Hegel (IV) – Estadios de la conciencia

Hegel (IV) – Estadios de la conciencia

noviembre 20, 2021 1 Por Alberto Buscató Vázquez

La certeza sensible

       «El conocimiento que es en primer lugar o inmediatamente nuestro objeto no puede ser otra cosa que aquella que es en sí conocimiento inmediato, conocimiento de lo inmediato o de lo que está siendo», y este conocimiento es la experiencia sensible, lo que se capta directamente mediante los sentidos sin ningún procesamiento intelectual (un color, un tono, una presión sobre la piel…).

       Este tiene una «riqueza infinita» y parece ser el «más cierto», precisamente por su carácter «inmediato», frente al conocimiento derivado a partir de él aparece como secundario o «transmitido». Es decir, la certeza de que se capta una determinada información mediante un sentido es completamente cierta, indudable y no está sometida al engaño (no se puede dudar de que observamos cierto color o de que sentimos cierta presión física). Sin embargo, la extensión de este conocimiento es muy pobre, pues de él se «sabe solo que es», no el qué es (las cualidades, el objeto), solo es certeza de la existencia de sí mismo en una conciencia que es puro «yo»: «la conciencia es yo, nada más, un esto puro; lo individual conoce esto puro o lo individual».

       Además, la certeza sensible no capta todo el ser, sino solo un «ejemplo», una muestra del ser en un tiempo y en un espacio concreto. Este tiempo y espacio aparece «como el ahora y como el aquí», los elementos a priori de la sensibilidad kantiana, pero estas no pueden captar la concreción de la certeza sensible, aunque esta se presente en ellas, pues lo que «ahora» es «de noche» pasa a ser «de día» sin dejar de ser «ahora», y sin que el «ahora» en tanto que «de noche» pase a ser falso en el momento en el que se dijo.

       El «ahora» deja de serlo a cada instante, por lo que el «ahora» no es nada, aunque constituya el ser de la certeza sensible, porque lo constituye en su movimiento constante, en «un movimiento el cual tiene en sí distintos momentos», y lo mismo ocurre con el espacio y los puntos que lo forman. Es decir, en este estadio de la conciencia, «lo general es también de hecho lo verdadero de la certeza sensible», pues el «aquí» y el «ahora» son generales, por lo que la conciencia no puede captar mediante ellos el particular concreto que pretendía captar hace un instante. Nos encontramos ante la contradicción de la certeza sensible.

       Por lo tanto, expresar el concreto inmediato es imposible en este estadio del conocimiento, «porque el esto sensible que se quiere decir es inalcanzable al lenguaje que pertenece a la conciencia, a lo general en sí». No hay palabras ni conceptos para referirse a un objeto individual, solo a realidades generales que son descritas por dichas palabras o conceptos. Es imposible referirse a «un trozo de papel concreto», pues esta expresión engloba a cualquier trozo de papel concreto, distintos, en diferentes lugares y épocas, al usar siempre expresiones generales. La conciencia ahora no puede captar un «árbol», pues lo que capta la experiencia sensible es mucho más inmediato que eso, y se intenta captar con conceptos mucho más generales que el objeto. Es decir, la conciencia capta características generales al intentar captar el particular concreto, lo que se resuelve en la percepción.

La percepción

       La certeza sensible solo da el conocimiento de lo concreto de manera inmediata, pero la «percepción» capta el ser, aunque en su generalidad, al percibir las características generales que constituyen un individual concreto, como lo blanco, lo agudo o lo suave. Así, «lo general es, como principio, el ser de la percepción». En este momento la certeza sensible no queda eliminada, sino incluída en un estadio mayor, pero como universal, de tal manera que se produce su «superación», fruto de la contradicción dialéctica entre la captación de lo individual y lo general.

       Aquí lo percibido se muestra «como la cosa de muchas características». Es decir, se percibe, por ejemplo, la sal, que tiene una serie de características que la describen: es blanca, cúbica y salada, entre otras. No obstante, «además, yo capto solo la característica como determinada, opuesta a otro y excluyéndolo», es decir, lo blanco no es lo cúbico o lo salado y viceversa, lo que hace que estas características sean algo determinado a la vez que distintas unas de otras. Y esta determinación no se limita al objeto particular que parece percibirse, pues hay, por continuar con el ejemplo, muchos objetos blancos, cúbicos y salados. Es decir, en un objeto se encuentra una multitud de propiedades distintas, pero cada una de estas propiedades se encuentra en multitud de objetos.

       Y es que las características independientes que se perciben parecen pertenecer a la misma «cosa»: una pizca de sal concreta es blanca a la par que salada y cúbica. De hecho, estas tres propiedades se dan a la vez porque las tres dependen de la entidad de la sal, de la esencia de la cosa, porque la unidad de múltiples características no aparece como aleatoria o azarosa. Por eso no hay sal negra o redonda o no salada (si hubiera algo negro y salado, no sería sal, y si se llamase así – por ejemplo, sal negra – solo sería por similitud con la sal en sí, que es blanca).

       Se da, por lo tanto, una dialéctica entre el ser en sí o el objeto que constituye una unidad de propiedades, y el ser para otros o la propiedad que se muestra a un sujeto, pues «el objeto es más bien en una y la misma consideración lo contrario a sí mismo: para sí, en tanto que para otro y para otro, en tanto que para sí». Esta dialéctica se superará en el siguiente estadio.

       Esta cosa u objeto deja de ser captada únicamente mediante la percepción (pues esta no puede resolver el conflicto entre la unidad de la cosa y la multiplicidad de sus propiedades) y pasa a tener un componente propio de la conciencia, introducido mediante la reflexión de manera activa: la unidad de la sustancia o entidad. Es decir, el concepto de cosa, como realidad primera de la cual dependen las propiedades que la describen, pasa a ser el fundamento de todo lo demás: «pues, en primer lugar, la cosa es lo verdadero» siendo tanto «la unidad sin multiplicidad» como «el también fundido», es decir, que aparece tanto unida ineludiblemente a sus propiedades, como independientemente de ellas (aunque solo sea en el entendimiento).

       La doble realidad de la cosa, es decir, el «ser para sí» independiente (la cosa en sí misma) y el «ser para otro», dependiente del sujeto que la conoce (las propiedades de la cosa), esta doble realidad – decíamos – da lugar a una tensión de donde surgen las fuerzas que rigen el entendimiento: «estas abstracciones vacías de la individualidad y la generalidad que se le contrapone son los poderes cuyo juego es lo que capta, habitualmente es el llamado sentido común sano». Y es que con este paso, dejamos atrás la percepción y «la conciencia entra aquí por primera vez verdaderamente en el reino del entendimiento».

El entendimiento

       La reflexión, el entendimiento, plantea la necesidad de una unidad absoluta en la realidad o una «atracción general», como si de la fuerza de la gravedad se tratase. Pero la percepción planteaba una unidad de múltiples características, y, por lo tanto, la dialéctica entre la dependencia e independencia de las características de la entidad. Por ejemplo, la sal aparece como una unidad (como sal) de una multitud de características (blancura, dureza, forma…). Ahora el entendimiento eleva y supera esta contradicción al alcanzar una realidad unitaria superior, cuya comprensión se da en base al concepto, es decir, «esta unidad es su concepto como concepto». Es decir, la sal no se percibe, solo se perciben sus propiedades externas. Tampoco la unidad de estas propiedades la puede captar la percepción. La sal, el árbol o cualquier entidad unitaria, son pensadas, es decir, planteadas por el entendimiento en base a un concepto. Este concepto, y la unidad que implica, es la superación de la dialéctica entre la multiplicidad de propiedades y la unidad del objeto, que no se podía resolver en la percepción.

       Esta tensión entre las propiedades del objeto para el otro y su «autonomía» es llamada «fuerza» y su «exteriorización» es el «desenvolvimiento» de la materia. Aquí lo que se conoce es la exteriorización de una realidad, pero esta implica la existencia de esa realidad que se exterioriza (pero que no se conoce de manera directa). Ver la blancura, el ser cúbico y el sabor salado como exteriorizaciones de «algo», te hacen pensar que hay un «algo» que produce estas exteriorizaciones, aunque ese «algo» no se vea en sí mismo. Es decir, el resultado es ahora, por un lado, la realidad «en tanto que no-objetual o en tanto que el interior de la cosa».

       Por otro lado, se encuentra la conciencia que conoce al objeto y que aquí es un «ser reflejado en sí mismo o este ser superado de la exteriorización». Es decir, en los extremos de esta fuerza tenemos el «entendimiento» y el «interior de la cosa», y a través del «juego de fuerzas» se crea el «fenómeno, un todo de lo aparente». Pues todo objeto pensado requiere un sujeto que lo piense, y todo sujeto requiere un objeto que sea pensado. Por eso encontramos aquí por primera vez un elemento activo del pensamiento, que exterioriza la propia conciencia para conocer el objeto. Crea, por ejemplo, el concepto de árbol y lo aplica a una realidad que capta en el exterior.

       Esta conciencia conoce un objeto que se exterioriza mediante sus propiedades, igual que este le «solicita» que ella se exteriorice mediante sus conceptos, es decir, que salga de sí misma para conocer al objeto: «aquel tiene solo a través del otro su determinación y es solicitante solo en tanto que es solicitado por otro a ser solicitante». Surgen así dos fuerzas contrapuestas. Cada una de estas fuerzas no es ninguno de los dos extremos entre los cuales se forman, sino su exteriorización, pues estas no son elementos estáticos ni relaciones fijas, sino «la fuerza en tanto que real es solo por excelencia en la exteriorización, que a su vez no es nada más que una superación propia». Estas fuerzas, en todo momento en el entendimiento, pues «la verdad de la fuerza se mantiene entonces solo en el pensamiento de la misma».

       No obstante, la conciencia todavía «no se reconoce en aquel objeto reflejado» por lo que no se da la unidad de ambas exteriorizaciones, ya que el objeto «es un otro para ella y ella para un otro, todavía no sale en absoluto de su concepto». Estamos, de nuevo, ante una contradicción dialéctica. Pero ambos extremos están ya expuestos, y su superación ocurrirá cuando el objeto de conocimiento pase a ser la conciencia misma, con lo cual entramos en el terreno de la autoconciencia: «en tanto que ella finalmente es objeto para la conciencia, como aquello que es, así la conciencia es conciencia propia». Este será el próximo momento del desenvolvimiento del espíritu.

Puedes continuar leyendo Hegel (V) – La conciencia propia.

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