Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

diciembre 2, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 18. Varanasi, la ciudad sagrada
Día 19. Yoga y meditación, un lugar de estudio
Día 20. Manikarnica, la ceremonia de cremación
Día 21. La otra cara de Varanasi
Día 22. Trae la luz a la oscuridad
Día 23. El auténtico maestro
Día 24. Salidas por Varanasi: el Sarnath y la vida nocturna
Día 25. Varanasi – Kolkata

 

Día 22. Trae la luz a la oscuridad

Cuando hablamos de yoga, en la India, hay que saber bien a qué nos referimos. Para nosotros, el yoga es un deporte, una serie de ejercicios, pero, para los indios, es mucho más. Yoga es meditación, es conocimiento, es religión y, también, son ejercicios. Puedes ir a una clase de yoga que sea sentarse en silencio a encontrarse a uno mismo o en la que el profesor empieza a darte la chapa con las discusiones filosóficas más intrincadas del hinduismo o puedes hacer ejercicios para entrenar el cuerpo o meditar mediante los ejercicios. Estos pueden estar basados en equilibrios, estiramientos, posturas…

Despierto a las siete de la mañana para tomarme un café antes de ir a mi clase de hoy, a un par de calles de distancia del hotel. Cuando llegué, el gurú me abrió la puerta a una pequeña habitación con mantas por el suelo a modo de cojines y me preguntó si había hecho yoga antes y en qué estaba interesado. Hablaba buen inglés (relativamente, claro). Balbuceé una respuesta acerca de la trascendencia metal de los ejercicios de yoga y, aunque torpe, el gurú debió encontrarla suficientemente acertada, ya que dio pie a exponerme sus enseñanzas.

  • “Yo no enseño meditación. Nadie en el mundo puede hacerlo, es algo que tienes que aprender tú. Yo lo único que hago es limpiar el polvo para que el fondo brille y pueda unirse con la verdad. Ese es el significado del yoga: traer la luz al lugar de la oscuridad”.

Hablamos de esa oscuridad y de la confusión generada por la actitud que nos lleva siempre a centrarnos en los objetos, en lo material:

  • La naturaleza de la mente es la insatisfacción –dijo.
  • Algo así he leído en Kant –pensé.
  • La mente es un producto natural y está enfocada a la naturaleza, cuya esencia es la pura insatisfacción –continuó– La naturaleza es inagotable. Por eso la mente nunca se sacia en ella, siempre quiere más, pero esto genera infelicidad y tensión. Tampoco intentes vencer la mente, no es posible. Lo único que se puede hacer es silenciarla, desconectarnos de ella. Y el único camino para ello se llama sabiduría.

Estuvo una hora explicándome sus enseñanzas y quedamos para continuar mañana a la misma hora, tras lo cual me dirigí al Yoga ashram academy, ya que había reservado un masaje ayurvédico para hoy. Por probar, que no quede. En el camino hacia el lugar tuve que subir una calle ligeramente empinada, recta y estrecha, que ayer no estaba aquí y, al llegar, ya estaba el gurú esperándome para el “masaje”.

Fue una de las peores experiencias de la India. Qué desastre de masaje… Para mí, el concepto “masaje” va aparejado a la idea de relajación y disfrute. No así en la sabiduría ayurvédica. Esta consiste en romper todos los músculos de tu cuerpo aplicando presión sobre ellos con las manos para que, al regenerarse, estos se fortalezcan, igual que ocurre tras el ejercicio, los estiramientos o la acupuntura. Los músculos crecen a raíz de su rotura, lo cual teóricamente funciona muy bien, pero convierte el masaje en una sesión de pellizcos y tirones que… madre mía… En fin.

Al terminar, el maestro me preguntó: “¿mañana más?” “Ni muerto, pensé”, pero por educación le dije: “ya veremos, quizás”. El caso es que vuelvo al hotel por la misma calle, curva y ligeramente inclinada hacia arriba, que desemboca en el bazar que se encuentra a pocos minutos del hotel y paso el resto de la mañana tranquilamente charlando con un huésped alemán del hotel, con la jefa ucraniana (que tiene escasos veinte años) y leyendo El sari rojo, mientras me recupero de las fiebres que parecen no remitir. Pobre Sanjay… Al final, fíjate… Era un cabrón, pero eso no quita que… Bueno, dejémoslo…

[…]

Por la tarde voy a recoger la camiseta de la lavandería, que está bastante lejos. No sé por qué no busqué una más cerca del hotel. Eso sí, el camino es completamente recto, por lo que no hay pérdida. Después, decido salir a ver varios templos de renombre en Varanasi, por lo que me dirijo hacia la carretera principal a coger un taxi, atravesando numerosas callejuelas serpenteantes y teniendo en más de una ocasión que volver atrás por encontrarme frente a una calle cortada. Comienzo por el templo de Durga, una de las diosas de la guerra que cabalga un tigre y porta, en sus numerosos brazos, distintas armas para destruir y crear y posteriormente me dirijo al templo de Shiva, que está en la Universidad de Banaras. La segunda incursión en este campus salió bastante mejor que la primera… En la academia siempre hay que perseverar.

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Al poco de entrar en el templo, un chico empezó a hablar conmigo y a contarme historias sobre las muchas encarnaciones de Shiva representadas en las distintas estatuas del templo, el significado de las letras esculpidas en las paredes (que relatan pasajes del Bhagavad-gītā) y las características arquitectónicas del templo. Es uno de los más altos del mundo, con alrededor de setenta y siete metros de altura y con un orden y una armonía interna extrañas a la tradición hindú. Lo que no proviene de la tradición lo habrá sacado de la academia, supongo.

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Me llama enormemente la atención uno de los grabados en mármol de las paredes, donde se puede ver a Arjuna montando un carro tirado por cuatro caballos frente a dos caminos, uno de los cuales conduce al bien (el sol) y el otro al mal (escorpiones, serpientes, leones…). Me recuerda enormemente a uno de los mitos platónicos (como ya comenté en Los mitos que Platón robó). El pensamiento no comienza en Grecia, ni los filósofos griegos son los padres de nuestra cultura. Es… evidente.

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Continuo hablando con Aman mientras salimos a la terraza del templo donde contándome historias clásicas de los textos sagrados indios. La similitud con la mentalidad Griega es espectacular.

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Una de ellas, el Ramayana, es la historia del héroe Rama y cómo tiene que matar al demonio Ravan. Este parece invencible al principio, pero resulta que hay una pequeña parte de su cuerpo que es vulnerable y Rama consigue clavarle una flecha justo en esa zona, acabando con el maldito demonio. Igualito, igualito que la historia de Héctor y Aquiles, en la que el primero mató al segundo con una flecha en su único punto vulnerable (el talón, según unos; la espalda, según otros). En la archiconocida (en la India, claro) serie televisiva el Mahabarata, se puede ver esta escena (aviso que la estética es claramente de bajo presupuesto comparada con las producciones hollywoodienses del siglo XXI).

¿Cuál ha sido el programa o serie televisiva de mayor éxito? ¿Gran hermano? ¿CSI? ¿Star Trek? No… Ni de lejos. Las series más vistas a nivel mundial han sido el Mahabarata y el Ramayana, seguida por alrededor de mil millones de personas en todo el mundo (especialmente en la India, claro) y contando con decenas de capítulos en varias temporadas y varias secuelas (siendo la más moderna de 2013, con un capítulo diario). El siguiente fragmento de El sari rojo lo recoge mejor que de que yo podría explicar:

“la retransmisión en 1987 de una serie basada en el Ramayana, la epopeya hindú más popular, lo más parecido que los hindúes tienen a las escrituras sagradas. La adaptación para la televisión, una mezcla de telenovela y mitología, constaba de ciento cuatro episodios que se retransmitían los domingos por la mañana. El éxito fue tan fulgurante que la televisión estatal encargó a otro productor de Bollywood la realización de la epopeya del Mahabharata. Ambas series fueron las telenovelas de mayor audiencia en el mundo entero. Un 85 por ciento de los telespectadores indios vieron la totalidad de los episodios, una cifra única en la historia de la televisión.

Cuando emitían las series, la actividad del país entero se paralizaba. Taxis, bicicletas y rickshaws desaparecían de las calles. Los teléfonos dejaban de sonar. Las oraciones y los ritos de cremación se posponían. Funcionarios, amas de casa, tenderos, prostitutas, reos, vendedores de agua, barrenderos, niños, pobres que hurgaban en las basuras… todos abandonaban sus quehaceres para plantarse frente a un televisor en casa de alguien, en un comercio, en la plaza de la aldea, o mirando a hurtadillas por las ventanas de las casas de las familias que tenían el privilegio de contar con ese invento extraordinario. Muchos espectadores se creían a pie juntillas lo que estaban viendo, como si los dioses que salían en la pantalla habitasen el mundo de los hombres. Cuando el dios Rama salía en la serie, encendían una lamparita de aceite y se ponían a rezar allí mismo. En la India, las capas más desfavorecidas de la población son indiferentes a la distinción occidental entre historia pasada y actualidad, entre verdad y mito. Para ellos, todo es verdad” (Javier Moro, cap. 39).

Aman y yo intercambiamos números y prometimos vernos en los próximos días. Ya había oscurecido y los aartis habían acabado hace tiempo, por lo que fui directamente al hotel, perdiéndome como de costumbre por las calles que conectan este con la carretera principal, dadas sus constantes curvas y giros bruscos, pero acabé llegando a la amplia plaza en la que se encuentra el hotel (¿cómo?). Y, a dormir se ha dicho.

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