Parte VII: El desierto del Thar

Parte VII: El desierto del Thar

diciembre 11, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 37. Jaisalmer, la ciudad dorada
Día 38. Jaisalmer, buscando provisiones
Día 39. El desierto del Thar
Día 40. El desierto del Thar (II)
Día 41. El desierto del Thar (III)
Día 42. Bikaner, el templo de las ratas
Día 43. Bikaner – Nueva Delhi
Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India
Día 45. De vuelta a casa

 

Día 45. Vuelta a casa

Mi último día en la India era lunes, el día sagrado (es decir, festivo) del hinduismo, por lo que todo estaba cerrado. Sin embargo, para ser sincero, no tenía las más mínimas ganas de ver nada más. La India es un lugar tan sumamente estresante, caótico y desagradable para un occidental, que no pude con ella. Nada más levantarte varias cucarachas campaban a sus anchas por la habitación (en la mayoría de hoteles); en la recepción de estos te solían poner problemas siempre; al salir a la calle, cientos y cientos de mercaderes, taxistas y demás trabajadores se te acercaban a ofrecerte sus servicios, una vez y otra vez y otra vez…

La mayoría de la gente no entiende tu idioma, como es normal, pero hacen como que sí cuando quieren venderte algo; nadie te ayuda lo más mínimo cuando tienes un problema; les da igual molestarte poniendo la música a todo volumen por la calle durante la noche o llamar a la puerta de tu habitación para preguntarte algo, aunque sean las cuatro de la madrugada, o empujarte cuando quieren pasar y estás en medio o no darte una habitación de hotel solo porque no les gusta tu apariencia o mirarte con desprecio por el mejor hecho de ser extranjero…

Esto por no hablar del picante, presente incluso en las comidas no-picantes; los puñeteros monos que te hacen estar en tensión constantemente, no vayan a robarte algo; perros, ratas y demás animales callejeros (por no hablar de las serpientes) con los que hay que tener cuidado, no vayas a pisarles y te contagien la rabia; la ausencia de jabón, toallas o papel, así como de agua caliente o café; la absoluta ausencia del concepto de “cafetería”, que hace que no haya un lugar donde sentarte a tomar un café tranquilo mientras escribes en toda la India…

La humedad asfixiante, el calor inhumano y las lluvias torrenciales; el caos de las ciudades, las calles llenas de baches y demás obstáculos; la ingente cantidad de personas que están SIEMPRE en la calle; el eterno ruido de los coches, motos, rickshaws, trenes y hasta bicicletas, que pitan cada pocos segundos para que te quites del medio; el hecho de que te pasan rozando con la moto porque si te atropellan, ¡bueno está!; y los taxistas que te llevan a donde sea, sin saber a dónde vas y te dejan donde les parece oportuno, sin importarles qué lejos estés de tu destino… Gente escupiendo por todos lados sus mocos, en el mejor de los casos, o escupitajos de apariencia sanguinolenta a causa de la maldita hoja de betel, eructando y meando o defecando en la calle, montones de plásticos acumulados por doquier, jabalís y búfalos comiendo restos de sobras por las calles, vacas haciendo sus necesidades en cualquier sitio…

¿Me explico? La India es un lugar… ¡Buah! Yo qué sé… Te desespera. Así que cuando vi que todo estaba cerrado, aproveché para irme a Conaugh Place, encontrar algún tipo de restaurante donde me pudiese sentar a escribir tranquilamente y pasar así parte del día. El avión salía por la tarde temprano, por lo que tampoco tuve que hacer mucho tiempo hasta que llegó la hora de coger el Uber y plantarme en el aeropuerto. Destino: hogar.

[…]

La India es un lugar insoportable y, aun así, encantador. Escribo estas líneas varios meses después de haber vuelto, pues cuando estaba allí, todo me hacía saltar y rechazar el lugar. Estaba molesto, incómodo, deseando volver. Los conocidos que habían estado en la India me escribían con una especie de condescendencia complaciente, entendiendo el hartazgo en el que me encontraba, pero insistiéndome en que, con el tiempo, entendería lo que estaba pasando. Nada más regresar, estaba completamente quemado, agotado de la lucha constante que supone hacer cualquier cosa en este país y con ganas de quedarme en occidente durante una temporada.

Ahora, no aguanto las ganas de volver a ir a aquel lugar. No sé qué tiene, pero es mágico, atractivo y exótico. Único. Una conocida me decía: “no hay ningún otro lugar en el mundo como la India” y es cierto, a lo que añado que todos los demás lugares se parecen más entre sí de lo que la India se parece a cualquiera de ellos por separado. Claro que cada lugar es único, pero entre las unicidades de cada uno todos tienen un algo en común, al cual la India se escapa. No puedo formular con palabras lo que hay allí. Quizás sea su consciencia de ser una sociedad ancestral, inmersa en un mundo globalizado, sumando las contradicciones propias de ambos mundos. Podría decir que es la espiritualidad de las montañas; la sacralidad que se respira en Varanasi; la crueldad y la alegría de Kolkata; la pobreza, en todos los sentidos, del desierto…

Y, es todo eso, pero es algo más. Es la absoluta coherencia de un sistema esencialmente incoherente, cuyo reflejo nos muestra que los esquemas occidentales son válidos, pero relativos a nosotros mismos. La India te muestra que la realidad es distinta a todo lo que pensabas. Por una razón o por otra, acaba mostrándote que los conocimientos que creías tener más fundados y que son más universales, no lo son, porque no funcionan allí y sin embargo aquello funciona, aunque lo haga a su manera. Es un lugar lleno de contradicciones, donde estas no funcionan como críticas a una argumentación, sino como forma esencial que constituye el sistema, abrazando la totalidad de la vida tal y como esta se presenta, aceptando la realidad incluso en su faceta cruel y despiadada. Es como hacer una casa con espacios, introduciéndolos entre los ladrillos, colocando el tejado en el suelo para protegerte del agua de rocío y anclar los cimientos al aire. Es una locura, lo sé, pero en la India tendría sentido. No hay ningún otro lugar así en el mundo.

 

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