Y, entonces, llegamos. Un pequeño grupo de personas se arremolinaba en una minúscula placita que albergaba una obra maestra entre cuyos recovecos fluían calmas, como si no fuese con ellas la cosa, aguas claras como las de un lago glaciar, dando el toque justo de dinamismo a un conjunto de tritones, hipocampos y al mismísimo océano, que quedaron petrificados para poder formar parte, durante una eternidad, de la Fontana di Trevi.Cientos de pequeñas monedas relucían en su fondo despidiéndose de los turistas que las lanzaban de espaldas como si fuesen las estrellas que, en pleno día, se dejasen reflejar en sus aguas y una armonía que envidiaría cualquier paisaje natural reinaba en la plaza. El monumento reposaba sobre las calles de Roma como si siempre hubiese estado ahí, como si el resto de la ciudad se hubiese construido a raíz de ella y acorde a ella, como si hubiese surgido de la tierra de manera natural.
No sé qué hora sería. Llevábamos ya un buen rato durmiendo, eso seguro. Nos despertamos con los ladridos de más de una docena de perros que, a nuestro alrededor, aullaban y ladraban como locos. Estaban hambrientos. Los aullidos atraían a más perros, mientras el guía los espantaba con un palo sin levantarse de la cama por el frío y la pereza. Me tranquilizó verle así, pues no debía de considerarlos una gran amenaza. Menos mal que éramos cuatro adultos, un niño y sendos camellos, porque si no nos habrían comido… Si llego a estar solo, me comen. Sin duda… Menos mal que no me adentré solo en el desierto, porque no habría salido de él. Eso sí, a esta hora las estrellas, incluyendo la vía láctea, se veían de maravilla.
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