Memorias de Guatemala

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Noveno día. Semuc Champey, el paraíso

Ya estoy aquí.

¿Podéis oírme?

Semuc champey es una expresión que, en lengua q’eqchi, significa escondido (xmuq) en la profundidad (cham-) de la roca (-pek). Describe perfectamente el lugar, donde el río Cahabón se sumerge en lo que llaman el sumidero, pasa por debajo de una gran piedra de unos cincuenta metros de longitud y sale justo al final de esta. En el tramo donde el río se esconde bajo tierra, se filtra agua hacia el exterior a través de la piedra y forma las pozas conocidas ahora como Semuc Champey. Este era el destino de hoy.

La cafetería del hotel anunciaba orgullosa que abría a las seis de la mañana, lo cual era completamente inútil porque las camareras no venían hasta las siete y media y no te permitían ir a la concina a prepararte algo tú mismo… En fin, desayuné y cogí una camioneta en el centro del pueblo. Como el maletero de la ranchera estaba completamente lleno, me senté al lado de conductor, mientras que una familia de guatemaltecos que también iban a Semuc Champey se sentaba en los asientos traseros. Fuimos hablando todo el camino, que se hace bastante largo debido a la carretera de tierra (25 quetzales).

Hablaban de la flora del lugar donde, por lo visto, crece prácticamente todo: copal, cacao, malanga, cardamomo… Paramos cerca de un árbol de copal a coger una gotita de resina que supuraba una pequeña herida en la corteza, para disfrutar del típico olor del incienso. Poco más adelante una niña de cuatro o cinco años paró el coche ofreciéndonos dos obleas de cacao natural, hecho a mano, por cinco quetzales. Pensé en familiares míos que tienen la misma edad y una vida completamente distinta… En fin…

Llegamos a Semuc Champey y contratamos un guía (al cual le pagas la voluntad) la familia de guatemaltecos y yo. Empiezas subiendo al mirador, para ver las pozas desde arriba y luego bajas a bañarte en ellas. También puedes ir a unas cuevas, pero creo que merece más la pena disfrutar de las pozas, especialmente después de ver las cavernas de Lanquín. Después de unos 45 minutos subiendo, llegas al mirador:

Tras media hora de bajada, finalmente llegas al paraíso y puedes bañarte en él. El agua es tan azul y verde como cristalina; la roca que la contiene, marrón claro, suave. Libélulas y mariposas revolotean sobre las aguas mientras que en ellas nadan peces blancos y los que llaman pupus o neones de colores suaves. Hay miles de ellos, dorados y blancos con reflejos azules y verdes, que te mordisquean suavemente cuando te quedas quieto y nadan contigo cuando te mueves. El agua está a la temperatura perfecta, siendo suficientemente fría para refrescarte pero no lo suficiente como para ser molesta. El paisaje de alrededor es espectacular: un valle escavado por el río, cubierto de vegetación y todo tipo de animales.

Pasé allí toda la tarde. No quería volver, me quedaría a vivir allí. A las cinco de la tarde, cuando la última camioneta del día me trajo a la realidad, me subí al maletero de la ranchera (no ir sentado junto al conductor fue un gran error, porque las curvas, las cuestas pronunciadas y el traqueteo de la camioneta sobre el camino de piedras durante cuarenta minutos acaba agotándote). Volví al hotel con la piel completamente quemada, así que me tomé un paracetamol y a dormir.

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