El descubrimiento de la luz (II): velocidad

El descubrimiento de la luz (II): velocidad

diciembre 27, 2020 1 Por Alberto Buscató Vázquez

       Desde la antigüedad, se había creído que la luz tenía una velocidad infinita o que era una característica de los cuerpos que no necesitaba transmitirse por el espacio. No obstante, Galileo observó que los rayos parecían propagarse desde su parte superior hacia sus extremidades, llevándole a pensar que la luz tenía una velocidad finita que se podría medir: «de estas luces distinguimos el principio, digamos su cabeza y fuente, en algún lugar concreto tras las nubes, pero inmediatamente se sigue su amplísima expansión a los lugares circundantes, lo que me parece un argumento de que requiere cierto tiempo» (2NC, PJ). Y, para medir su velocidad, repitió el experimento que había desarrollado con éxito para el sonido, esta vez, con la luz:

       «Cojan dos personas una lámpara cada uno, la cual, estando dentro de una linterna u otro receptáculo, pueda ser tapada y destapada con la interposición de la mano, a la vista del compañero […] muéstrese y ocúltese la luz a la vista del compañero, de tal manera que cuando uno vea la luz del otro, inmediatamente descubra la suya [… ahora] pónganse estos dos mismos compañeros con sus lámparas a una distancia de dos o tres millas» (2NC, PJ).

       Pero no obtuvo ningún resultado concluyente, «no he podido asegurarme si verdaderamente la aparición de la luz es instantánea, pero si no es instantánea es velocísima, diría que momentánea» (2NC, PJ). Quizás hiciesen falta distancias más grandes, que la luz tardase un tiempo significativo en recorrer. Y, gracias a la recién invención del telescopio, las distancias astronómicas ahora se podían observar mejor que nunca. Ole Rømer estudió y observó durante años a Io, el satélite de Júpiter que más cerca se encuentra del planeta y que, por lo tanto, mayor velocidad tiene (cada «42 horas y media aproximadamente, que este satélite tarda en hacer una revolución» (Rømer, 1676). Concretamente, Rømer estudió sus eclipses: cada vez que el satélite pasaba por la sobra de Júpiter quedaba eclipsado, apareciendo de pronto ante la vista de un telescopio cuando salía de esta sombra. El movimiento de este satélite y su regularidad eran ya conocidos, por lo que estos eclipses se podían predecir, hasta el punto de que lo que Rømer estaba buscando era crear un reloj astronómico para los marineros (dada la regularidad de los fenómenos astronómicos, los eclipses de Io se podrían usar para saber la hora por la noche en medio del mar, y así ayudar a los marineros a conocer su latitud). Pero había algo raro: Io parecía salir de su eclipse en función a la posición de la Tierra respecto a Júpiter, tardando un poco más cuando la Tierra está lejos y menos cuando está cerca.

       Y la explicación no tardó en llegar: «esta desigualdad se debe al retraso de la luz» (Rømer, 1676). En el siguiente dibujo, A representa al Sol; B, a Júpiter; D y C al ancho de su sombra; y LKEFGH puntos de la órbita de la Tierra. Cuando la Tierra está en L, la luz que Io recibe del Sol al salir de la sombra de Júpiter tiene que recorrer la distancia DL para llegar a la Tierra. Cuando esta está en K (varios meses después), la distancia a recorrer es DK, por lo que el eclipse se observa ligeramente más tarde cuando la Tierra está en K que cuando está en L. Lo contrario ocurre en F-G, tardando la luz menos en llegar a G que a F.

Esquema original de Ole Rømer explicando las distancias entre Io al salir del eclipse producido por la sombra de Júpiter y la Tierra en distintos puntos del año.

       Y estas distancias (LK y FG) son bastante considerables («al menos de 210 diámetros terrestres» (Rømer, 1676)) por cada eclipse de Io, mucho más de lo que separaba a Galileo y su ayudante, hasta el punto de ser una diferencia sensible, medible por los instrumentos de la época:

       «es manifiesto que si la luz requiere un tiempo para atravesar el intervalo LK, el satélite será visto más tarde de vuelta en D […] se retardará tanto tiempo como la luz requiera en pasar de L a K» (Rømer, 1676).

       Aunque Rømer no calculó la velocidad de la luz, sus observaciones mostraban que esta no era infinita, aunque pudiese ser inmensa. Pero también aportaban los datos necesarios para hacer ese cálculo: «una razón de 22 minutos por todo el intervalo HE» (Rømer, 1676), los cuales fueron desarrollados por Huygens:

       «suponiendo que el diámetro de la órbita terrestre no sea más de 22 mil diámetros terrestres, que parece que son atravesados [por la luz] en 22 minutos, esto hace mil diámetros en un minuto o 161 diámetros en un segundo o un pulso, que son más de mil cien veces cien mil toises [214,393,994 metros por segundo]» (Huygens, TL).

       Con este resultado obtenemos que el tiempo que la luz habría tardado en recorrer la distancia que separaba a Galileo de su ayudante son 7,5 millonésimas de segundo (non instantanea, ma ben momentanea). Independientemente de la precisión de este resultado, mostró que la velocidad de la luz no era infinita, y fomentó la investigación de la luz a distintos niveles, incluyendo la influencia del medio en el que la luz se debía mover, sobre dicho movimiento. Y es que durante el siglo XIX se había planteado que distintos fenómenos se mueven a través de distintos campos que ejercen una influencia sobre el fenómeno en cuestión (por ejemplo, el campo magnético y el eléctrico). Desde la más remota antigüedad se creía en la existencia del llamado «éter», un campo en el que los objetos más divinos y elevados se moverían. Y al determinar la velocidad de la luz con precisión, se abrieron las puertas al estudio de la influencia del «éter luminoso» sobre esta. Eso es lo que se propusieron Michelson y Morley, para lo cual diseñaron un experimento basado en la interferencia de la luz, es decir, dividían un haz de luz en dos mitades que se dirigirán con un ángulo de noventa grados hacia dos espejos que los devolverían al punto de partida, desde donde saldrían hacia un detector. Aquella mitad del haz de luz que se dirigiese contra el éter luminoso se vería retrasada e interferiría con la otra mitad del haz, que al moverse perpendicularmente al éter no se vería retrasado.

Esquema del dispositivo usado por Michelson y Morley para medir la influencia del éter luminífero en la velocidad de la luz. El que quizás sea el resultado negativo más importante de la historia de la ciencia.

       Pero el resultado fue negativo. No se percibía ninguna interacción, como si la luz se moviese al margen del éter luminoso: «el auténtico desplazamiento, podemos concluir, no era ciertamente una parte entre veinte, y probablemente ni siquiera una de cuarenta, de la teórica» (MM). Más allá, la velocidad de la luz no era únicamente constante respecto al medio en el que se movía, sino también respecto a la velocidad de la fuente que la emitía. De Sitter muestra en base a la observación de sistemas dobles espectroscópicos de estrellas (cuando dos estrellas aparecen en el cielo como una sola, aunque por espectroscopia se detecta que son dos, normalmente porque ambas giran una alrededor de la otra y, por lo tanto, están muy cerca), que la velocidad de propagación de la luz no dependía de la velocidad del cuerpo que la emitía: «la velocidad de la luz es independiente del movimiento de su fuente» (de Sitter, 1913), y las teorías de Lorentz sobre el electromagnetismo y la óptica muestra que la velocidad de la luz en el vacío siempre es la misma, independientemente del sistema de referencia. Para explicar los fenómenos electromagnéticos, Lorentz tuvo que proponer una serie de transformaciones de las dimensiones espacio-temporales, entre las cuales se habla del «tiempo local» de los fenómenos frente al «tiempo universal»:

       «Ahora, para simplificar las ecuaciones, las siguientes cantidades deben ser consideradas como variables independientes:

      La última de estas es el tiempo, calculado en un instante que no es el mismo para todos los puntos del espacio, sino que depende del espacio que deseemos considerar. Deberíamos llamarlo tiempo local, para distinguirlo del tiempo universal t» (EOP).

       Pero no sería hasta Einstein que estos fenómenos quedarían finalmente explicados.

Citas:

  • 2NC, PJ: Galileo Galilei. Discurso y demostraciones matemáticas en torno a las dos nuevas ciencias. Primera jornada. 1638.
  • Rømer, 1676: Ole Rømer. Demonstration touchant le mouvement de la lumiere trouvé par M. Rømer de l’Academie Royale des sciences. 1676.
  • TL: Christiaan Huygens. Traite de la lumiere. Capítulo 1. 1690.
  • MM: Michelson and Morley, 1887, On the relative motion of the Earth and of the luminoferous ether.
  • de Sitter: Willem de Sitter. A proof of the constancy of the velocity of light. 1913.
  • EOP: H. A. Lorentz. Simplified Theory of Electrical and Optical Phenomena in Moving Systems.
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