Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

diciembre 2, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 18. Varanasi, la ciudad sagrada
Día 19. Yoga y meditación, un lugar de estudio
Día 20. Manikarnica, la ceremonia de cremación
Día 21. La otra cara de Varanasi
Día 22. Trae la luz a la oscuridad
Día 23. El auténtico maestro
Día 24. Salidas por Varanasi: el Sarnath y la vida nocturna
Día 25. Varanasi – Kolkata

 

Día 24. Salidas por Varanasi: el Sarnath y la vida nocturna

Llueve. Me despierto cuando el cuerpo quiere. Parece que las fiebres van remitiendo. Las heridas de los pies también, llevan muchos días con buen aspecto, cerrándose lentíiiisimamente, pero lo suficiente como para no preocuparme demasiado por ellas. Subo a la terraza del hotel a tomarme un café (¡bendito café!) y algo de fruta, donde aprovecho para sacar un billete a Kolkata, el próximo destino, para mañana. ₹500, de urgencia. Good enough. Al terminar, me dirijo a la carretera principal para coger un rickshaw. Las calles se encuentran en orden, con sus intrincadas callejuelas habituales, pero un barrio árabe asoma por el norte de la ciudad, quedando a la derecha según salgo del hotel. Dirección de hoy: Sarnath.

Siddharta Gautama era un príncipe cuyo padre le quiso alejar del sufrimiento humano. A la edad de veintinueve años, nunca había visto la miseria ni el dolor. Fue entonces cuando, sin que su padre lo supiera, salió del palacio en el que vivía y se encontró con la realidad en cuatro ocasiones: un hombre anciano, uno enfermo, un cadáver y un asceta. Desengañado, decidió abandonar las riquezas de la vida palaciega y retirarse a la vida espiritual. Aprendió de varios maestros y, a la edad de treintaicinco años, se dice que alcanzó la iluminación, pasando a ser llamado Buda. Entonces volvió a la sociedad a transmitir sus enseñanzas. Igual que Cristo más tarde, su primer discurso lo hizo ante unos pocos fieles, en la ciudad llamada Sarnath.

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Tardamos un rato en llegar, pues Sarnath se encuentra a unos ocho kilómetros de Varanasi, lo cual en rickshaw, sobre las carreteras de la India, es un trayecto más largo de lo que parece. Cuando llego sigue lloviendo a mares, por lo que decido pedirme un té como excusa para meterme bajo los toldos de un pequeño puestecito a esperar que escampe. Un niño de apenas seis años se encarga del negocio, mientras el padre le vigila y le va mandando recados. De hecho, es el niño el que me trae el té y el que me cobra.

A los pocos minutos escampa ligeramente y puedo visitar la ciudad. Se respira una paz inusual para encontrarse en el corazón de la India. Además, las distintas edificaciones creadas en torno a la figura de Buda son significativamente distintas a las hinduistas. Las primeras parecen más ordenadas, más elegantes y limpias (en sentido arquitectónico) que las hindús. Parecen más europeas que indias.

Merece la pena pasar un día en Sarnath. Hay varios templos dignos de ver budistas, jainistas y de otras religiones menores, varios museos y un centro de excavación arqueológico. La mayoría están orientados al estudio del budismo, de la figura de Buda y de su historia. En la excavación se ven las estructuras de uno de los complejos budistas que se crearon allá por el siglo V-III a. C.

El complejo lo corona un enorme estupa.

Un estupa (en masculino) es una estructura cuya función era conservar reliquias. Es típica de Asia y de origen budista.

Estuve toda la mañana paseando entre los distintos lugares de interés y volví a Varanasi a la hora de comer para prepararme para esta noche, ya que Amán (el chico que conocí en el templo de Shiva de la Universidad de Banaras) quería salir a dar una vuelta esta noche. De camino al hotel pasé por delante de una mezquita. ¿Pero qué c…?

[…]

Cuando salí de camino a la carretera principal, las calles de Varanasi se habían desmadrado completamente. El camino, ahora, atravesaba de lleno el barrio árabe, donde mezquitas y madrasas (en las que solo dejan entrar a los propios árabes) se extendían por todos lados, entre mujeres con velo y hombres en chilaba. También hay otro signo característico de los barrios árabes de la India que contrasta con la cultura hindú: el respeto a los animales. En ningún barrio hindú vas a encontrarte una cabra o una vaca atada a una pared para que no se escape, esperando el día que, inevitablemente, acabarán rajándole el cuello y comiéndosela. En los barrios árabes, así es:

El caso es que acabo cogiendo un rickshaw cuando consigo salir del barrio árabe a la carretera principal y llego al templo de Shiva, donde había quedado con Amán, que quería enseñarme una cosa del templo. Había una puja a Krishna, lo cual me sorprendió más si cabe que las historias de Raman y Ravana o el grabado de Arjuna y el coche de caballos, ya que es igualito, igualito, igualito que el Belén que montan los cristianos en navidad. Igualiiiiiiiiito, pero más antiguo.

Las figuritas se extienden por el suelo del templo sobre una capa de tierra preparada para la ocasión, surcada por una línea curva a modo de río (que nosotros hacíamos en el colegio a base de papel Albal) y el nacimiento de Krisnha (que no Cristo) se coloca en medio de la sala. Las figuras del Bel… digo, del nacimiento de Krishna, no son el típico caganer, un pastor o un ángel sino… bueno, sus equivalentes indios.

Cuando terminé de hacerle fotos a las figuritas de la exposición salimos a dar una vuelta. Pasamos por un puesto de tés a tomar un chai (no pueden vivir sin diez diarios), que Aman cogió sin preguntar y cuyo vaso dejó sin decir nada. Nos fuimos sin pagar, pues por lo visto tenía mucha confianza con el camarero, ya que estaba todo el día por ahí. De hecho, le cogió prestada la moto para poder movernos por la ciudad con facilidad. Y ahí que íbamos, camino a su residencia montados en una moto, él cual Krishna, el dios que hace de auriga, y yo como Arjuna, el héroe del Bhagavad-gītā que va sentado en el coche de caballos.

Vivía en una residencia de estudiantes en el propio campus de la universidad la cual es uno de esos grandes edificios coronados con una cúpula hindú sin mayor interés. Los pasillos dan directamente al exterior, sin paredes, como ocurre en la mayoría de lugares tropicales de baja altitud, ya que en ellos casi nunca hace frío; no hay radiadores, ni aparatos de aire acondicionado más que unos ventiladores para la canícula; las paredes muestran todo tipo de desconchones, humedades y desperfectos propios de las ciudades indias azotadas por el monzón; y las habitaciones son pequeñas, pero acogen a dos chicos cada una, quienes duermen en sendos catres sin más colchón que unas pocas sábanas. Mientras se cambiaba, me mostró una colección de billetes de distintos países que tenía. Y yo sin un solo euro que darle…

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Salir de marcha, en la India, significa darse una vuelta por los templos a ver qué se cuece. Pasamos por uno dedicado a Hanuman, construido en mármol y lleno de flores, y por el templo de Krishna que vi hace un par de días, pero que ahora estaba mucho más animado, ya que había grupos de gente bailando, otros tocando música, servían comida gratuita a una cola interminable de personas, otros vendían libros… Amán me compró uno sobre Krishna, pa que aprendiese algo.

Luego fuimos a un templo de magia negra que se encuentra escondido en lo más profundo del laberinto de oscuras callejuelas de Varanasi, el cual está dedicado a los perros y, divina casualidad o flexibilidad en la nomenclatura, podemos encontrar varias camadas en su interior. Aman le da diez rupias a un monje que mendiga en la puerta del templo, sentado frente a unos pasillos decorados con sendas paredes de cobre con grabados de distintos dioses, entre ellos Kali, la diosa de la guerra por excelencia.

La India mantiene un gran respeto por sus sabios, monjes y demás personas que se dedican a la vida espiritual, y la comunidad sustenta su forma de vida mediante donaciones institucionalizadas, limosnas, ofrendas de comida o cubriendo las necesidades básicas de estos. A diferencia de lo que ocurriría en occidente, los monjes pueden sobrevivir dedicándose únicamente a la meditación y a viajar por el país sin ninguna pertenencia material más que lo que llevan encima (que puede incluir hasta un móvil sencillo).

Después de hacer la ronda por los distintos templos de la ciudad, fuimos a comer a un restaurante y nos pedimos una cachimba para que Amán la probase. Tenía pinta de salir poco de la universidad. Estudiaba sánscrito, historia y mitología hindú, aparte de su carrera de ciencias.

Tras la cena, me llevó a casa en moto. En esta ocasión, el barrio árabe se encontraba en el sur de la ciudad, quedando a nuestra derecha cuando atravesábamos las callejuelas que desembocan en el Ganges.

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