de Jeremías 17:5, de Canserbero; las casi un millón doscientas mil escuchas el primer día del lanzamiento de Cicatrices; o las decenas de miles de entradas vendidas cada año en las batallas de gallos… Sin embargo, también es muy fácil que esto no ocurra y que el rapero nunca llegue a ser conocido o que no genere suficientes ventas para una discográfica, lo cual es un riesgo inasumible para muchas empresas.

Fotograma del videoclip de Jeremías 17:5, el que quizás sea el tema más representativo del rap hispano.

Eso no quiere decir que la industria musical no haya hecho relaciones sanas y fructíferas para ambas partes en todos los sentidos con grandes raperos, como es el caso de Nach con Universal o Toteking con Sony. Tampoco quiere decir que no haya raperos que han vendido sus letras y su imagen a la industria musical para obtener un beneficio económico. Pero estos son otros temas. Lo importante para este artículo es mencionar que aunque estas relaciones existan, siempre han sido complicadas, además de que no han sido necesariamente la norma e incluso se ha considerado un orgullo ser un rapero independiente.

Las batallas de gallos como práctica

Ahora bien, ¿qué ocurre con los gallos? Los freestylers se han adaptado muy bien a esta industria. Patrocinios, promociones de todo tipo, apariciones en los medios de comunicación, menciones relativamente frecuentes a los cachés de los artistas… Parece que los gallos han conseguido en pocos años lo que los raperos no han conseguido hacer en décadas. Es más, se alardea de ello, recuerden la frase de Chuty contra Mark: «¿4.500 pavos por una exhibición? Ahora gano mucho más, renueva tu información». Pero… ¿por qué?

Las batallas de gallos son principalmente una técnica. Es decir, no se juzgan por el contenido de las letras, ni por el mensaje que estas transmiten, ni por los valores que defienden. Las batallas se juzgan por su inmediatez (una batalla escrita pierde gran parte de su valor), por cómo se adapta un gallo a la base, por el flow, los dobles tempos, las métricas complejas, la (maldita) presencia en el escenario… Aquí cabe hacer mención al ingenio y a las respuestas (que son elementos importantes) y que sí tienen que ver con el contenido, pero incluso estos elementos tienen valor por su carácter improvisado y una clara función humorística, no social ni cultural. Nadie valoraría una batalla igual si estuviese escrita y, exceptuando algunos casos notables, nadie las pondría al mismo nivel artístico que una canción redactada y pensada a propósito de no ser por esa dificultad extra que tienen técnicamente hablando.

A la izquierda, Kódigo, quien quizás sea el mayor representante del doble tempo.

Esto no quiere decir que las batallas de gallos no aporten nada, ya que muestran el valor de la disciplina, el trabajo constante, la importancia de la competitividad, la superación propia, los límites de la capacidad humana y un larguísimo etcétera. Hemos visto a gallos improvisar durante más de veinticuatro horas, a una velocidad endiablada o contestando al instante, lo cual es espectacular. Pero no generan contenido. Las batallas no dicen nada, no transmiten ningún mensaje sobre el que quepa reflexionar, ni del que se pueda obtener un conocimiento (a diferencia del rap, que sí lo hace). Las batallas de gallos están vacías, aunque formalmente sean complejísimas. Esto no es una crítica ni un juicio de valor, no hay nada malo en dedicarte a una técnica. La medicina es una técnica, los deportes son prácticas –algo parecido–, incluso grandes obras de arte de la historia occidental tienen valor por la destreza con la que se han pintado, como La Gioconda o Las Meninas.

Las batallas de gallos pertenecen al ámbito del entretenimiento, las competencias y las prácticas de habilidad. Una batalla tiene que ser divertida o interesante o espectacular. Por eso da relativamente lo mismo que un gallo se meta con la nariz del otro o haga un doble tempo guapísimo o grite como un loco cada cuatro versos para dar potencia a las frases. Da igual que improvise usando un traje de astronauta o una pelota con una foto del globo terráqueo impresa, da igual que haga referencia a unas palabras o fotografías que aparezcan en una pantalla o a un tío que salga al escenario vestido de pollo bailando a lo cutre. Da lo mismo. En todos los casos el rapero puede hacer un minutazo y, así, entretener al público que paga una entrada o a los que los seguimos a miles de kilómetros de distancia (que nos tragamos la publicidad de YouTube). Pero en ninguno de estos casos el gallo está defendiendo unos valores (más allá de los ya mencionados, que se transmiten en cualquier disciplina competitiva, desde el esgrima hasta la petanca).

Sí… hay un señor vestido de pollo en medio del escenario en el que batallan Cixer y Juanih.

Esta ausencia de un discurso cultural fuertemente definido da lugar a una clara laxitud moral en el ambiente de las batallas. Es habitual que los gallos más afamados estén patrocinados por grandes marcas (cuyas buenas o malas praxis no suelen ser un factor influyente a la hora de juzgar a dicho gallo) y que hagan publicidad de casas de apuestas deportivas, incluso orientadas a menores de edad (algo ilegal a todas luces); así como que se participe en todo tipo de eventos, incluyendo programas televisivos de dudosa reputación cultural (como El club del italiano o Sabadazo en Latinoamérica) siempre que se pague el caché del artista o se le de promoción; o salidas de tono que rozan la legalidad, tanto verbal, bien sea haciendo oscuras referencias a la pedofilia, así como insultando al jurado o al público, como físicas, sean tocamientos o empujones; o discursos homofóbicos, muy sonados cuando se una batalla es contra alguien que no es estrictamente heterosexual, o nacionalistas, como acontece en las internacionales, donde se acaba recurriendo a una guerra de banderas (llegando incluso a jalearse la muerte del «español conquistador») o misóginos, algo que ocurre casi siempre que una mujer entra en juego; o que se acepte con una relativa complacencia el hecho (sobradamente conocido) de que algunos gallos se preparen las rimas, los tongos y situaciones extrañas se repiten año tras año en la competición organizada por RedBull, cuyos campeones suelen ser los que favorecen a la empresa (que da el espectáculo que de ella se espera) o al público local; etcétera, etcétera, etcétera.

Además, cuando se ha generado polémica alrededor de algún caso de este estilo, casi todos los gallos han actuado como una unidad, defendiéndose unos a otros frente a las críticas del exterior, encarnando un bonito ejemplo de hermandad y camaradería, pero también de interés y gremialismo, mostrando que estos casos no son tanto anécdotas como actitudes generalizadas y sistémicas, apoyadas por los máximos representantes de esta comunidad.

Fotograma del famoso y polémico video en el que varios raperos hacen publicidad de una casa de apuestas dirigidas a un público infantil.

Esto produce un caldo de cultivo ideal para las empresas, las cuales se ven invirtiendo en batallas de gallos como si fuese concursos de break dance, de snowboard, fórmula uno, skate… Es decir, invierten en técnicas o prácticas, que tienen una gran complejidad y requieren toda una vida de esfuerzo y entrenamiento para ser ejecutadas a la perfección, pero que están vacías de contenido y, por lo tanto, de valores. De hecho, en sus raíces más profundas, a nivel iberoamericano, la marca RedBull ha significado muchísimo para la construcción y popularización de estas batallas. Es algo por lo que, los que amamos las batallas (aunque les esté dando pal pelo en esta ocasión), debemos de agradecer infinitamente. Pero no por ello debemos de dejar de criticar las malas prácticas que se derivan de esto.

Conclusiones

El rap es una realidad cultural a la par que musical (ámbitos no excluyentes, pero tampoco sinónimos) con un discurso claramente determinado, sea explícito o no. Este tiene en su haber la autenticidad, la igualdad y la clandestinidad cultural como elementos fundamentales, lo cual le obliga a mantener una integridad respecto al mensaje que dificulta las relaciones con la industria musical. Estas relaciones se pueden dar en casos que, dada su frecuencia y naturaleza, son más la excepción que la norma, y que siempre ocurren bajo condiciones muy concretas (raperos ya afamados o con mensajes más populares de serie). Sin embargo, la independencia respecto a la industria musical siempre se ha llevado con orgullo.

Las batallas de gallos, por otro lado, tienen más las características de una práctica, aunque de ámbito discursivo, que de una realidad cultural, donde la preocupación por la técnica es mayor que la análoga respecto al contenido. Del ejemplo de los grandes gallos podemos sacar los valores propios de toda práctica competitiva, como son la superación personal, el esfuerzo e incluso la hermandad entre contrincantes. Sin embargo, no cabe esperar nada de ellas a nivel de contenido. Esta vacuidad respecto al mensaje en las batallas de gallos ha generado una clara independencia respecto a los valores clásicos del rap y, por lo tanto, una capacidad de adaptación a las necesidades de las industrias y una aceptación de sus errores y malas prácticas habituales.

Sería injusto presentar al rap como un discurso cultural inmaculado y a las batallas de gallos como un nido de delincuencia verbal y libertinaje. No es así. Ni los unos son tan malos, ni los otros son tan buenos. De hecho, la mayoría de individuos pertenecen a estos dos ámbitos (si bien suelen destacar más en uno que en otro), hay raperos que también han realizado acciones moralmente reprochables por conseguir fama o dinero y la mayoría de gallos honrados que luchan por transmitir un valor y un mensaje (aunque sea fuera del escenario). Pero lo importante es hacer notar que hay una clara relajación moral en el mundo de las batallas de gallos anclada a su forma de ser, a la estructura con la que esta actividad se desarrolla, lo cual no para de dar casos polémicos y que estas tienen que ser entendidas como una práctica competitiva, mientras que el rap se ha consolidado como una realidad cultural con un discurso propio.

Entendiendo la diferencia entre una y otra realidad, no debería ser problemático ni criticable que fueran distintas, pero sí sería importante entender sus formas de ser, y lo que cabe esperar de cada una de ellas. Las batallas de gallos, por ejemplo, no educan ni abanderan valores, mientras que el rap no fomenta tanto la competitividad y el esfuerzo. Por lo tanto, no hay que buscar referentes culturales entre los gallos, aunque quepa admirar sus capacidades. Así, también, los peligros que acechan a cada uno de estos ámbitos son distintos. Por ejemplo, el trap ha venido a remover los principios ideológicos del rap para, según muchos, empobrecerlo, pero ha aportado un nuevo enfoque a las batallas de gallos. Pero eso da para otro artículo.

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