Parte VI: Rajastán, hogar de maharajás y maharajinas

Parte VI: Rajastán, hogar de maharajás y maharajinas

diciembre 9, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 30. Llegada a Jaipur (Continuación)
Día 31. Jaipur, la ciudad rosa
Día 32. Jaipur – Ajmer
Día 33. Ajmer y Púshkar
Día 34. Ajmer – Jodhpur
Día 35. Jodhpur, la ciudad azul
Día 36. Jodhpur – Jaisalmer

 

Día 31. Jaipur, la ciudad rosa

Me encontraba cansado, por lo que me planteé no ir a la reunión con el brahmán, pero decido hacer un esfuerzo por no fallar a mi palabra. Una persona sin palabra no es nada, así que decido calzarme el traje de algodón crudo que compré en Varanasi, desayunar algo en el hotel (porque sé que esta gente no desayuna, o sea que con el brahmán tomaré un té y ya está) y coger un taxi para llegar a su casa puntual. Y, allí estaba esperándome. Pensé que podía confiar en él, ya que los pocos momentos que compartimos la noche anterior me hacían tenerle en una alta estima, parecía un hombre de palabra.

Desayunamos, es decir, tomamos un té, y continuamos hablando de esto y aquello mientras, sin que me diese cuenta, la conversación iba derivando hacia una cooperativa de mujeres que trabajaban haciendo pashminas y con la que él colaboraba. Habíamos pasado el tiempo con tanta gratuidad que no pensé que estuviese intentando venderme algo, así que cuando me dijo si quería ir a verlas trabajar le dije que sí. Sinceramente, sí me apetecía. No quería ir de compras, pero siempre me han gustado los lugares de trabajo, ya que es donde se pasa una gran parte de la vida, al menos en las sociedades occidentales.

El caso es que cogimos un taxi y llegamos a una… tienda convencional. No había nadie allí trabajando y empecé a olerme la tostada… “Llegarán más tarde”, decían, siendo más de las diez y media de la mañana… Ok… “¿Te apetecería ver los productos mientras esperamos a que vengan las trabajadoras? Quizás haya algo que te interese”. Bueno, quería comprarle algo a mi madre, así que, ¿por qué no?

A los pocos minutos, llega el gurú, del que me había hablado muy bien. Viene en camisa y pantalones, con el tilaka marcado en amarillo sobre la frente y una asquerosa uña de más de un centímetro en el meñique. Y, empieza el show, ofreciéndote café, té o lo que quieras, mientras te insisten en enseñarte sus productos. ¿En qué cooperativa te tratan como un cliente?

En la India, es una práctica relativamente extendida pero en franca decadencia dejarse crecer la uña del dedo meñique con la única función de usarla para la higiene personal. Es decir, para rebuscar en las orejas o en la nariz aquello que sobra. En fin, que es asqueroso (para un occidental, al menos).

Empiezan haciéndote sentirte lo especial que son. Te dicen que se dedican al comercio internacional y que nunca venden a turistas, ya que sus precios son muy bajos y no podrían competir legalmente con otros comerciantes, pero que harán una excepción contigo. ¡Qué suerte! ¿No? “Sin presión”, me aseguran. “No somos como esos sitios en los que te intentan convencer de que compres algo. Aquí, si no quieres nada, seguimos siendo amigos”. Yo, fiel a mi lema de “no compro ná”, le miro con expresión escéptica mientras pienso “faltaría más”.

Dime de qué presumes y te diré de qué careces, reza el refranero español, cuya sabiduría a veces parece tan profunda como la de los Vedas. Entonces empiezan a enseñarme pashminas de no sé qué animal, lo cual me hace saltar, por el tema del veganismo. Según él, los animales viven felices y sin problemas en el campo.

  • En jaulas o cercados –añado, pero insisto en que no quiero discutir con él. ¿Pa qué?, pienso.
  • Algunas personas están muy equivocadas –dice el gili… digo el gurú.
  • No podría estar más de acuerdo contigo –contesto.

Además, quería vendérmelas a dos mil o tres mil rupias, lo cual es cuatro o cinco veces su precio real. Hasta en España se pueden encontrar pashminas por ese precio y de la misma o mejor calidad. La tostada huele a quemado por todos lados. Decido zanjar la conversación diciendo que no quiero comprar nada.

  • ¿No querías comprar algo para tu madre? –pregunta.
  • Sí, pero lo haré en otra ocasión –respondí, seco.
  • ¿Vas a tener madre en otra ocasión? –soltó.
  • Eso es presión. Se acabó, me piro.

En la traducción se pierde parte del desprecio y del sentido de su frase. Planteaba la posibilidad de que mi madre se muriese y de que yo me arrepintiese por no comprarle una pashmina en la tienda de mierda que él regentaba. El caso es que me tocó la moral y decidí salir de allí, aunque esperé a que el brahmán con el que había venido se acabase el té y me acompañase a la salida. Tengo entre mis malas costumbres la buena educación, incluso en el agravio. Mientras, el gurú de palo se puso a charlar por el móvil. Ni se despidió cuando salimos. Como no había querido dejarme timar, ya no éramos amigos. Dime de qué presumes… Tras unos segundos en silencio con el brahmán, ya fuera de la tienda, le digo:

  • Así que trabajas aquí.
  • No, no… Yo te traje aquí porque tú me preguntaste por la cooperativa de…
  • ¿Me estás diciendo que no te llevas una comisión por esto? ¿En serio?
  • No –respondió con voz tímida.
  • ¿De verdad me estás diciendo esto a la cara? –insistí– Sólo querías sacarme el dinero –murmuré.
  • No, lo que pasa es que has tenido malas experiencias en el pasado y tienes el cuarto chakra bloqueado…
  • Perdona –le corté– pero no. ¿Has oído lo que me ha dicho? Que si voy a tener madre en otra ocasión…
  • Ya –dijo entre pensativo y arrepentido– Eso no ha estado bien.
  • Después de decirme que no hay presión y que seguimos siendo amigos si no quiero comprar… Sois todos iguales.
  • A veces las palabras hacen daño –dijo, intentando quitarse culpa de encima.
  • Y las personas también…

Se quedó callado unos segundos, agachando más si cabe la cabeza, como intentando hacerla desaparecer en su pecho.

  • ¿Te enseño dónde está el bus a Amber? –dijo, intentando remediar sus acciones con palabras. Se le veía dolido consigo mismo, consciente de haber fallado a su palabra.
  • Gracias, pero puedo solo.

Acabé cogiendo un rickshaw por ₹150. Cuesta unas quince veces más que el autobús, pero no supera los dos euros, y en ese momento solo quería salir de allí para olvidar el mal trago cuanto antes. Alé, vamos a ver Amber.

Dicen que hay algo oscuro en mi mirada, que una fina pátina negra cubre mi alma, como esos monumentos de mármol a los que se les pega la contaminación de las ciudades. Dicen que he cambiado, que tengo el cuarto chakra bloqueado (el del corazón y las emociones, pues en él se sienten), que tengo un problema que me impide abrirme al otro y aceptar lo que me ofrezca. Sea lo que esto sea. En definitiva, dicen que algo me pasa.

Y tienen razón. Pero, ¿cómo no ser así? ¿Quién puede ver la buena voluntad en la miseria moral, la bondad en la bajeza, el bien tras el interés propio? Los hay que pintarían el Guernica de rosa, con toscos brochazos chillones sobre las lágrimas de sus víctimas. Quizás quedase más bonito, pero es que la historia tras el cuadro no es así. Sé que esa sería su forma de salvarse, pero (no me cansaré de repetirlo) las cosas no son así.

La mentira, la manipulación, el fallar a la palabra dada siempre fueron ajenos a mi educación, donde los silencios suplían las respuestas difíciles de encajar y otorgaban el peor de los escenarios a quien preguntaba. Pero nunca se mentía. Las palabras servían de alivio y los silencios de desconsuelo. Por eso, quizás, ahora valore las primeras aunque me regodee en los segundos. Pero, en mi casa, nun-ca-se-men-tí-a.

Eso me dio un gran sentido del honor. “Me equivoco, pero no miento”, que diría Maraña, o el “no hay valor en la mentira” de Garona, son lemas que marcan mis acciones. Pero también potenció mi inocencia, haciéndome creer que los hombres (y las mujeres) solo mentían en contadas y excepcionales ocasiones, en las que su vida dependía de dicha mentira. Pero, una vez más, la vida no es así. La constante mentira de los hombres cava, cada vez más profundamente, el pozo de aguas ya insondables que muestra mi mirada.

[…]

Nada más llegar a la puerta de la fortaleza de Amber varios mercaderes me abordan ofreciéndome un servicio de transporte en jeep o en elefante hasta la cumbre de la fortaleza. Intento discutir con ellos, decirles que si les parece bonito tener a un elefante pa arriba y pa abajo haciendo las gracias de cuatro turistas. Solo me responden: “200 rupees, English very little”. En fin…

Hay miles de palomas, por la razón que fuere, decenas de turistas y mercaderes por todos lados, como en cualquier atracción turística. El fuerte no está a más de cien o doscientos metros de altura, por lo que subir en elefante es absolutamente innecesario y le ahorras al animal el mal trago.

Y ahí iba yo, esquivando mercaderes cuesta arriba cuando, de repente, al llegar a un cruce me encuentro el espectáculo: un elefante mayor, reventado de subir y bajar constantemente al fuerte, con la piel destrozada y la boca abierta para no ahogarse. Antes de verlos no pensaba subirme por principios, pero me parecía una experiencia divertida, exótica. Al ver al elefante se le fue toda la gracia y se me quitaron las ganas de golpe…

Una imbécil me saluda desde el howdah al elefante, con una estulta expresión que buscaba un reconocimiento por mi parte, como si haberse gastado diez euros en un estúpido viaje a lomos de un elefante le transformase en una maharajina. En fin… Cuando llegamos arriba, cada uno acorde a su forma de vida, pudimos ver la muralla que rodea todo el pueblo a través de las montañas, como si fuera una pequeña maqueta de la gran muralla china.

Aquí me hicieron por primera vez un descuento por ser estudiante: en lugar de los ₹500 que costaba la entrada general, solo pagué ₹300 para acceder a los típicos templos de mármol decorados con cristales de colores, piedras preciosas o espejos que alberga el interior del fuerte. No por ser típicos dejan de ser bellos.

En su interior, un grupo de españoles visitaban el museo a la par que yo y, como iba perfectamente camuflado con mi traje de yoga, mi pañuelo y demás, me hice el sueco (o el indio) mientras visitábamos el fuerte, escuchando como hablaban con el guía que habían contratado, seguramente por diez veces más de lo que cuestan sus servicios. “Queremos ir a un sitio típico. Bueno, típico pero limpito, ya sabes. Con bailes y eso”.

Desde el fuerte se veía el pueblo de Amber con una serie de templos dispersos por aquí y por allí que parecían tener algo que ofrecer. Decidí bajar andando al pueblo por la parte de atrás del fuerte y a los pocos pasos desaparecieron todos los turistas, por lo que me vi de nuevo solo por las calles de la India. Pero, como ya he dicho en otra ocasión, en la India hay gente. Siempre, en cualquier calle y a cualquier hora, por lo que no me sorprendió verme sorprendido por una niña de unos ocho o diez años la cual empezó a hacerme preguntas nada más verme. Al principio parecía que tenía buen inglés (relativamente hablando), pero a los pocos segundos me di cuenta de que estaba repitiendo las mismas preguntas en bucle casi sin esperar a escuchar la respuesta y, para ser sinceros, creo que sin entenderla muy bien. “Country? Age? Name? Country?”

Paseé durante una hora aproximadamente por el pueblo entrando en sus distintos templos y peleándome con los tenderos. A uno le compro una papaya y le pido que, por favor, le quite la piel. Tiene el cuchillo en la mano, no le cuesta nada hacerlo, de hecho, acepta hacerle unos cortes superficiales, pero no le da la gana pelarla. Entonces le digo que si no me la da pelada, no la quiero, porque no puedo pelarla con las mano y discutimos un rato hasta que me dice que le da igual venderme la papaya o no. Una mujer nos escucha y se une a mí para intentar convencer al tendero, mirándole con cara de “¡pero tío!”. Ni aun así. En el tiempo que llevamos discutiendo ya podría haberla pelado sobradamente. Total, que me toca comerme un par de plátanos en otra tienda…

Con mi fruta sin pelar en la mano, cojo un rickshaw al Jal Mahal, el edificio inundado, que será la siguiente visita del día. Las fotos explican perfectamente el nombre del templo y la razón del por qué no entré a verlo:

Mientras me como la fruta recién comprada, observo el templo inundado mientras pienso: “fijate, está inundao” (soy un tipo complicado con un gusto sencillo, que diría Lópes), cuando ocurre lo siguiente (ojo a los más aprensivos, pero creo que estos detalles, impensables en una cultura, son interesantes de contar). El caso es que un niño juega a mi alrededor mientras la madre vende mazorcas de maíz a unos pocos metros. De repente, el niño se baja los pantalones y empieza a hacer sus necesidades en medio de todo el mundo. Cuando parece que termina, sigue dando vueltas por ahí con los pantalones bajados hasta que, a los pocos minuto, vuelve a agacharse y hace un poco más de sus necesidades. Se tira así un buen rato. En fin… la India.

Asqueado por la situación, acabo cogiendo otro rickshaw directamente al hotel. Ceno un hamburguesote (vegano) y me voy a leer un rato antes de dormir. El Rajiv este… fíjate, eh… No me gusta, pero puede que sea un crack.

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