Simone de Beauvoir: los mitos (III)

Simone de Beauvoir: los mitos (III)

          En la tercera parte de El segundo sexo, Simone de Beauvoir expone los mitos en base a los cuales se juzga a la figura de la mujer y todo lo que le rodea, como la menstruación, la virginidad, el embarazo… ya que estos, sean positivos o negativos, le convierten en alteridad, en el otro insustancial, intrascendente y, por ello, oprimido. Estos mitos son dobles y, usualmente, contradictorios, pues alaban a la mujer tanto como la temen, la critican y vilipendian tanto como la ensalzan. Además, son siempre características que no están presentes esencial y necesariamente en ellas (eso serían descripciones, las cuales forman la primera parte del libro), sino juicios en base a una idea anterior, externa y subjetiva, creada por los hombres (ya que ellas no necesitan explicar «lo otro», ellas son entendidas como «lo otro» en base a estos mitos).

          Aquellos que son histórica y socialmente significativos son fundamentales para entender la situación de las mujeres, porque a la par que recogen la mentalidad de una época y una cultura, también fomentan y fijan dicha idea. Y, mientras las mujeres sean pensadas como tales, no como seres humanos en primer lugar, no podrán estar en igualdad con los hombres, especialmente si son estos quienes así las piensan: «quizá el mito de la mujer se apague algún día: cuanto más se afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la maravillosa calidad de la Alteridad» (EOS I, III, I).

          En términos generales, el hombre se reivindica como sujeto, pero la mujer le recuerda constantemente que es un mortal, tanto en la figura de la esposa (que dará lugar a hijos que simbolizan biológicamente la inutilidad del progenitor para continuar la especie) como en la de la madre (que recuerda al hombre que, lejos de ser inmortal, ha nacido y, por lo tanto, morirá). Por eso ellos representan a la mujer como la naturaleza, caos y tinieblas, mientras que se conciben a sí mismos como sociedad, orden y luz. La naturaleza le nutre, pero le aplasta; le crea y le destruye; es dominada por él, sin ser capaz de abarcarla del todo o, dicho de otra forma, es aquello que él tiene que dominar. Y de aquí surgen los mitos particulares.

          En primer lugar, está la figura bíblica de Eva, que fue creada después del hombre (y no a imagen y semejanza de Dios) para saciar sus necesidades, siendo por naturaleza la causa de su salvación y una conciencia sometida a él, a la vez que simboliza del origen de los sufrimientos que afectan a los seres humanos, mito que acompañará la mentalidad occidental respecto a la mujer durante milenios.

«Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente. […] Dijo luego Yahveh Dios: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”. […] Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. […] De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre» (Génesis 7–21).

          Pero en la propia Biblia aparece otra figura simbólica: la madre. La mujer es la madre de Dios; es tierra; fuente de vida y, por lo tanto, también seno a donde vuelven los muertos, pues «la Muerte es mujer» (EOS I, III, I). Siempre aparece una realidad y su contraria, la mujer es caótica, oscura, impenetrable, incontrolable, es por lo tanto un reto, una propiedad de lujo, un tesoro, una joya. Es madre y santa; oscuridad, noche y tinieblas; esposa, madre y ama de casa; musa, bruja, prostituta, pecadora…

«la mujer es a un tiempo Eva y la Virgen María. Es un ídolo, una criada, la fuente de la vida, una potencia de las tinieblas, es el silencio elemental de la verdad, es artificio, charloteo y mentiras, es la sanadora y la bruja; es la presa del hombre, es su pérdida, es todo lo que no es y desea tener, su negación y su razón de ser. […] El hombre busca en la mujer el Otro como Naturaleza y como su semejante. Conocemos no obstante los sentimientos ambivalentes que inspira la Naturaleza al hombre. Él la explota, pero ella lo aplasta, de ella nace y en ella muere; es la fuente de su ser y el reino que somete a su voluntad; es una ganga material en la que el alma está presa, y es la realidad suprema; es la contingencia y la Idea, la finitud y la totalidad; es lo que se opone al Espíritu y el Espíritu mismo. Alternativamente aliada y enemiga, aparece como el caos tenebroso del que brota la vida, como la vida misma y como el más allá hacia el que tiende: la mujer resume la naturaleza como Madre, Esposa e Idea. Estas imágenes se confunden y se enfrentan y cada una de ellas presenta un doble rostro» (EOS I, III, I).

          Como oscuridad, la mujer representa el peligro para el hombre. Desde que se le considera mujer, es decir, desde la aparición de la menstruación, pasa a ser vista con el mismo cuidado y repulsión con que se juzga a la propia regla. Lo mismo ocurre con la virginidad: en las sociedades primitivas el miedo se impone, por lo que esta es una carga que es mejor quitarse antes del matrimonio, mientras que en las sociedades menos primitivas (donde la naturaleza está bajo control en un grado mayor) la virginidad es deseada, como símbolo de la exclusividad de la propiedad en la que se convierte a la mujer. Las costumbres estéticas (maquillaje, tacones, uñas…) reflejan esta función, pues buscan incapacitarla. Así, la mujer es apreciada cuando está expuesta como un objeto, y se desconfía de ella cuando muestra su independencia respecto al hombre, como son los casos de las vírgenes adultas y las solteronas.

          Y este es otro de los mitos que rodea a la mujer: hechicera, bruja, maga. La magia es pasiva e impredecible, caótica e incontrolable, radicalmente opuesta a la ciencia de los hombres y, a diferencia del sacerdote, la bruja opera al margen del sistema, en su contra, arrastrando al hombre irremediablemente hacia ella, como el canto de sirena. La sociedad patriarcal rodea la magia de todo tipo de tabúes y restricciones para limitar el poder que se considera propio de la mujer, mientras que el poder divino se busca, se llama, se invoca constantemente, porque es un poder propio. En las sociedades primitivas, especialmente en las paganas, la magia era un elemento muy presente a la par que las diosas tenían un gran poder y eran caprichosas e impredecibles: Ishtar, Astarté, Cibeles, Kali… Sin embargo, en el cristianismo, solo el poder divino (incluso los milagros) es aceptado y la mujer es completamente pasiva: «He aquí la esclava del señor» (Lucas, 1:38).

          Para fundamentar este análisis, en el segundo capítulo de esta parte, Simone de Beauvoir expone distintas perspectivas de la mujer en base a varios escritores de la época, desde las más discriminatorias hasta las feministas: Montherland desprecia lo femenino, la mujer es el mal, especialmente como conciencia independiente, por lo que relega a la mujer a la inmanencia y la carne, «la mujer ideal es totalmente estúpida y totalmente sumisa»; para Lawrence hay, en apariencia, algo más allá de la diferencia sexual, pero en el fondo «cree apasionadamente en la supremacía masculina», por lo que la «mujer mujer» debe relegarse al hombre; en Claudel la mujer permite que el hombre acceda al absoluto, y viceversa, pero siendo este siempre el jefe, y estando ella «en relación de vasallaje», por lo que la mujer ideal es abnegada, sumisa y esclava; para el poeta Breton, la mujer es un elemento perturbador de la sociedad, pues pretende devolver el valor de la vida a la civilización, por lo tanto «puede liberar a la humanidad», pero no deja de ser una alteridad; y por último, Stendhal es «un hombre que vive entre mujeres de carne y hueso», reniega de la creencia (opresora y quasimitológica) del eterno femenino, pues entiende que las diferencias de actitud y capacidad se deben a «la educación que las embrutece»: «no son ni ángeles, ni demonios, ni esfinges: son seres humanos que costumbres imbéciles han reducido a una semiesclavitud».

          En definitiva, la mujer está cargada de creencias mitológicas proyectadas por los hombres, situándola como una divinidad o como la fuente del mal, pero siempre como una alteridad, como lo otro. El mundo no les pertenece, por lo que no son más que un sustento necesario, pero secundario, para el hombre o para la especie, por lo que están condenadas a la inmanencia, a la falta de proyectos personales, a la ausencia de trascendencia subjetiva, que queda reservada al hombre. Por eso es importante entender la situación y el destino reservado a la mujer concreta, más allá de las descripciones o juicios generales sobre ellas.

Citas: El otro sexo Volumen, Parte, Capítulo

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