Simone de Beauvoir: la historia (II)

Simone de Beauvoir: la historia (II)

«Este mundo siempre perteneció a los varones» (EOS I, II, I).

          En los albores de la humanidad, la fuerza bruta del macho tenía una importancia superior a la actual para garantizar la supervivencia, pero los procesos biológicos femeninos seguían siendo igual de exigentes, además de mucho más peligrosos. El hombre nómada tiene unas capacidades que no tiene la hembra, pues esta sigue teniendo que pasar un embarazo, parir, sufrir la menopausia (véase Reflexiones sobre el feminismo (I): la realidad biológica)… En la sociedad nómada, por lo tanto, el hombre tiene (según Simone de Beauvoir) una superioridad objetiva.

          No obstante, cuando se asientan en un lugar y toman posesión de la tierra, es decir, en las sociedades sedentarias, la mujer adquiere una importancia sagrada. Ella crece en su interior a los hombres como el suelo hace surgir la simiente, algo desconocido quizás para el nómada, que veía la comida ya formada en los árboles. Movidos por la misma fuerza divina, la hembra y la tierra dan vida a través de un proceso donde el macho no pinta nada. Surge la conciencia de pasado y futuro, necesaria para cuidar las cosechas y, quizá, fruto de la observación de su evolución. Nace la conciencia de los ciclos de la naturaleza, en los cuales el macho no aparece, no juega ningún papel relevante. Ni siquiera son conscientes de su participación en la reproducción, ya que el embarazo no se concibe como una consecuencia de la actividad sexual y, menos aún, de la eyaculación del varón.

          Todos estos procesos están rodeados de un misticismo y un carácter mágico que se asociará con la mujer hasta nuestros días. En las manifestaciones feministas modernas vemos lemas que hacen referencia a estos poderes ocultos al conocimiento de los hombres, a esta capacidad de crear vida sin entender el cómo. En esta etapa de la humanidad, el misterio es más fuerte que el conocimiento, los humanos crean más en la oscuridad que en la luz. Surge el culto a Deméter, Gea, Isis, Lilit, Astarté, Pachamama, Sarasvati… Todas diosas primitivas, indómitas y creadoras.

          Pero el hombre desarrolla su propio destino. Dadas las características biológicas de ambos, se crea el esquema hembra-dentro/varón-fuera (véase Reflexiones sobre el feminismo (II): sistema hembra-dentro/varón-fuera), por lo que todo lo que se hace fuera del hogar (o la cueva) queda a cargo de estos, quienes conquistan y descubren el mundo, lo poseen, lo organizan… Se crea la sociedad bajo una mentalidad de dominio que busca apropiarse de la realidad (tanto la social como la natural) y controlarla. Aquí, la hembra es una propiedad, que o bien hace las veces de sierva del hogar, o bien sirve para intercambiarse a través de la institución del matrimonio. Así consigue el hombre imponerse a la magia de la mujer, igual que a la de la tierra y la naturaleza, a través de la técnica, la ciencia y la organización social. El orden se impone al caos primordial, la luz ilumina los rincones más oscuros, surgen entonces Zeus, Júpiter, Ra, Marduk, Shiva… Dioses planteados y explícitamente descritos como superiores a sus parejas. La mujer, recluida en el hogar, no participa de estas realidades, no domina la naturaleza, no se educa, no trabaja por un salario. Queda excluida de una sociedad que no le pertenece.

          La escritura surge en esta época, por lo que los primeros textos que nos llegan, los primeros mitos, ya manifiestan el carácter patriarcal de esta mentalidad. Y, más allá de la diferencia sexual, la mujer pasa a ser fuente del mal. Surgen Pandora y Eva. Especialmente explícito para entender la visión de la Biblia sobre la mujer es el libro de Ester, donde el rey Asuero quiere alardear de la belleza de su mujer, la reina Vasti, ante sus invitados, la cual se niega, haciendo que la desprecien, que le quiten el reinado y que avisen a todo el pueblo de los peligros de las mujeres:

Respondió Memukán en presencia del rey y de los jefes: «La reina Vastí no ha ofendido solamente al rey, sino a todos los jefes y a todos los pueblos de todas las provincias del rey Asuero. Porque se correrá el caso de la reina entre todas las mujeres y hará que pierdan estima a sus maridos, pues dirán: “El rey Asuero mandó hacer venir a su presencia a la reina Vastí, pero ella no fue”. Y a partir de hoy, las princesas de los persas y los medos, que conozcan la conducta de la reina, hablarán de ello a los jefes del rey y habrá menosprecio y altercados. Si al rey le parece bien, publíquese, de su parte, e inscríbase en las leyes de los persas y los medos, para que no sea traspasado, este decreto: que no vuelva Vastí a presencia del rey Asuero. Y dé el rey el título de reina a otra mejor que ella. El acuerdo tomado por el rey será conocido en todo el reino, a pesar de ser tan grande, y todas las mujeres honrarán a sus maridos, desde el mayor al más pequeño.»

Pareció bueno el consejo al rey y a los jefes, y el rey llevó a efecto la palabra de Memukán. Envió el rey cartas a todas las provincias, a cada provincia según su escritura, y a cada pueblo según su lengua, para que todo marido fuese señor de su casa (Ester 1:16–22).

          En el génesis babilonio, Marduk, un dios varón, se impone a Tiamat, diosa hembra, justo antes de que esta le devore y, a partir de sus restos, construye la sociedad (el cielo y la tierra), siendo así capaz de imponerse al sexo femenino que le amenaza y construir su reinado sobre sus cenizas. Posteriormente esclaviza a los seguidores de Tiamat, que se revelan, obligándole a crear los humanos para descargar sobre ellos (seres inferiores) las tareas de mantenimiento.

Marduk se armó con un arco y flechas y fue a buscar al ejército de monstruos de Tiamat, a quienes atacó con rayos y tormentas, hasta que quedaron ambos líderes a solas. Marduk la cogió entre sus redes, y cuando Tiamat abrió la boca para devorarle, él la llenó con el viento del mal y le disparó una flecha hasta el corazón. Cuando esta murió, cortó su cuerpo por la mitad, creando el cielo y la tierra, y poniendo guardias para que Tiamat no escapase. Marduk eliminó a los dioses que apoyaron a Tiamat, creando a los seres humanos para que se encargasen de las tareas que antes realizaban estos, como cuidar la tierra y adorar a los dioses (véase el génesis babilonio).

          Y con estas referencias, la sociedad sigue avanzando. En las primeras grandes civilizaciones la discriminación de la mujer se da al extremo en el mundo musulmán, el judío, los pueblos orientales, en Persia, algo menos en Egipto y es prácticamente inexistente en Esparta. Simone de Beauvoir analiza la situación de la mujer en Grecia y en Roma en detalle, concluyendo que en el primer caso sus miembros eran «profundamente misóginos» (EOS I, II, III) y en el segundo esta tenía el poder que le otorgaba la importancia de la familia en Roma, pero estaba subordinada al pater familias y excluida de la vida política.

          Surge entonces el cristianismo, tercer pilar (junto a Roma y Grecia) de la cultura Europea, que marcará la historia de occidente durante los próximos milenios y que «contribuyó considerablemente a la opresión de la mujer» (EOS I, II, IV). San Pablo, Tertuliano, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, Georgio VI, Santo Tomás y, en definitiva, todos los Padres de la Iglesia, entienden a la mujer a través del relato bíblico del génesis que la sitúa como fuente de todos los males del hombre:

«Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió» (Génesis 3:6).

          Esta mentalidad marca la situación de la mujer en la Edad Media, donde es usada como moneda de cambio a través del matrimonio, a la cual se le exige una fidelidad y una virginidad (muestra de su pureza como objeto de uso) y entendida como una propiedad del hombre, cuya superioridad se basa en la capacidad de defender su territorio en base a armas cuyo manejo requiere la fuerza bruta. No obstante, dentro de esta norma hay un par de excepciones o alivios parciales. En primer lugar, está el amor cortés que exalta la figura de la mujer, aunque sea para obtener un placer de ella; y, en segundo lugar, la situación de las mujeres en los sectores más desfavorecidos. Las mujeres de la corte están más oprimidas por el hombre que las campesinas, que viven en situación de práctica igualdad con su marido, siendo compañeros en la pobreza. Sin embargo, la situación general de la mujer es muy desfavorable:

«la mujer se casa sin su consentimiento, es repudiada en función de los caprichos del marido, que tiene sobre ella derechos de vida y de muerte; se la trata como una sierva. Está protegida por las leyes, pero porque es propiedad del hombre y madre de sus hijos» (EOS I, II, IV).

          A partir del siglo XVI la situación de la mujer está marcada por el recrudecimiento de la prostitución; la mujer soltera tiene derechos únicamente abstractos, quedando en la práctica excluida de la sociedad; las trabajadoras quedan tan oprimidas por la economía como los trabajadores, disminuye la población rural y campesina donde había cierto grado de igualdad; y entre los nobles y la incipiente burguesía la mujer es menospreciada. Solo las «santas» adquieren la dignidad de un hombre, como Santa Teresa de Ávila y Santa Catalina, favorecidas por su dedicación religiosa y por una época (el Renacimiento) centrada en el individuo y el éxito personal, que permitía celebrar los logros de los grandes individuos independientemente de su sexo.

          Estos pocos casos les sirven a los más progresistas como prueba de la capacidad de las mujeres en cualquier ámbito, siempre que se le den las mismas oportunidades que a los hombres. Además, surge la conciencia de la capacidad para destacar en ámbitos tradicionales, tanto dentro de la familia como a nivel cultural, aunque no dejan de ser minoritarias. Surge la actriz (era habitual que los personajes femeninos los representasen hombres), símbolo de una independencia personal que no altera el orden establecido, pues la actriz es propiedad, en cierto sentido, del que, literalmente, la dirige. No obstante también hay grandes ámbitos de represión, como son la educación somera que reciben y la vida religiosa que se les permite llevar (dista mucho la monja del cura).

          Los avances científicos y sociales de los siglos XVII y XVIII fomentan la idea de la igualdad entre sexos: la anatomía no revela diferencias significativas que otorguen privilegios a un sexo sobre el otro, el ideal democrático se extiende a las mujeres. No obstante, con la llegada de la Revolución Francesa la situación de la mujer apenas cambia: «esta revolución burguesa fue respetuosa con las instituciones y los valores burgueses; la hicieron los hombres de forma prácticamente exclusiva» (EOS I, II, V). La máxima expresión de ello son las declaraciones de derechos universales, que se refieren al «hombre y al ciudadano» [l’homme et du citoyen], lo cual no es solo una cuestión lingüística, pues esta no trata los problemas específicos del momento respecto a la igualdad entre hombres y mujeres (algo que si hace la contradeclaración de Olympe de Gouges, sobre los derechos de «la mujer y la ciudadana» tales como la igualdad o las garantías jurídicas, la cual fue sentenciada a muerte por escribirla).

«[se] exhorta al esposo a mantenerla muy atada si quiere evitar el ridículo del deshonor. Tiene que negarle instrucción y cultura, prohibirle todo lo que le permitiría desarrollar su individualidad, imponerle ropa incómoda, empujarla a seguir un régimen de hambre. La burguesía sigue este programa con exactitud; las mujeres están sometidas a la cocina, al hogar, sus costumbres están celosamente vigiladas; están encerradas en los ritos de una forma de vida que obstaculiza toda tentativa de independencia» (EOS I, II, V).

          Con el surgimiento de la Revolución Industrial, la mujer se incorpora a las fábricas y se libera del hogar. Comienza a participar en el desarrollo de en un mundo donde la producción estructura la sociedad y determina el estatus y la vida de los individuos. Pero esta también les esclaviza, independientemente de su sexo, aunque ellas lo sufren más, porque se suma a las discriminaciones tradicionales de género: «a principios del siglo XIX, la mujer estaba explotada de forma más vergonzosa que los trabajadores del otro sexo» (EOS I, II, V). Se recrudece más que nunca la situación femenina, pues junto con su papel reproductor y todo el desgaste físico que conlleva, tiene que sumarse a la obligación (social y económica) de trabajar en una fábrica en sistemas donde todavía no se había regulado apenas el trabajo y donde, además, se minusvaloraba a la mujer, por no hablar de que, por supuesto, el desgaste físico propio de los procesos por los que pasa la hembra no se tiene en consideración en las primeras regulaciones del trabajo. Esta trabajaba más y cobraba menos, en muchos casos obtenía un sueldo insuficiente para sobrevivir.

          A finales del siglo XIX ocurre un hecho fundamental para la liberalización de la mujer: los controles de natalidad. Los métodos anticonceptivos que habían sido inexistentes, ineficaces y condenados moralmente, ahora permiten una planificación familiar y liberan a la mujer de la crianza continua a la que estaba sometida anteriormente. Así esta consigue un mayor grado de libertad (que es lo que Simone de Beauvoir analiza), aunque quede mucho por hacer para conseguir la igualdad con el hombre: «al parecer, se ha ganado la partida. El futuro solo puede conducir a una asimilación cada vez más profunda de la mujer a la sociedad que antes era masculina […] el periodo que atravesamos en un periodo de transición» (EOS I, II, V).

          Pero para alcanzar una auténtica liberación y una igualdad enre sexos hay que ir a niveles más profundos que la mera libertad que otorga la tecnología, especialmente respecto a la visión generalizada sobre la «esencia de la mujer», es decir, los mitos que rodean su figura, que surgen de la realidad biológica y psicológica de la mujer junto con el desarrollo histórico de la humanidad. Estos mitos siguen vigentes actualmente, prácticamente intactos, y configuran el «eterno femenino» en el que se fundamenta la alteridad de la mujer.

Citas: El otro sexo Volumen, Parte, Capítulo

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