Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

Parte IV: Varanasi, la ciudad más sagrada del mundo

diciembre 2, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 18. Varanasi, la ciudad sagrada
Día 19. Yoga y meditación, un lugar de estudio
Día 20. Manikarnica, la ceremonia de cremación
Día 21. La otra cara de Varanasi
Día 22. Trae la luz a la oscuridad
Día 23. El auténtico maestro
Día 24. Salidas por Varanasi: el Sarnath y la vida nocturna
Día 25. Varanasi – Kolkata

 

Día 20. Manikarnica, la ceremonia de cremación

Me levanto con el tiempo justo para ir a otra clase de yoga, por lo que salgo del hotel sin desayunar, al estilo indio. A pesar de que ya había estado varias veces en este sitio me vuelvo a perder por las intrincadas callejuelas serpenteantes y relativamente empinadas que llevan del ghat del hotel al áshram. Juraría que he tenido que recorrer calles que ayer no estaban aquí… Me habré confundido de ruta. El caso es que acabo llegando y, después de la clase (que fue muy parecida a la de ayer), me dirijo al primer puesto de comida callejera y compro una masala dosa (un plato típico del sur de la India). ¡No soporto no desayunar!

Después de desayunar me dirijo al ghat Manikarnica, famoso por ser el lugar donde se hacen gran parte de las cremaciones de Varanasi. Es una realidad complicada de ver y aceptar, pero es algo muy propio de la India y de esta ciudad, por lo que hay que ir sí o sí. Los occidentales negamos la muerte y, como un niño que se tapa los ojos para intentar desaparecer de la vista de sus padres, fingimos que no existe hasta que nos toca de cerca. Por eso nunca estamos preparados para ella. Sin embargo, los indios viven la muerte (valga la contradicción) de otra forma (véase Lo que Cristo no entendió): la entienden como una parte de la vida, como un paso más en una cadena casi infinita de reencarnaciones, por lo que están preparados cuando llega y suelen abrazarla más que rechazarla. Por ello las cremaciones no se esconden ni se reservan para la intimidad familiar, sino que se hacen en público. Sin escarnio, pero sin vergüenza. Todo esto se puede ver en el ghat Manikarnica de Varanasi.

Varanasi es la única ciudad en los casi tres mil kilómetros de longitud del Ganges donde este torna su cauce para, durante unos pocos cientos de metros, recorrer la India en dirección contraria a la habitual, de este a oeste. La mentalidad popular cree que morir en Varanasi libera al hombre del samsara, es decir, de la rueda de reencarnaciones, permitiéndole fundirse con el absoluto, adquirir la liberación final. Quizás este cambio en el ciclo de reencarnaciones se simbolice en el cambio de dirección o quizás no tenga nada que ver y sea una casualidad.

Poco antes de llegar al ghat, las calles empiezan a inundarse de grandes montones de troncos de madera que esperan el cuerpo al alma al que ayudar a desprenderse del cuerpo. Hombres delgados como palillos cargan sobre sus espaldas decenas de kilos de troncos de todos los tamaños que disponen en unas estructuras de ladrillo y hierro al aire libre. Como es costumbra, me perdí antes de llegar al centro, al punto cero donde se realizan las cremaciones, ya que sus calles parecían creadas como un laberinto que busca impedir la salida de todo el que entra en él. Y, de hecho, con muchos así sucede.

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Acabé llegando a la orilla del Ganges, donde se agolpaban decenas de personas. “Algo está pasando ahí”, me dije mientras me dirigía directamente a ver qué era. Unos hombres llevaban en brazos lo que a todas luces era un cadáver envuelto en todo tipo de tejidos ceremoniales bordados con flecos color dorado y símbolos religiosos. Seguramente fuese el padre de los chicos que lo transportaban con caras mustias, pero concentrados en el ritual, a la orilla del Ganges a la altura en la que yo me encontraba. En su camino hacia el río sagrado, el cadáver pasó a unos pocos centímetros de mí. Ufff… Aunque, de todas formas, es lo que he venido a ver.

Tras meterse en el agua cubriendo el cadáver por la cintura, le quitan el sudario dejando su rostro al descubierto. Yo estoy a menos de un metro, observando la escena con una mezcla de respeto, incomodidad y curiosidad. A nadie parece importunarle mi presencia, así que me quedo viendo al hombre o, como dirían los indios, al vehículo material de un alma que, según la creencia popular, todavía reside en el cuerpo a la espera de la cremación (y de un punto muy concreto de esta que ahora comentaré) para liberarse. Es un hombre mayor, pero no lo suficiente como para haber fallecido por su edad. Su rostro todavía refleja la calma y tranquilidad del que sabe que va a morir en la ciudad sagrada con unos hijos que van a poder cremarle según la tradición, y sus marcas de expresión muestran las heridas de una vida de trabajo en el campo. Tiene una barba relativamente larga, pero pobre y, como los campesinos indios, está bastante delgado.

Los hijos empiezan a echarle agua del Ganges por la cara. Tres, cinco, siete, diez veces… Parece no ser nunca suficiente. Intentan lavar los últimos pecados que, quizás, quedaron sin expiar a la muerte del vehículo material de su padre. Después de varios minutos, le sacan del agua y lo colocan accidentalmente a escasos centímetros de mis pies. Esto ya sí fue demasiado para mí, pero aguanté como si no pasara nada mientras los hijos del difunto recogían los paños que habían lavado en el Ganges y se los volvían a colocar a su padre, pero, esta vez, sin taparle la cara. Lo (o le) cogieron en volandas y se lo llevaron al lugar, ya preparado, donde se realizará la cremación.

Hay ocho estructuras de ladrillo colocadas en paralelo para realizar sendas cremaciones a la vez. Varias de ellas están cargadas con troncos mientras las otras permanecen vacías. Media docena de grupos distintos de personas charlan distendidamente, pero en un tono serio, en los alrededores del ghat: los familiares de los difuntos, los trabajadores encargados de las cremaciones, grupos de turistas que vienen con el guía y, tras explicarles dos anécdotas, se marchan a los pocos minutos… Una vaca se está comiendo varias guirlandas de flores y cáscaras de frutas abandonadas en una esquina para tal propósito cuando llegan los chicos cargando al que presupongo su padre. Le colocan sobre la pira a cara descubierta y empiezan a cubrirle con varios troncos.

Entonces, uno de los trabajadores prende fuego a la parte inferior de la pira, preparada a propósito con paja seca. Y, el resto es evidente. Transcurre sin imágenes especialmente desagradables (dentro del contexto), sin estruendos, ni desgarros, ni nada especial. Las llamas empiezan a crecer y el cuerpo se consume poco a poco. La mayor parte del proceso no se ve, tapado por la presencia de los troncos y las propias llamas. Además, tampoco intenté mirar morbosamente. Solo contemplaba la escena de lejos, como uno más.

Como he dicho antes, el alma sigue todavía en el cuerpo, según la creencia india, hasta un momento que, por mucho que sepas que va a ocurrir, no deja de ser impactante. Todos los que han vivido una cremación saben a lo que me refiero y, en mi caso, aunque había leído al respecto, no pude evitar sorprenderme cuando lo escuché. Dicho momento lo constituye (cuidado los más aprensivos) la ruptura del cráneo. Este es una cavidad herméticamente cerrada, por lo que el aumento de las temperaturas produce un aumento de presión interna que acaba dando lugar a su rotura, con un gran estruendo. Seco y rápido, pero notable e inconfundible. El grupo de chicos que charlaba a mi lado se asustó tanto como yo, dando un respingo y quedando en silencio durante unos segundos, quizás para no distraer al alma en su ascenso hacia el absoluto. Y, al rato, continuaron charlando.

El ritual de cremación de Rajiv Gandhi, por Javier Moro:

A través del muro de llamas, los tres asisten al espectáculo antiguo y tremendo de ver cómo la persona que más quieren se consume y se convierte en cenizas. Es como otra muerte, lenta, penetrante, para que los vivos siempre recuerden que nadie escapa a lo inevitable del destino. Porque es una muerte que entra por los cinco sentidos. El olor a quemado, los colores diáfanos de los vivos detrás del aire abrasador que sube de la hoguera levantando remolinos de ceniza, el sabor a sudor, a polvo y a humo que se queda pegado a los labios, y luego los gritos de «¡Viva Rajiv Gandhi!» que brotan de la multitud conforman una escena renovada y eterna a la vez. A medida que las llamas ascienden, Rahul [su hijo] se dispone a efectuar la última parte del ritual. Armado de un palo de bambú de unos tres metros de largo, da un golpe simbólico al cráneo de su padre, para que su alma ascienda al cielo en espera de su próxima reencarnación. […]

Un ruido seco, duro, indescriptible, la devuelve a la realidad. Suena como un tiro. O una pequeña explosión. Todos los que han asistido a una cremación saben de lo que se trata. Unos bajan la cabeza otros miran al cielo, otros están tan cautivados por el espectáculo que parecen hipnotizados y siguen mirando. El cráneo ha estallado por efecto de la presión del calor. El alma del difunto ya es libre. El ritual ha terminado. La gente lanza pétalos de flores a las llamas, mientras surge otra visión turbadora. Las manos largas y finas que igual acariciaban a sus hijos como reparaban un aparato electrónico o firmaban acuerdos internacionales quedan al descubierto, y muestran unos dedos negros que se alzan y se retuercen, en una despedida desgarradora desde el más allá. Adiós, hasta siempre (Javier Moro, cap. 1).

Empezaron a llegar otros cadáveres al ghat, pero decidí marcharme. Parecía que no recordaba las calles por las que había llegado, porque no era capaz de encontrar el camino de vuelta. A los pocos metros vi una imagen más desagradable que todo lo anterior: en un cúmulo de cenizas vertidas al Ganges (eso ya lo sabemos todos), unos chicos estaban metidos hasta la cintura cogiendo, con ayuda de unos paños, los restos que pudieran ser de valor: dientes de oro, anillos, tornillos de operaciones pasadas… Suficiente por hoy.

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[…]

Si viajas a un país lejano, tropical y subdesarrollado, enfermas. No hay otra, viene en la nómina. Intentar no beber agua que no esté embotellada, ni siquiera en ensaladas ni en frutas, ni los restos que queden de fregar los vasos, es imposible, por lo que yo desde el primer día actúo como si estuviese en mi país, a sabiendas de que tarde o temprano cogeré una fiebre, algún que otro síntoma desagradable y a los pocos días estaré bien de nuevo. Fue por la tarde de hoy, después de comer en el hotel y tomarme un café, cuando decidí salir a dar un paseo y empecé a notar su presencia. Al principio me notaba cansado, pero al poco tiempo me di cuenta de que era algo más… Bueno está.

Decido pasar parte de la tarde leyendo tranquilamente y charlando con los huéspedes del hotel. Este lo regenta una chica ucraniana educada en Michigan, y se nota la presencia occidental por todos lados. Cada cultura tiene sus cosas buenas y malas, pero cuando te metes de lleno en una cultura exótica echas de menos actitudes y cosas (materiales o no) que tienes en la tuya: la ausencia de cucarachas en la habitación, el agua caliente, que te den jabón y una toalla para ducharte, un restaurante con una buena carta… ¡el café! Bendito café… Todos esos detalles se agradecen enormemente.

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