Parte I: los primeros choques con la India

Parte I: los primeros choques con la India

octubre 31, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 0. Preparación
Día 1. Nueva Delhi – Haridwar
Día 2. Haridwar. Los ghats; el templo de Ganga
Día 3. Haridwar – Rishikesh
Día 4. Rishikesh, la capital del yoga
Día 5. Rishikesh – ¿Gangotri?
Día 6. ¿Gangotri?

 

Día 5. Rishikesh – ¿Gangotri?

4:15 de la mañana. Llueve. Mejor dicho, sigue lloviendo. Lo hace durante todo el trayecto que tengo que andar hasta la carretera más cercana. Sigue habiendo gente por las calles. Más calmas que durante el día, bien sentadas en el suelo viendo la vida pasar o fumando un cigarrillo, pero… hay cientos de personas. Principalmente monjes. Cojo un tuc-tuc por ₹100 a la estación de autobuses. Justo entonces deja de llover. Bueno está…

Me dicen que no hay autobuses a Gangotri. No saben explicarme bien por qué. El caso es que tengo que ir a Uttarkashi, la ciudad más cercana, desde la cual intentaré buscarme la vida para llegar al que es el último pueblo de la India (o el primero, según se mire). Su encanto reside más en el simbolismo que en el propio lugar, ya que es donde nace el Ganges. Pero esa es razón suficiente para ir a verlo, por lo que decido ir a Uttarkashi.

El autobús se va llenando poco a poco. Hasta que no esté completo no salimos. Y si no se llena, no salimos, así que todo el mundo es bienvenido. Una señora me echa de mi sitio, junto a la ventana, para sentarse ella. Qué listos… Ya no me la hacen más. Paramos a repostar gasolina (algo que se hace con el motor encendido e introduciendo la manguera en medio del autobús, ya que el acceso al depósito está en el pasillo) y, a las 5:30 de la mañana, emprendemos el viaje a Gangotri. Digo… a Uttarkashi.

Rápidamente entramos en un paisaje montañoso, de carreteras estrechas que van bordeando las laderas de los pequeños Himalayas, sin quitamiedos ni demás historias en los márgenes. En ocasiones está asfaltada y, en otras, cubierta de restos de piedra o arena que tapan los socavones del asfalto. De repente, el autobús se detiene.

“Llevamos media hora parados en medio del camino. Un derrumbamiento de piedra provocado por las lluvias monzónicas lo ha cubierto por completo. Unos treinta metros de largo y hasta cinco o seis de alto de piedra pizarra, barro y algún arbusto han caído sobre la estrecha carretera de doble sentido, la única, por otro lado, que conecta Gangotri, y Uttarkashi, con el mundo. Tardaríamos días en quitarlas con las manos, por lo que ni lo intentamos. Además, mientras las mirábamos, estupefactos, se desprendían piedras sueltas de aquí y allá. Los coches más pequeños y motos se han vuelto cuesta abajo, pero los autobuses tienen más difícil girar en esta carretera de escasos dos metros. Estamos a varias horas en coche de la ciudad más cercana, cientos de metros montaña arriba, junto a una pared de pizarra de varios metros de altura. Unos treinta locales y yo esperamos. Es todo lo que podemos hacer. Empieza a llover de nuevo.”

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[…]

Llevamos dos horas parados. Una mujer lee tranquilamente a mi lado. Lleva un ajuar ostentoso (llamado palla dastoor), como la mayoría de mujeres de por aquí. Es una de esas campesinas que parecen princesas, según Javier Moro. Y no le falta razón, ya que esta es una zona de campos de cultivo, pero los padres de las mujeres se arruinan para casar a su mujer con un buen marido, al que tienen que pagarle pero que, a su vez, se arruina para comprarle un ajuar a la novia. Hay que tener en cuenta que viajamos en un autobús público en el que cuesta unos tres euros (₹240) un viaje de ocho horas, por lo que los ajuares no son signo de riqueza. O sí, pero de una forma distinta a como lo entendemos en occidente.

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Que yo pueda ver, lleva dos pendientes de oro con una cadenita (también de oro) que se incrusta en la parte superior de la oreja, unas diez pulseras en las manos con incrustaciones de oro y piedras preciosas (rubíes y esmeraldas), un anillo de plata (en el pie) con incrustaciones de vete tú a saber qué joyas, varias pulseras de plata en los tobillos, un piercing en la nariz con un rubí, tres o cuatro anillos también dorados con sellos y un collar, cómo no, de oro. Además, supongo que en casa tendrá cinturones, ropa y demás objetos de valor. Pero para salir a la calle lleva únicamente lo indispensable, claro.

[…]

Llevamos tres horas y todo el mundo está tranquilo. Duermen, escuchan la música del autobús (cuya batería debe ir menguanduno por momentos), leen un único periódico que se van pasando unos a otros o miran hacia adelante, sin más. Por mi parte, que he visto y reflexionado durante estos días sobre la capacidad de adaptación de los indios así como sobre el otro extremo por el cual intentamos tener todo bajo control (representado por los occidentales), me da igual llegar hoy a Uttarkashi, a Gangotri, volver a Rishikesh o quedarnos por aquí.

Parece que hay movimiento en la carretera. A los pocos minutos, el conductor sube al autobús y arranca. Con unas máquinas que estaban preparadas para la ocasión (parece que esto ocurre a menudo), han conseguido aplanar las piedras para hacer una especie de camino de escombros por el cual atravesar el derrumbamiento. Quitarlas llevará varios días. El coche que va delante de nosotros tiene que dar marcha atrás y coger impulso para, al segundo intento, atravesar la montañita de escombros. Nosotros lo conseguimos a la primera, aunque no sin dificultad.

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Ahora sí, continuamos el camino entre mujeres que cargan fardos de hierba en la cabeza para alimentar a los animales y grupos de chicos jóvenes que están levantando muros de contención a los bordes de la carretera, para evitar más derrumbamientos.

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Un chico joven empieza a hablar conmigo. Me acaba contando que él va todos los días al colegio en este autobús, durante cuatro horas. Habla con orgullo de sus clases, que intuyo que son al estilo occidental, en un colegio inglés. Mientras continuamos atravesando rebaños de cabras o vacas, portentosos templos a los márgenes de la carretera y pueblecitos por aquí y por allá destacan entre el verde de las montañas escalonadas. No dejo de pensar en esos versos de los Chalchaleros, cantados por Jorge Cafrune (Paisajes de Catamarca):

“Paisajes de Catamarca

con mil distintos tonos de verde.

Un pueblito aquí, otro más allá

y un camino largo que baja y se pierde.”

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Pasadas varias horas, se sube una mujer que obliga a menospreciar el ajuar de las demás. No me gusta hacerle fotos a la gente en la cara, me parece descarado [heheee], pero la ocasión lo exigía. Le pedí permiso (en el idioma universal, es decir, señalando a la cámara y luego a ella mientras sonreía) y le hizo gracia, así que pude sacarle unas cuantas.

“veían por el campo manchas de color amarillo, rojo, malva, rosa, que eran los turbantes de labradores y pastores que caminaban entre el polvo ocre que levantaban sus rebaños. Sus mujeres iban vestidas en los mismos tonos; lucían joyas de plata vieja y piedras semipreciosas y parecían princesas en lugar de campesinas” (cap. 9).

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Después de doce horas de viaje, llegamos a Uttarkashi. Es una pequeña ciudad con una clarísima mayoría árabe, que no tiene mayor interés que ser la única ciudad en todo el valle de Gangotri donde los vecinos de los pueblos cercanos pueden acercarse a la civilización (a un cajero, internet y similares). Paso por sus calles hasta encontrarme con una cremación a las orillas del Ganges y desde la distancia, con respeto, me siento a verla. Las llamas devoran todo rápidamente, sin morbo ni imágenes desagradables. Simplemente, se consume todo, y los familiares que están más calmados echan las cenizas al río, que las engulle instantáneamente, mientras los más cercanos lloran la pérdida.

Antes de ir al hotel, compré una mazorca de maíz a un hombre que las vendía en la calle. ¿Qué serían los viajes sin la comida callejera? Las calientan en un hornillo de unos veinte centímetros de alto y puro hierro ennegrecido. Te echan un poco de lima y sal, y listo. Con 15 céntimos de euro ya he cenado. Y, ahora sí, vamos a dormir que mañana espera otro largo día de viaje. ¿Conseguiré llegar a Gangotri?

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