Isaac Newton (II): La gravedad universal

Isaac Newton (II): La gravedad universal

noviembre 6, 2020 3 Por Alberto Buscató Vázquez

Teoría universal de la gravedad

       Tras asentar los fundamentos de la mecánica, Newton explica los movimientos de los astros recurriendo a la fuerza de la centrípeta (necesaria para justificar el cambio del movimiento rectilíneo uniforme de los cuerpos celestes a los cuales tenderían por inercia), que contrapone a la centrífuga. Según esta última, los cuerpos celestes tenderían a salir despedidos del centro, pero estarían en equilibrio por chocar contra una especie de límite que constituye la esfera en la cual se mueven, lo que corresponde con la teoría de los vórtices de Descartes y a la teoría de las esferas de Aristóteles.

       Newton rechaza estas teorías, planteando la existencia de una fuerza atractiva, la fuerza de gravedad: «Uso la palabra “atracción” en un sentido general para referirme a cualquier intento de cualquier cuerpo de acercarse a otro, sea debido a su atracción mutua o actuando uno sobre el otro a través de espíritus emitidos o surja por la acción del éter o del aire o de cualquier medio, corpóreo o incorpóreo» (P, libro I: sección XI). Esta fuerza sería atractiva y actuaría proporcionalmente al cuadrado de la distancia entre dos centros de masa de los dos cuerpos atraídos: «un corpúsculo situado en el exterior de una esfera es atraído con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia del corpúsculo al centro de la esfera» (P, libro I: sección XII) y «una esfera atraerá a cualquier otra esfera homogénea con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre sus centros» (P, libro I: sección XII).

       Esta teoría de la gravedad plantea la existencia de una fuerza que actúa a distancias inmensas, sin intermediario y sin ningún mecanismo explicativo, lo que hizo que muchos pensadores de la época le tachasen de animista. Y es que dar un nombre a una fuerza misteriosa no tendría mayor relevancia de no ser por la capacidad que esta tenía para calcular los movimientos de los cuerpos. De hecho, curiosamente, valdría para todos los cuerpos. Newton dedujo de los datos astronómicos que esta fuerza era igual para todos los planetas (siempre que se aceptara el sistema copernicano), tanto en dirección (hacia el centro de la órbita) como en intensidad (inversamente proporcional a la distancia). Y, dado que «No deben admitirse más causas de las cosas naturales que aquellas que sean verdaderas y suficientes para explicar sus fenómenos» (P, libro III: reglas) esta sería en todos los casos la misma fuerza. Pero, además de los demás planetas, y este hecho justifica la trascendencia histórica de Newton y los elogios de Edmun Halley en el frontispicio de los Principia, al calcular el valor de esa fuerza para la Luna respecto a la Tierra, obtuvo que esta recorrería 15 1⁄12 pies parisinos en un minuto y «con esa fuerza descienden de hecho los graves en la Tierra» (P, libro III: proposición IV). Y voilá.

       Es decir: «la fuerza con la cual la Luna es retenida en su órbita si descendiera hasta la superficie terrestre, resulta igual a la fuerza de la gravedad entre nosotros» (P, libro III: proposición IV). Las pequeñas diferencias que se observan en uno y otro caso se deben a la distancia de la Luna respecto a la Tierra en comparación con la de los graves terrestres. Si una pequeña Luna girase alrededor de la Tierra rozando las cumbres más altas, al quedar desprovista de su giro, caería como caen los cuerpos desde dichas cumbres (ejemplo dado por Newton). Dicho de otra forma, si tirásemos un trozo de una roca desde la Luna hacia la Tierra (ignorando la gravedad de la propia Luna), esta caería con la misma velocidad y aceleración con la que caería la mismísima Luna.

       Esto implica que la fuerza que mantiene al universo cohesionado no es, por lo tanto, la naturaleza del éter ni el movimiento propio de los cuerpos celestes ni una mente cósmica, sino la fuerza de la gravedad, es decir, la que se usaba para hacer referencia a la caída de los cuerpos (los graves) en la superficie terrestre: «ambas fuerzas, estas de los cuerpos graves y aquellas de las lunas, [tienden] al centro de la Tierra y [son] semejantes entre ellas [… por lo que] tendrán la misma causa» (P, libro III: proposición IV). De hecho, esta fuerza había sido llamada centrípeta durante todo el libro (es decir, la que haría que los planetas se dirijan hacia el centro de otros cuerpos celestes), pero ahora se ha descubierto que esta fuerza es la de la gravedad, que explica tanto la caída de los objetos sobre la superficie terrestre como el movimiento de los cuerpos celestes en el espacio. Nace un nuevo sistema del mundo.

Resultados

       Definir la gravedad como una fuerza común a los cuerpos terrestres y a los astros asienta un cambio de paradigma basado en la igualdad entre la naturaleza del mundo supralunar y el sublunar. Pero, además, abre una puerta que permite la explicación de un sinfín de observaciones y fenómenos hasta el momento incomprensibles, además de dar las bases para una cosmovisión que permitirá el desarrollo de una infinidad de teorías que nos permitan profundizar en su conocimiento, así como en su exploración y su control. El teorema más importante que se deduce de esta visión de la gravedad es que la fuerza de la gravedad es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre los cuerpos.

       Pero, además, sin salir del despacho del autor, esta teoría le permitió dar la causa de un fenómeno hasta entonces inexplicable, pero enormemente discutido, que incluso el propio Galileo explicó equivocadamente: las mareas, («El flujo y reflujo del mar proceden de las acciones del Sol y de la Luna» (P, libro III: proposición XXIV)). También pudo explicar las perturbaciones de la Luna (que se deben a la atracción gravitatoria del Sol); «hallar la distancia de la Luna a la Tierra a partir del movimiento horario de la Luna» (P, libro III: proposición XXV); calcular los pesos de los diferentes planetas, pues «los perímetros de los planetas que orbitan son […] directamente proporcionales a los diámetros de sus órbitas e inversamente al cuadrado del período» (P, libro III: proposición VIII) así como su cantidad de materia y su densidad; entender las «perturbaciones» en la órbita de Saturno, que se deben a la acción de Júpiter, así como los pequeños movimientos del Sol; justificar el achatamiento de la Tierra por los polos; las perturbaciones en el cometa Halley…

       También permitió deducir (a priori) la conclusión ya conocida, pero inducida a partir de los fenómenos (a posteriori), de que «los planetas se mueven en elipses que tienen un foco en el centro del Sol, y con radios trazados a dicho centro describen áreas proporcionales a los tiempos» (P, libro III: proposición XIII). De ahí que Newton, al descubrir la universalidad de la gravedad, elaborase un «sistema del mundo» [mundi systemae]. No obstante, el universo es mucho más complejo de lo que cualquiera podría imaginar, y sin salir de los Principia encontramos muestras de ello. Uno de los cálculos de Newton hacen referencia al movimiento de los ápsides de los planetas (y satélites), los cuales se habían observado, pero no se habían explicado hasta este momento, para lo cual propone la existencia de una fuerza extraña [vis extranea] que «inversamente proporcional al cubo de su distancia común» (P, libro I: proposición 44) y que no modifica la velocidad radial. Y al aplicar las ecuaciones de Newton al movimiento de los ápsides de la Luna, se encuentra que: «el avance del ápside de la Luna es el doble del calculado» (P, libro I: proposición XLV).

Representación del movimiento del ápside de la órbita de un astro cualquiera (A).

       Quizás fuese la creencia sobre el carácter absoluto del tiempo y el espacio lo que impidió a Newton explicar adecuadamente estos fenómenos. Pero, para ello, tendrán que pasar varios siglos:

       «El tiempo absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación a algo externo, fluye uniformemente. […] El espacio absoluto, por su naturaleza y sin relación a cualquier cosa externa, siempre permanece igual e inmóvil» (P, definiciones).

Citas: Isaac Newton. Principios matemáticos de la filosofía natural. 

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