La crisis de la biología teórica

La crisis de la biología teórica

febrero 23, 2020 3 Por Alberto Buscató Vázquez

     La biología es una disciplina empírica. Como tal, los conceptos que utiliza, («vida», «ser vivo», «organismo», etcétera) son posteriores a la observación y buscan explicar una serie de fenómenos que ya se conocen, y se entienden a nivel intuitivo, aunque no se sepan explicar científicamente. Primero se observan las células o los virus, se entiende que están vivos, más o menos, y luego se piensa: ¿esto qué es exáctamente?

     No todas las disciplinas funcionan así. A la geometría le importa un carajo si has visto un triángulo en el mundo real o no, y te explica sus propiedades sin que la experiencia tenga que dar cuenta de ellas. Los matemáticos y físicos trabajan con espacios y dimensiones que la mente humana no puede percibir, y difícilmente comprender del todo, pero ahí están.

     Esto hace que las disciplinas teóricas puedan predecir descubrimientos, como el bosón de Higgs o el electrón, que se pensaron o se supusieron antes de encontrarlos en el mundo real. La materia oscura no se ha visto (de ahí su nombre), pero tiene que existir. O, al menos, las especulaciones apuntan en esa dirección. No obstante, la biología no puede hacer eso. Su objeto (la vida) es accidental, azarosa y caótica, lo que la hace inesperada y convierte a la biología teórica en una ciencia a posteriori.

     Quizás por ello las revoluciones biológicas se han sucedido tradicionalmente tras las físicas, las cuales han ido de la mano de los cambios en el pensamiento filosófico. Se han necesitado siglos para acomodar a nivel teórico los descubrimientos biológicos de una época. Y ahora estamos igual.

¿Qué es un organismo? I: el movimiento propio

     El primer concepto significativo de «ser vivo» o «vida» en la historia de la filosofía occidental lo encontramos en Aristóteles, en De anima, esto es, el tratado Acerca del alma, entendiendo esta como «movimiento» o «actividad». Tras la conocida definición del alma como «entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida» (libro II, cap. I), Aristóteles define una serie de movimientos o capacidades de los seres vivos. El movimiento propio, es decir, la capacidad de moverse a uno mismo, era la muestra del alma, el reflejo de la vida, entendida como facultad que permite llevar al acto una potencia.

     Por lo tanto, están vivos no sólo los animales y los hombres (considerados distintos y superiores a estos), sino también las plantas y, claro, los cuerpos celestes. Para los griegos, los planetas, las estrellas y los satélites eran cuerpos divinos en movimiento, dioses que vivían en el éter del mundo supralunar. Según Platón, el cosmos es el caso más paradigmático de ser vivo, ya que parecen inalterables, pues durante generaciones y generaciones se mantienen incorruptibles; se mueven a sí mismos; son esferas perfectas y luminosas… Sin telescopios ni observaciones tan precisas como hay actualmente, ¿no parece… obvio?

«[entonces] fueron engendrados todos los cuerpos celestes que en sus marchas a través del cielo alcanzan un punto de retorno, para que el universo sea lo más semejante posible al ser vivo perfecto e inteligible en la imitación de la naturaleza eterna» (cp. Timeo, 38e-40a).

     Durante casi dos milenios esta teoría se mantuvo en el pensamiento europeo, árabe y judío, hasta el punto de que Maimónides pensaba que las plantas no eran seres vivos, pero el cielo sí…

«si ves a lo lejos una cosa, y te dicen que es un ser viviente, te habrán dado a conocer un atributo del objeto que ves, y […] te bastará para entender que no se trata de un mineral o de una planta» (Maimónides, Guía para perplejos, cap. 58).

¿Qué es un organismo? II: seres autoorganizados

     No obstante, a principios del siglo XVII Galileo construye «por primera vez» un telescopio y apunta hacia los astros con él. Entonces observa que la luna tiene cráteres y montañas, que el sol tiene «manchas», por no hablar del descubrimiento de Tycho Brahe años antes de una nueva estrella (lo que ahora llamaríamos una supernova). La bóveda celeste no era divina ni inalterable, sino que se parecía mucho a la tierra, cambiaba, tenía relieve e imperfecciones. La luna no es un dios luminoso animado por un alma divina, es una roca grande. Igual que los demás planetas.

     Esta es, quizás, la aportación más valiosa de Galileo a la mentalidad moderna, y lo mismo ocurre con Newton, quien medio siglo más tarde demostraría que la luna, el sol y el resto de estrellas se mueven en base a las mismas leyes que gobiernan el movimiento de las piedras de tu jardín. Porque no son más que piedras muy, muy grandes.

Dibujos de la luna de Galileo Galilei.

     Entonces fuimos conscientes de que el concepto de «ser vivo» no parecía adaptarse muy bien a esta realidad. Las observaciones empíricas ya se habían realizado, pero todavía no había concepto que las recogiese en un paradigma adecuado. No será hasta un par de siglos más tarde cuando se formule un concepto de organismo basado en la autoorganización que, entre otros, es planteada por Kant: «seres organizados y autoorganizados» (Kant, Crítica del juicio, cap. 65). Esto explicaba por qué los animales, los hombres y las plantas son seres vivos, pero por qué los planetas no lo son, aunque se muevan: porque no se organizan a sí mismos.

     Esta teoría fue suficiente para soportar (y apoyar) un descubrimiento que se produjo pocas décadas después: la teoría celular. Las células son seres vivos porque se organizan a sí mismas. Es más, a pesar de sus similitudes a grandes rasgos con los cristales, que son estructuras superorganizadas capaces de crecer y de incorporar a su estructura material del exterior, no son seres vivos porque (se pensaba) no se organizan a sí mismos, necesitan una intervención externa.

¿Qué es un organismo? III: nuevas perspectivas

     No obstante, durante los siglos XIX y XX se producirán tres descubrimientos que no quedarán explicados por el concepto de organismo basado en la autoorganización: la teoría de la evolución, con Darwin como máximo representante; el surgimiento de la biología de sistemas, de Humboldt, Warming o Swallow Richards; y el descubrimiento del mundo subcelular, incluyendo los orgánulos, las proteínas, los genes… Estas disciplinas mostraron que los organismos no solo se autoorganizan, sino que también evolucionan y están orientados a esa evolución, contribuyen a un ecosistema y dependen de él, están formados por unos genes y son los encargados de mantenerlos y trapasarlos. Pero, además, ninguna de estas tres realidades queda explicada satisfactoriamente por el concepto de «organismo» o «ser vivo» de finales del siglo XVIII.

     ¿Es un virus un «organismo»? ¿Está vivo? ¿Un virus se organiza a sí mismo? Prácticamente no se mueven… son movidos por fuerzas externas hasta que van a parar a una célula que pueden infectar y actúan, para lo cual lo primero que hacen es destruirse a sí mismos introduciendo así su ADN (o lo que tengan) en la célula huésped. De este material genético saldrán otros virus y así pervive la enfermedad, pero el virus individual… ¿Vive? ¿Crece, nace, se reproduce o muere? ¿Se organiza a sí mismo? No exactamente… pero tampoco es una piedra inerte.

     Y, ¿qué ocurre con las especies, en tanto que especies? El ser humano, como especie, independientemente de los seres humanos concretos, ¿es un ser vivo? Los seres individuales seríamos sus partes, esenciales para su supervivencia a través de los milenios, evolucionando poco a poco hasta dar lugar a otros seres vivos (es decir, a otras especies). En ese sentido la especie se organiza a sí misma, disponiendo individuos con todas las facultades para sobrevivir y para reproducirse, dando lugar a otros individuos que forman la especie. Pero, ¿cómo puede un ser vivo ser una realidad tan difusa e impersonal? ¿Muere la especie cuando evoluciona, dando a luz a una especie nueva?

     Y, ¿qué ocurre con los sistemas biológicos complejos, como los bosques, los mares o la tierra en sí misma? ¿Está «la tierra», como planeta, viva? ¿Lo está un bosque? ¿Y una sociedad? ¿Y una colmena? Tal y como las células forman un árbol, los árboles forman un bosque. Las células mueren, no sin antes dar paso a células nuevas (de una forma o de otra) que mantengan la estructura autoorganizada que es el árbol, igual que los árboles dan lugar a nuevos individuos que mantienen el bosque. E igual que el árbol tiene un límite y acaba muriendo, así lo hacen los bosques, aunque su vida sea de decenas o cientos de miles de años. Piensen en la reciente muerte (o «asesinato») del Mar Menor… También nacen bosques como tal, así como desiertos o ciénagas, selvas, pueblos, ciudades, administraciones…

Este video, con más valor estético que carga científica, versa sobre la hipótesis Gaia.

Hacia una nueva definición de «organismo»

     No estamos acostumbrados a pensar en organismos complejamente superiores a nosotros, quizás por el sesgo judeocristiano que pone al hombre como cúspide de la creación. Todo lo juzgamos en base a nuestros propios parámetros, de tal manera que el concepto de «organismo» que siempre hemos usado ha sido, más o menos, aplicable al humano y a realidades similares o inferiores a él. Así, los organismos son siempre entidades corpóreas concretas, que viven unos pocos años, que se mantienen y se organizan a sí mismos…

     No obstante, la secularización de los últimos siglos, acompañada del desarrollo de las ciencias empíricas y los nuevos descubrimientos biológicos nos ponen ante la necesidad de definir a los «organismos» de otra manera, entendiendo que pueda haber seres vivos que vivan durante cientos de miles de años, o durante millones; cuya naturaleza sea supraidentitaria, formada de entidades individuales como la nuestra; cuya existencia sólo exista en función a un todo al que constituye; y cuyas barreras sean difusas y cuya muerte no sea más que una transformación en otra realidad. ¿Cuál es esa definición? Esa es la pregunta del millón de euros…

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