Memorias de Guatemala

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Sexto día. La ascensión al volcán San Pedro

Me desperté a las cinco de la mañana para ir temprano al volcán y aprovechar el fresco, lo cual fue completamente inútil porque hasta las seis no pasan las camionetas por Santa Catarina. Los restaurantes tampoco abren hasta dicha hora así que, después de preparar la mochila con agua, la cámara de fotos y poco más, me quedé en la calle esperando un rato. Un buen rato. La primera camioneta de la mañana pasó a las seis o seis y cuarto, poco importa. Por tres quetzales llegué a Panajachel y fui andando hasta el embarcadero, donde desayuné mientras esperaba el transporte a San Pedro y compré un par de bocadillos para la subida.

Volví a gastarme otros 25 quetzales en una lancha a San Pedro (ya iban 100 ¬¬, joder, es caro…) y allí cogí un tuc-tuc que, por diez quetzales me dejó en la entrada del volcán (lo cual me pareció barato porque es un camino muy empinado, de varios kilómetros de longitud y sin mayor interés). Se puede empezar la subida desde el embarcadero y hay quien dice que si no empiezas desde ahí no has subido el volcán completamente. Pero vamos, que también puedes empezar a andar desde Panajachel o desde Río de Janeiro si quieres. La entrada oficial está a unos dos mil metros de altitud y la cumbre a tres mil, justo en la cresta del volcán.

Allí te obligan a pagar cien quetzales por la entrada (como decía –más o menos– Facundo Cabral, “hay gente que cree que la tierra se puede privatizar”), pero te incluye un guía durante los veinte primeros minutos donde, al parecer, hay varios caminos (que van a las tierras de los agricultores) y uno se puede perder… A partir de entonces hay un solo camino, para el cual se puede contratar un guía pero, en mi opinión, no es necesario. Además, yo prefiero andar solo. Desde donde te deja el guía, andando veinte minutos, se llega al primer mirador, a 2194 metros, que es el primer punto de referencia. Esta primera parte, las faldas del volcán, están cubiertas de plantaciones de cacao y maíz. Descansé un rato en el primer mirador, desde donde se ve una parte del lago y el pueblo de San Pedro.

Continué caminando. A los treinta minutos, después de llevar más de una hora subiendo escalones bastante empinados, empezó el cansancio, que viene más por parte de la mente que por la del cuerpo. Cuando falla la voluntad de subir es cuando te paras y te das la vuelta. Comenzó la batalla mental y empecé perdiendo. ¿Cuánto quedará? Ufff, todavía no llevo nada… ¿Esto va a ser así todo el rato? ¿Cómo voy a subir yo esto? Joder que pedazo de escalones… Y el oxígeno… empieza a faltar, ¿no?

Venga, Alberto, hostias (suelo hablar bien en el día a día, pero decir palabrotas me da fuerzas en estos momentos). Sube pa arriba ya, joder. ¿Qué más da lo que quede? Igual el volcán entero no lo puedo subir, pero el próximo paso sí lo puedo dar. Al fin y al cabo, si has dado mil o dos mil pasos hasta aquí, puedes dar uno más, ¿no? Y después das el otro. Ya está, céntrate en eso. ¡Hostias ya! Quizás me rinda, pero no lo voy a hacer aquí. Cuando llegue el siguiente paso me preocuparé por él. Lo grande se hace pequeño yendo parte a parte. No pienses lo que queda. Sólo existe el camino. Venga, me cago en… Solo hay camino. Nada más.

Empecé a repetirme esto como un mantra: sólo hay camino, sólo hay camino, sólo hay camino… Sabía que tenía que pensar así, no pensar en el cansancio o en lo que queda de camino, porque entonces es cuando te rindes, cuando dejas de querer subir. La verdadera dificultad es espiritual, no física, así que intentaba modificar mi pensamiento a través de la repetición de las ideas sobre las cuales quiero pensar. No funcionó del todo, pero tampoco funcionó del todo mal. El caso es que seguí subiendo.

El camino está muy bien tratado, y la pendiente está escalonada con unos pequeños troncos, lo que convierte la subida en una especie de escalera interminable. A los cuarenta minutos me encontré con un cartel que marcaba los 2400 metros… Bfff ¡pero qué co…! Parecía que rentaba poco el esfuerzo, llevaba mucho tiempo andando para haber subido sólo doscientos metros desde el mirador. Solo hay camino, solo hay camino. Si pero, joder, la falta de oxígeno cada vez se nota más. Yo, que vivo a ochocientos metros sobre el nivel del mar, a partir de los dos mil empiezo a notar la hipoxia. Pero seguí subiendo. Y subiendo y subiendo…

Lo que me parecieron seis horas después (aunque en verdad sería solo una) pensé que estaría cerca de la cima cuando encontré el cartel de los 2600 metros. Ocurrió lo mismo que a los 2400, pero multiplicado por 50 o 60 minutos más de cansancio. Llevo una hora andando y, ¿sólo he subido otros 200 metros? Aquí sí que me desplomé moralmente. Me alejé hasta donde no podía ver el cartel, porque me desmotivaba muchísimo, y me paré a descansar. Normalmente no suelo parar más de cinco minutos, pero aquí decidí tomármelo con calma (era eso, o no seguir subiendo). Poco después me encontré un hombre trabajando en el camino y le pregunté cuanto quedaba (yo no sabía la altura total del volcán). Me dijo que una hora más. ¡Jodeeeeeeeeeeeer!

Desde hace varios cientos de msnm tenía que parar cada dos o tres minutos durante diez o quince segundos para respirar. La hipoxia me pegaba cada vez más fuerte. De hecho, no estaba “cansado” físicamente, mis músculos respondían bien y podían seguir subiendo, no sentía esa sensación de ardor que te da cuando no puedes continuar haciendo un ejercicio determinado, pero estaba agotado, no tenía energía y tenía que parar para recuperarla. Es como si el volcán estuviera absorbiéndome la fuerza vital. Esta parte del camino se hizo interminable. Pensé varias veces en dejarlo y después de repetirme “solo hay camino” me asaltaba un “que le jodan, me doy la vuelta”. Empecé a buscar excusas para no seguir subiendo: “no tenía pensado subir”, “el verdadero objetivo es el volcán de fuego, no el San Pedro”, “en verdad, esto es un entrenamiento, es lo mismo llegar aquí que hasta el final”, “ya he andado bastante”.

Recuerdo haber estudiado en la universidad que las drogas no solo afectan físicamente, sino que alteran circuitos neuronales relacionados con decisiones y principios morales, modificando tu voluntad. Sentí que aquí me estaba pasando lo mismo: no era el cansancio lo que me hacía pensar en dejar de subir, sino que el cansancio empezaba a modificar mis pensamientos y mis razones para subir, minando así mi voluntad. No me dejé engañarme a mí mismo, sé que rendirme no es lo mío, así que las razones que tenga ahora para abandonar no son más que producto del agotamiento. Lo que me salvó fue pensar que, antes de rendirme daría un último paso hacia adelante. Y después otro. Siempre se puede dar un paso más.

Podía estar mucho tiempo narrando el resto de la subida, que cada vez fue peor, pero no podría transmitir el estado anímico del que no quiere rendirse pero no puede más. Tu voluntad, tu espíritu, tu mente y tu cuerpo te piden parar. Quien lo haya vivido, sabe a qué me refiero. Pero, de repente, llegué a un pequeño descampado con una cabaña de madera. Sabía que esto estaba cerca de la cumbre y, si llegaba hasta aquí, llegaba hasta arriba seguro. ¡Vamos, hostia ya! Me tumbé a descansar un rato pero, a los cinco minutos, las ganas de subir a la cumbre pudieron sobre el cansancio. Continué hacia arriba (aunque en verdad el camino desciende unos metros y luego continúa subiendo) y todos los que me encontraba que estaban bajando me decían que ya quedaba poco. Ese poco se hizo largo, pero ya era el último tramo. De repente vi un cartel que marcaba los 3000 metros y el camino se allanaba. Había llegado a la cumbre, pero todavía no lo sabía.

Paré a descansar un rato y a hacer algunas fotos. Enfrente de mí, a unos cincuenta metros, se veía un pico, más elevado de donde yo estaba. Sin embargo, entre mi posición y el pico había una depresión de varios metros de profundidad, toda cubierta de vegetación. Tendría que rodearlo para llegar hasta… Un momento… Una zona plana, dos extremos separados por una depresión circular, un volcán… ¡Estoy sobre el cráter! ¡He llegado a la cima!

Tengan en mente que estaba muy cansado y nunca me he asomado al interior de un cráter, ¿vale? Además, me lo imaginaba cubierto de roca humeante o de incandescente magma, no de plantas.

Las vistas desde este lugar son absolutamente impresionantes. La cámara (o mi habilidad usándola) no capta la riqueza de verdes y azules, de detalles sobre las colinas y en los pueblos, la distancia hasta la cual te puedes asomar, llegando a ver el inicio del altiplano guatemalteco y la práctica totalidad del lago, con todos los pueblos con nombres de santos rodeándolos. La inmensidad de la vista y la grandeza del lugar son inexplicables. Pareciera ser la huella que dejó el dedo de Dios al tocar la tierra para hacer el paraíso.

A la derecha, con apenas unos cientos de metros más de altura que el San Pedro, se puede ver la cumbre del Tolimán. Es como mirarle a los ojos, como tener el coloso cara a cara. El Atitlán es otra historia. Sus 3600 metros de altura, con la cumbre cubierta por las nubes, parece incrustarse en el mismísimo olimpo. Siempre hay retos más allá.

Regreso

El resto del día tiene poca importancia comparado con la subida. La bajada la hice del tirón, sin descansar y más rápido (en un par de horas). Ya en la entrada (ahora convertida en salida) compartí un tuc-tuc con una chica peruana muy agradable y con un carácter tremendamente dulce. “¡Ey, chico! Se te ha caído la botella de agua. ¿Ves? Tienes que viajar con alguien, así no pierdes tus cosas por el camino”. Si no fuese yo, a veces, tan imbécil…

Lancha, 25 quetzales, Santa Catarina, cena… nada que contar.

Y, al final del camino,

la más pequeña criatura mirará

cara a cara, de tú a tú,

al más grande de los seres.

Y, estando uno tumbado sobre el otro,

descansarán como iguales.

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