Me he adentrado andando cien kilómetros en la selva en busca de ciudades mayas perdidas, he escalado tres volcanes, dos de ellos en activo, he dormido en medio de dos manglares, me he tumbado a descansar en el auténtico paraíso (en dos ocasiones), me bañé en dos océanos distintos, uno de arena negra y aguas enfurecidas, otro tranquilo y de agua dulce; y he estado en poblados y aldeas de varias etnias originales distintas
Historias del Rajastán: El sati, o sacrificio de las viudas, es un ritual por el cual la mujer (viva) de un hombre fallecido se arrojaba a las llamas de la cremación de este, para morir con él. Normalmente, ingerían drogas para soportar el dolor y facilitarles tomar la decisión y, en ocasiones, se dice que la droga servía para obligarla a cometer el suicidio. Era propio del Rajastán, que siempre ha sido tierra de guerreros, cuyas muertes eran por ello frecuentes.
Un hombre afeita a otro a navaja en la calle, sentados sobre sendos taburetes de madera; otro va sin camiseta, con una toalla al cuello y una pastilla de jabón en la mano para ducharse en la fuente más cercana; un tercero se lava los dientes en medio de la carretera, escupiendo la espuma en una boca de alcantarilla; más allá, una mujer lava la ropa con ayuda de un pequeño barreño, frotando los saris contra el asfalto, mientras que otra friega los cacharros de la cena de ayer, para usarlos en el desayuno. Los tenderos empiezan a colocar el género a la vista, los que no llevan ya varias horas sirviendo tés o zumos de azúcar o fruta variada. Uno de ellos pela granadas una a una echando los granos en un gran barreño a sus pies, otro espera tranquilamente con un machete de gran tamaño al lado de un bloque de hielo de unos dos metros de largo, dos de ancho y unos treinta centímetros de alto a que alguien le pida un par de kilos para refrescar cualquier cosa, los carniceros (árabes) hacen volar los cuchillos con destreza y el aire de las inmediaciones del bazar se impregna de un olor a óxido denso y penetrante. Kolkata despierta.
“Callejuelas estrechas, serpenteantes, pavimentadas con viejas piedras de río que brillaban de una pátina producida por los pies de innumerables generaciones de peregrinos atravesaban el corazón de la ciudad. Una ciudad donde las vacas tenían preferencia desde el alba de los tiempos, y que recorrían santones con el cuerpo cubierto de ceniza y el cabello enmarañado, campesinos recién casados con sus mujeres del brazo, abuelas con sus nietos y ancianos que venían de muy lejos para llegar al templo de Vishwanath, el señor del Universo. Una ciudad considerada el lugar más sagrado del mundo por los fieles hindúes”
Ok, paremos por un momento a pensar. Estoy en un áshram a las afueras de Gangotri, en el que quizás sea el último pueblo de la India por los Himalayas (pues está a escasos dos kilómetros de la frontera con el Tibet). Soy el único extranjero aquí. De hecho, he podido quedarme gracias a que Kadras Mai ha intercedido por mí frente al maestro. No creo que se hayan quedado muchos extranjeros en el áshram en los últimos años. Desde luego, no está preparado para el turismo habitual. Este lugar es absolutamente genuino; la India más pura posible.
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