Parte II: siete días con los eremitas

Parte II: siete días con los eremitas

octubre 31, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 6. Gangotri (continuación)
Día 7. ¡Gangotri! Primer día en el áshram
Día 8. Vuelta a Uttarkashi a por suministros
Día 9. Gangotri, el kathá
Día 10. Gangotri, reflexiones
Día 11. ¿Gaumuk? Gangotri y el maestro
Día 12. Gangotri… ¿y el puente?
Día 13. Gangotri, último día

 

Día 11. ¿Gaumuk? Gangotri y el maestro

Despierto con las primeras luces del alba. Bueno, con las segundas, más bien. No hay prisa, ya que el guía no me ha llamado y supongo que hoy tampoco vamos a ir a Gaumuk. Me reciben con el primer té de la mañana al poco de salir de mi habitación. El maestro, el guía y el peregrino nepalí que llegó ayer bromean distendidamente en el patio. Este último machaca unas hojas de menta junto con un tomate y unos ajos haciendo uso de un gran mortero mientras el cocinero va calentando el agua con leña para los baños de la mañana. El maestro fuma sus dos cigarros matutinos. A la vez. Las nubes, a esta hora, están aún a nuestra altura. El guía empieza a ducharse en calzoncillos, ante la mirada del maestro y otro de los babas que acaba de llegar mientras los pájaros picotean los restos de comida que ayer cayeron al suelo al fregar los platos. De repente llega un barbero, que ha venido desde el pueblo para afeitar con hilo al maestro. Esta es una práctica de lujo en occidente, pero es lo más habitual aquí.

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“El maestro tiene ciertos privilegios, prácticamente simbólicos: su vaso es más grande, se coloca siempre el primero en la fila, no friega sus platos, tiene una pequeña alfombrita para sentarse a comer…

Su presencia es imponente, la típica que te puedes imaginar en un maestro hindú. Mayor, de unos cincuenta y cinco años, tez oscura, arrugas marcadas… Siempre serio, sensación que potencia una barba larga y ligeramente descuidada que canea en las puntas. Es delgado, lo que marca más aún las expresiones de su rostro y va vestido con un turbante blanco, excepto en la mañana temprano, y unas ropas modestas: túnica blanca y chaleco rojo. En su frente luce el símbolo del tercer ojo, llamado tilaka, pintado con pasta de sándalo roja y amarilla y lleva cuatro anillos en la mano derecha; tres de plata y uno de oro, como el reloj que tiene en la mano izquierda, además de varios pendientes en la parte superior de las orejas y unas cuantas pulseras de plata.

Su voz es profunda, calmada. Parece sabio, aunque no entiendo ni una palabra de lo que dice y, excepto en los escasos momentos de vida comunitaria, está tan volcado hacia sí mismo que parece que lo ocurre a su alrededor no le afecta. O, mejor dicho, es como si no lo juzgara. Además, tiene unas formas más refinadas que el resto, por ejemplo, no escupe ni eructa con total descaro.

Esta apariencia seria y profunda no contradice a su parte más humana, más distendida. Al guía le quitó un par de billetes de las manos mientras se reían diciendo algo que yo entendí como “contribución” y a mí, que parece no hacerme caso y no sé hasta qué punto le gustan los extranjeros, me soltó un grito de advertencia (que llegó tarde) y una sonora carcajada cuando me eché agua del cuenco equivocado (el del agua caliente) sobre las manos. Son pequeñas anécdotas que muestran que disfruta con la presencia de la gente e interactúa gustosamente con ellos”.

Parece que al final no vamos a poder ir a Gaumuk hoy tampoco. Resulta que las lluvias del otro día arroyaron un puente (o yo qué sé) y no se puede ir. Hay que tener en cuenta que me lo explica un guía que sabe “English very little”, por lo que no me entero muy bien de qué pasa. Consigue explicarme que el guardia del parque nacional ya está intentando arreglarlo y que, quizás, para mañana esté listo… Por lo tanto, paso el día como los anteriores, tranquilo. Voy a ver el kathá al pueblo, me paso por los ghats a ver a la gente bañándose en el Ganges, vuelvo a comer al áshram, intento meditar frente al Ganges, limpio con cuidado las heridas de los pies, escribo…

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“El primer contacto con la India ha sido duro. Pensaba encontrarme una espiritualidad profunda y una corrección moral intachable en todas sus facetas. No sé por qué… Es el lugar donde surge el hinduismo, una religión que promueve la paz y la unidad, además de ser una de las sabidurías más profundas de la humanidad. Una cultura ancestral y, a la vez, viva. Creía que la India iba a ser un reflejo de los grandes libros hindús que había leído. Y no. En la India la gente es muy diferente a los sabios maestros cuyas obras llegan a occidente. La mayoría son buenas personas, sencillas que van a lo suyo; otra gran parte son comerciantes sin escrúpulos; otros son unos bordes que desprecian al extranjero… Aunque es cierto que existe una India pura, un lugar de espiritualidad y paz. Y está aquí, en Gangotri.

Entonces llegó el segundo golpe. Después de estar toda la vida buscando algo… ¿qué? ¿Qué ocurre cuando lo encuentras? ¿Qué pasa después de que el príncipe y la princesa maten al dragón y escapen? ¿Qué viene después del plato de perdices? Eso no está en la narrativa de nuestra cultura, cuyos finales son siempre alegres y cerrados. En ella, las historias se basan en perseguir un objetivo y terminan con su consecución. Pero… luego ¿qué?

Eso me ocurrió en Gangotri: encontré un lugar de espiritualidad pura al que ir a liberar mi mente por completo, un último destino entre los sabios eremitas de las montañas del Himalaya, un lugar que siempre he estado buscando mentalmente de una u otra forma. Y allí estaba yo, sin nada que hacer, sin nada en qué pensar ni con qué distraerme. Sin nada. Y, en lugar de verme invadido por una gran calma y una espiritualidad profunda, surgieron todas mis frustraciones, mis necesidades y carencias, mis anhelos, mis temores… El tedio… Ese que viene sin razón y se va sin motivos. Yo, al fin y al cabo.

No estaba preparado para ello. Me vi envuelto en un retiro espiritual que no me había planteado. Me enfrenté a una batalla conmigo mismo que me pilló por sorpresa y la perdí claramente”.

 

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