Capítulo VII: El nuevo hogar

Capítulo VII: El nuevo hogar

‒¿Qué hacemos aquí, Pablo? ‒preguntó Íñigo.

‒Tranquilo, ya falta poco ‒respondió este.

       Tenía una sorpresa para Juan Carlos e Íñigo, que había guardado con mucho celo los últimos meses. Hoy, por fin, iba a desvelarles el secreto, por lo que estaba expectante, pero no quería adelantar acontecimientos. Prefería no decirles nada, tenían que verla. Así, quizás, se convencerían de que había sido una buena idea. Juan Carlos estaba serio, no le gustaban las sorpresas, mientras que Íñigo parecía más incómodo que interesado. No acostumbraba a moverse por «los pueblos de la A-6», como él los llamaba. Tampoco solían hacer campaña por esta zona (era un nido de fachas), por lo que no sabía qué podía ser tan importante para Pablo como para llevarles hasta aquí.

       La sierra de Madrid se veía en el horizonte, y nada más salir de la autopista empezaron a recorrer carreteras secundarias entre zonas de campo. Las casas de lujo se levantaban entre urbanizaciones más humildes, cuando Pablo aparcó el coche en una calle cualquiera de vete tú a saber dónde. Bajaron los tres en silencio, y Pablo les condujo a través de la puerta exterior de un chalet que estaba abierta para la ocasión, esperándoles. Entraron en un jardín relativamente grande pero cuidado a la perfección, en medio del cual se levantaba una casa de ensueño, cuya cristalera frontal estaba siendo limpiada por una mujer joven que, incluso de espaldas, les resultaba conocida.

‒Bienvenidos a casa ‒dijo Irene, dándose la vuelta con una sonrisa de oreja a oreja mientras se quitaba los guantes de poliuretano.

       Íñigo se quedó en shock, abriendo los ojos por la impresión, y Juan Carlos apartó la mirada en gesto de desaprobación, dejando escapar un resoplido. Pablo trató de disimular los nervios fingiendo una sonrisa e invitándoles a pasar al interior. Mientras les enseñaba las distintas habitaciones, Íñigo, sabiendo que estaba haciendo una pregunta obvia pero inevitable, dijo:

‒¿Te-te has comprado esto? ‒dijo señalando alrededor con ambas manos y mirando hacia todos lados‒. Joder, Pablo… Joder…

       Juan Carlos no había dicho nada en todo el tour, aunque miró con cierto recelo a la piscina, frente a la cual Irene servía unas albóndigas en salsa en una mesa de madera maciza que hacía del jardín un merendero.

‒Venga, señoros, a comer ‒dijo Irene sin perder la sonrisa.

       Cuando se sentaron en la mesa, Íñigo estaba pálido, Juan Carlos seguía serio e Irene parecía reírse de la situación. Sabía que les iba a escandalizar la noticia. Ya ves tú. Pablo, que había evitado hacer la pregunta que justificaba la visita de hoy, así como todo el secretismo de los meses anteriores, decidió que no podía retrasarla más:

‒Bueno, ¿qué os parece?

       Íñigo no sabía por dónde empezar, pero Juan Carlos, que todavía no había hablado desde que se subieron al coche, se le adelantó:

‒A ver, vamos por partes ‒dijo, poniéndose en modo analítico‒. ¿Qué os ha costado?

       Pablo e Irene intercambiaron una mirada cómplice, como pidiéndose permiso el uno al otro.

‒A ver ‒dijo Pablo‒, oficialmente, 600.000 euros.

‒A bueno ‒dijo Monedero‒. Bueno, no es pa tanto, no es tanto –se quedó pensativo unos momentos y, tras una pausa, añadió‒: Y, ¿extraoficialmente?

‒Un millón doscientos ‒dijo Pablo secamente.

       Íñigo se levantó de la mesa, resoplando y llevándose las manos a la cabeza.

‒¿Pero qué estás haciendo, Pablo? ‒dijo mientras empezaba a andar nervioso de un lado para otro en el amplio jardín‒ No me lo puedo creer. ¿Qué… qué sentido tiene? Es que no lo entiendo…

‒¿Qué no entiendes, Íñigo? ‒preguntó Irene.

‒No entiendo que hagáis esto ahora, estando en el punto de mira de todo el mundo, sabiendo lo que nos estamos jugando ‒dijo Íñigo andando de un lado para otro‒. Esto nos afecta a todos. Además, ¿no estabais a gusto en Vallekas?

‒Vallekas está muy bien, Íñigo ‒dijo Pablo, acercándosele y poniéndole una mano en el hombro para tranquilizarle‒. Pero ahora queremos algo mejor para nuestros hijos.

‒Claro, piensa en los niños ‒dijo Irene mientras se ponía la mano en el vientre.

‒¿«Mejor»? ‒repitió Íñigo, indignado‒ ¿Queréis algo «mejor»? Y, ¿qué pasa con los pobres que no pueden comprarse algo «mejor», Pablo? ¿Qué se pudran en sus barrios de pobres? ‒dijo, cada vez más nervioso‒. Os habéis convertido en el típico caso de socialista con poder que se convierte en casta… ¡Con lo que les hemos criticado, Pablo!

       La conversación amenazaba con continuar violentándose cuando intervino Juan Carlos. Su inteligencia y su autoridad siempre había sido fuente de admiración para los demás, por lo que le hicieron caso y se sentaron ambos de nuevo. Entonces, dijo:

‒A ver, no es tan malo como parece, Íñigo ‒dijo Juan Carlos‒. Se puede salvar. ¿Decís que oficialmente os ha costado 600.000 euros, ¿no? Filtramos esos documentos y nos hacemos los tontos. Cuando nos pregunten, hacemos cuentas. ¿Cuántos años lleváis trabajando?

‒Yo tres años ‒dijo Irene‒. Desde que entré en el partido.

‒Yo llevo un par más ‒añadió Pablo‒. Aunque con el sueldo de profesor adjunto poco podía ahorrar… Ya sabes.

‒Bueno, pues decimos que habéis pedido dinero a vuestros padres ‒dijo Juan Carlos‒, que para algo llevan toda la vida trabajando. Y que con la hipoteca que os queda pagáis menos que con un alquiler en el centro de Madrid.

‒¡Pero es que eso es mentira! ‒dijo Íñigo‒. Ningún banco daría una hipoteca con un tipo de interés tan bajo…

‒Que no hombre, Íñigo, no te enfades ‒dijo Juan Carlos, sonriendo ahora que veía el asunto teóricamente solucionado‒. Con el secreto bancario eso no lo va a poder comprobar nunca nadie. Mira, decimos que os habéis visto obligados a esto por la falta de intimidad que teníais antes, criticamos a los que hablen del asunto diciendo que es una intromisión en vuestros asuntos privados y…

‒Y además ‒dijo Pablo, que ya le había dado vueltas al asunto‒, que es dinero ganado honradamente y gastado en nuestra vida privada. A los políticos hay que criticarles por sus políticas, no por lo que hagan en su vida privada.

‒Claro, normalizar y defenderse, que es más fácil que atacar ‒dijo Juan Carlos‒. Incluso, si somos inteligentes, podemos usar esta noticia a nuestro favor.

‒Bueno, bueno, bueno… ‒dijo Íñigo, que seguía pálido‒. Yo no tengo nada más que decir. Si vosotros lo tenéis claro, es asunto vuestro. Vuestro, y nada más. Yo me desentiendo de esto.

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