Lo que Cristo no entendió

Lo que Cristo no entendió

octubre 14, 2018 5 Por Alberto Buscató Vázquez

            Desengáñate, tu pensamiento no es libre. Miles de años de historia lo condicionan y determinan. Detrás de cada decisión que tomamos en nuestro día a día hay varias ideas fundamentales que no nos hemos planteado pero que determinan cómo actuamos. Si somos fieles o no, si comemos carne o verduras, si apreciamos o no a otra cultura… está influenciado por una tradición que no conocemos. Porque pa qué.

            Parte de esta tradición está determinada por la evolución de las religiones. Aunque la devoción cada vez esté más ausente en nuestra cultura, no ocurre lo mismo con los valores que estas transmiten. No se puede entender la historia de occidente (esto es, tu historia, tu forma de pensar y actuar) sin comprender el papel que las religiones han tenido en su constitución. Y no es por lo que las religiones hayan introducido en occidente, sino por lo que han eliminado. En resumen, nuestra cultura se basa en una historia reinterpretada por los padres de la iglesia católica, quienes reintroducen la filosofía en Europa y determinan, bajo su criterio, el origen de nuestra historia.

            Una decisión importante a este respecto, que tú encarnas en tu forma de vivir pero que ni te has parado a pensar, consiste en situar como origen del pensamiento occidental la filosofía griega, menospreciando todo lo anterior a ella, especialmente lo que tiene que ver con India (así como con el mundo árabe). Los padres de la iglesia del siglo X, XI y XII decidieron (por su cuenta) que todo lo que ocurrió antes de Grecia no tenía valor, que no afecta a nuestra cultura. Que no nos interesaba, vaya. Por eso tú estudias a Platón y Aristóteles en el colegio, pero no tienes ni idea de qué son los Vedas. Habrás escuchado de pasada el mito de la caverna de Platón (al menos, habrás visto Matrix), pero no tienes ni idea de qué significa Shiva. Y esto es grave, porque no lo has decidido. Ni tú ni yo. Decidieron por nosotros cómo teníamos que pensar y, si no revisamos la historia, seguiremos pensando como nos dijeron. Seguiremos siendo esclavos de nuestra tradición cultural.

            Este sesgo cultural empezó con un joven profeta llamado Jesús (o Cristo por quienes creen que era la encarnación de Dios) cuya vida se narra en la Biblia, concretamente en los Evangelios. Hay cientos de evangelios, si bien sólo cuatro de ellos fueron considerados “apropiados” por quienes montaron la Biblia allá por el siglo cuarto de nuestra era. Otros, en los que un joven Jesús mataba a varios niños con su mera palabra o transmitía mensajes paganos, no fueron considerados adecuados para crear la imagen del “hijo de Dios”. Pasaron a llamarse apócrifos, esto es los escritos (-fo, residuo de grafo, como en autógrafo) ocultos (del griego -cri- o krāu-, como en cripta) que hay que separar del pueblo (apo-, como en apoquinar).

            «Y el hijo de Anás el escriba se encontraba allí, y, con una rama de sauce, dispersaba las aguas que Jesús había reunido. / Y Jesús, viendo lo que ocurría, se encolerizó, y le dijo: insensato, injusto e impío, ¿qué mal te han hecho estas fosas y estas aguas? He aquí que ahora te secarás como un árbol, y no tendrás ni raíz, ni hojas, ni fruto. / E inmediatamente aquel niño se secó por entero». (Evangelio de Tomás el israelita, III, 1-3).

            Los evangelios oficiales no dicen nada de la vida de Jesús entre los doce y los treinta años de edad. Comentan algunas anécdotas de Jesús de niño, quien aparece de nuevo con treinta años y trayendo consigo un mensaje: la buena nueva (eu-angelion). Pero algunos de los evangelios apócrifos narran la presencia de Jesús en India durante varios años, que era un lugar de espiritualidad y estudio en aquella época (véanse las conferencias de Rudolf Steiner sobre el evangelio de san Lucas). Dada la notable presencia de caravanas mercantiles entre India y Europa (entre otros lugares), no es de extrañar que fuese relativamente fácil para un joven hebreo salvar la distancia  entre ambos lugares en carretera. Bueno, «carretera»… ya me entendéis.

            Y tampoco es de extrañar que Jesús trajese parte de las enseñanzas adquiridas en India a su vuelta a Jerusalén. De hecho, es lo más normal entre los maestros hindus que vuelven de su etapa formativa a su tierra, predicando lo que han aprendido. Esto se puede seguir viendo a día de hoy. La postura de rezo cristiano, con las manos juntas sobre el pecho es la posición de namasté india, con la cual se siguen presentando a día de hoy los devotos ante sus dioses; la trinidad cristiana (Padre, hijo y espíritu santo) recuerda en su formulación a la trimurti Hindú (Brahma, que es padre; Shiva y Visnú); la idea de Dios encarnado en un cuerpo humano (es decir, en Cristo) responde al concepto de avatâra en la India, de donde deriva la palabra avatar; Shiva, el dios de la destrucción, recuerda enormemente al demonio cristiano, ya que es un ser que porta un tridente y danza en un círculo de fuego mientras que, impasible, provoca la muerte de los hombres (y demás seres vivos). Hasta el propio nombre de Cristo no parece ser más que la pronunciación aramea del siglo I del nombre de Krishna, uno de los avatâra de Visnú, quien se encarna en un cuerpo humano para traer «la buena nueva».

 

 

 

            Cierto es que Cristo (o Jesús), no repetía sin más las enseñanzas del hinduismo, sino que les dio un carácter propio. Para los de la LOGSE: tuneó el mensaje. También es cierto que es la práctica habitual de casi todos los maestros hindús. Esta palabra, hindú, no tiene origen hindi ni sánscrito, sino persa, y designa «todo aquello en lo que creen los del valle del indo». Y allí hay una tremenda variedad entre las distintas escuelas o darsanas (literalmente: «puntos de vista») que no tiene parangón en ninguna otra religión. En resumen, las discrepancias entre un maestro y el (inexistente) canon hindú son más la norma que la excepción en la religión del indo (la cual prefiere llamarse a sí misma sanatana dharma).

            En definitiva, que es más que probable que Jesús se formase en India. Y aquí es a donde quería llegar. En la readaptación que Jesús hace de lo aprendido en la India, hay un elemento más que notable que diferencia la mentalidad occidental de la hindú (y la oriental en general): la comprensión de Shiva. Cristo no entendió a este dios hindú, o bien decidió darle la vuelta para formar una buena nueva sobre esta interpretación. Y tú, querido lector, eres víctima inconsciente de esta forma de pensar. Entonces… ¿quién es Shiva?

            Shiva es el dios de la destrucción y la muerte, entendida como posibilidad de regeneración. Junto con Visnú (el regenerador) y Brahma (el creador), Shiva es parte fundamental de la trimurti y de la concepción hindú de la vida. Desde hace más de cinco mil años, y hasta el día de hoy, es adorado en millones de templos repartidos por toda la India, que los fieles adornan día a día con guirnaldas de flores, leche y dulces. A veces se le representa en postura de meditación cubierto de cenizas y con cobras en el cuello, como gran asceta que dicen que es; otras, danzando en el centro de un círculo de fuego pisando con un pie un cuerpo humano. Dicen que cada una de las posturas de su baile representa a un individuo, que perece en el fuego a cada instante para dar lugar al siguiente. Sólo cuando un movimiento se termina, se puede empezar el próximo.

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            Lo que este dios representa está enraizado en lo más profundo del pensamiento indio. La cosmovisión hindú es completa y armónica, es decir, contempla todos los elementos de la realidad en constante equilibro. La vida, la salud y la felicidad son una parte esencial en el pensamiento de los indios, quienes celebran cada nacimiento y matrimonio con una gran alegría; pero también lo son la muerte, la enfermedad y la tragedia, que aceptan con una templanza inigualable. Porque para ellos, la muerte forma parte de la vida, igual que las desgracias y los accidentes. Los indios queman los cuerpos de los fallecidos en público, sin hacer gala de ello pero sin esconderlo; sufren los síntomas de muchas enfermedades sin buscar una cura ni un remedio para ellas; son capaces de vivir entre animales e insectos, así como entre basura y suciedad, sin preocuparse por mejorar su situación. Y no es porque sean vagos o sucios, en absoluto (de hecho son bastante pulcros con la higiene personal). Es porque, sencillamente, entienden que las enfermedades y los insectos forman parte de la realidad y aceptan su presencia como ningún occidental podría hacerlo.

            De hecho, fue difícil introducir la agricultura estilo occidental (de monocultivos en grandes extensiones) en la India ya que los agricultores se negaban a utilizar pesticidas para acabar con las plagas. Entendían que, en primer lugar, los cultivos son tanto de las plagas como de ellos y, en segundo lugar, que si una plaga arruinaba la cosecha, es lo que había. Y punto. Podría contar mil anécdotas al respecto, pero creo que cualquiera que haya estado en la India coincidirá conmigo en esta… capacidad de aceptación o impasividad frente a las circunstancias. Y esto es representado por Shiva, cuyos atributos (la muerte, la destrucción) forman parte de la vida.

            Y a esto Jesús le dio la vuelta. Seguramente quedaría horrorizado al ver a miles de personas ofrecer sacrificios (algo habitual en aquella época) a un dios inmisericorde que aniquilaba toda forma de vida en el mundo sin inmutarse. Detestaría el inmovilismo hindú motivado por la ley del karma, la cual desaparece en el cristianismo. Allí donde Krishna predicaba la aceptación de las circunstancias, la actividad pasiva del hombre preso del destino, la indiferencia frente a los acontecimientos; Cristo defendió la lucha, el cambio y la alteración del entorno. La aceptación se vuelve adaptación; lo que los indios toleran, los occidentales lo transforman. De hecho, uno de los textos más importantes del hinduismo, el Bhagavad-gītā, narra como Arjuna le dice a Krishna que no quiere participar en una batalla, a lo que Krishna responde, más o menos, que da todo un poco igual (entiéndase la simplifacación, este es uno de los mayores textos de la historia de la humanidad y su mensaje es de una gran riqueza y profundidad):

            «Considerando iguales la felicidad y la desdicha, la ganancia y la pérdida, la victoria y la derrota, pelea por la pelea misma, y así no caerás en pecado […]  Actuar (con deseo del fruto) es muy inferior a la devoción mental […] ¡Desdichados aquellos que trabajan en pos del fruto!» (Bhagavad-gītā, 2.38-2.49).

            Shiva queda, por lo tanto, relegado al infierno. Con su tridente, su fuego y todo, pero con un estatus inferior a Dios (el único Dios, según Jesús) que, igual que Brahma anteriormente, es creador y padre del mundo. Y la cultura judeo-cristiana (es decir, la tuya y la mía, seamos o no judíos o cristianos), además de la árabe (en cierta medida) queda impregnada del deseo de cambio y de la necesidad de manipular el entorno. De ahí el espectacular avance de la ciencia y la tecnología en occidente mientras que la India sigue siendo hogar de babas y sadus, los cuales siguen vistiéndose con cenizas en las calles de Varanasi; de más de mil millones de peregrinos y devotos que siguen llevando flores casi a diario a los templos; de áshrams en los que los jóvenes estudian los textos sagrados; de meditación, yoga y espiritualidad.

 

            Por eso los occidentales no nos conformamos con las circunstancias y vivimos en casas con aire acondicionado y calefacción, mando a distancia y miles de canales de tele y radio, con un móvil cada vez con más aplicaciones que nos permite saber el tiempo que hará el mes que viene, con medios de comunicación que nos dicen qué está pasando en el mundo (a su manera, claro). Por eso inventamos el reloj, los mapas y las matemáticas, para hacer modelos del mundo. Por eso desarrollamos las ciencias biológicas e intentamos curar no solo todas las enfermedades, sino el propio envejecimiento. Por eso nos esforzamos en entender el mundo, porque para manipularlo, en primer lugar hay que conocerlo. En nuestra cosmovisión no hay nada como Shiva, y lo que este representa es rechazado frontalmente por nuestra cultura.

            A la mentalidad india no le importa el entorno. No necesitan conocerlo porque no quieren manipularlo. Allí donde el occidental mira hacia afuera, el hindú mira hacia dentro. Su opción vital es conocerse a sí mismo, centrar su felicidad en sí y, una vez conseguido, el mundo puede seguir girando hacia donde quiera que al hindú no le va a importar. De ahí las sobradamente conocidas anécdotas sobre maestros hindús capaces de aguantar el dolor, el frío, el hambre… sin inmutarse. De ahí que Gandhi hiciese huelgas de hambre donde Churchill construía aviones de guerra, o que en la India se mantengan las enseñanzas milenarias que no han cambiado desde que fueron escritas por primera vez en piedra, mientras que en Occidente duplicamos el conocimiento científico cada seis meses.

            De ahí que tú, lector, tengas una paupérrima vida espiritual, pero estés rodeado de objetos materiales que buscan darte control sobre el entorno mientras intentas que todo gire a tu alrededor. De ahí que busques la felicidad fuera de ti, en una pareja, en una casa grande o en la consecución de la meta que sea que te hayas puesto. De ahí que cuando te quedes solo te aburras y tengas que ponerte a hacer algo inmediatamente, sea ver la tele, salir con los amigos o escuchar música. Porque tú, querido lector, igual que yo, eres presa de una tradición cultural que no conoces.

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Fe de erratas ajenas. Esto no quiere decir que los indios no sufran las desgracias ni que los occidentales no seamos capaces de sobreponernos a las circunstancias. Evidentemente. Tampoco quiere decir que en occidente no haya espiritualidad (aunque cada vez menos) ni en la India laboratorios científicos (aunque vayan de la mano del colonialismo).

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