Parte VII: El desierto del Thar

Parte VII: El desierto del Thar

diciembre 11, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 37. Jaisalmer, la ciudad dorada
Día 38. Jaisalmer, buscando provisiones
Día 39. El desierto del Thar
Día 40. El desierto del Thar (II)
Día 41. El desierto del Thar (III)
Día 42. Bikaner, el templo de las ratas
Día 43. Bikaner – Nueva Delhi
Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India
Día 45. De vuelta a casa

 

Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India

El objetivo en Delhi era claro y sencillo: visitar los memoriales de los primeros ministros de la dinastía Gandhi, ya que llevo todo el viaje leyendo sobre ellos y creo que son la muestra más clara de la política india tras la independencia. Las tumbas de Nehru, Gandhi, Indira, Rajiv y Sanjay reposan todas en el corazón de Nueva Delhi, donde se cremaron sus cuerpos. Además, las grandes ciudades me agotan y no creo que tengan demasiado que ofrecer para el turismo, así que prefiero pasar poco tiempo en Delhi y pasear por un lugar tranquilo.

Así que pedí un café y tostadas, me duché con agua caliente (todo un lujo) y cogí el metro al Rajiv Ghat. Este es bastante moderno, comparado con muchos europeos, lo cual le ocurre a muchos países subdesarrollados, que al poder permitirse construir un metro más tarde que otros lugares occidentales con mayor riqueza, han acabado construyendo un metro de mayor calidad y que está en mejores condiciones. Además, es muy eficiente, aunque hay pocas paradas donde cogerlo en comparación con el de Madrid, por ejemplo.

En cuanto descifré la forma de pagar un ticket y atravesé los tornos, pregunté a un grupo de personas: “Rajish Ghat?”, pero no me entendían, era como si no conociesen ese sitio. De repente, uno de ellos cayó: “ahhh, Rajish Ghat” dijo, mientras se reían de mi pronunciación del hindi. Dirán lo que quieran, pero pronunciamos exactamente lo mismo…

La India supera a muchos países occidentales en cuestiones de reciclaje y protección del medioambiente, contando con un ministerio para ello, ya que su clima les hace ver la relación directa entre el cambio climático y los desastres naturales anuales con la llegada del monzón. Entre otras muchas medidas sencillas, está el hecho de reciclar los billetes del metro, algo que en Madrid se está implementando actualmente…

Empecé visitando la tumba de Gandhi, a la que se entra descalzo, como se hace en los templos. Una plataforma cubierta de losas negras guarda un puñado de sus cenizas, el resto de las cuales fue arrojado al Ganges, sobre la cual arde una gran vela de fuego perpétuo velando por su alma y recordando la grandeza del espíritu del fundador de la patria India. No en vano, Tagore, el gran poeta indio, le apodó Mahatma, es decir, la gran alma.

Pacifista, austero, célibe… pero también un aguerrido luchador, Gandhi venció a los ingleses en una ardua guerra contra la corona británica. Eso sí, sin derramamiento de sangre, lo cual no quiere decir que su única arma fuese el diálogo, porque este no funciona contra las bestias. En la guerra política y económica, Gandhi fue un soldado. Por ejemplo, fomentó el uso de la rueca, con la cual los indios podían tejer su propia ropa hundiendo así la industria textil británica con la cual se había establecido un régimen colonial.

La India es un lugar muy particular, capaz de dar a luz a una personalidad pura e iluminadora como Gandhi, cuyo ejemplo guía al mundo entero, pero capaz también de engendrar a su asesino, quien le pegó un tiro tras saludarle con una sonrisa en la cara, buscando defender un nacionalismo fascista de corte hindú. Y, lejos de ser un “lobo solitario”, como suele decirse, representaba a un sector político y social con bastantes apoyos, que buscaba fundar una India hindú, donde no hubiese espacio para otras religiones minoritarias como los sijs o los musulmanes, lejos de la idea de multiculturalidad interreligiosa de Gandhi y Nehru.

Caminando a lo largo del parque se encuentra el memorial de Rajiv Gandhi, nieto de Nehru e hijo de Indira Gandhi, que fue primer ministro tras la trágica muerte de su madre. Educado en Oxford, Rajiv hablaba mejor inglés que hindi y estaba fascinado por el progreso y la tecnología, la cual supo introducir en la India. Consiguió grandes avances con en campos como la comunicación o la predicción climática, lo cual en la India es algo más serio que un método para planificar el fin de semana, ya que puede salvar la vida de muchas personas que viven en poblados arrasados anualmente por las lluvias monzónicas.

También liberalizó la economía, siguiendo las recetas de la vieja Europa y consiguiendo los mismos resultados: grandes avances económicos a costa de generar más desigualdad y más empleo pero más precarizado. Aumentó la pobreza, aunque la economía crecía por los beneficios de las grandes empresas y la clase media. Me da la vaga sensación de que nunca terminó de entender la esencia de la India. Y la de Europa, tampoco.

Igual que su madre, murió a manos de una representante de una minoría cuyas peticiones no supo escuchar. Los tamiles, una región cultural que se extiende por el sur de la India y el norte de Sri Lanka, esto es, dividida por fronteras, buscaban la independencia por todos los medios posibles incluyendo a los Tigres Tamiles, una facción terrorista, parte armada del conflicto. Frente a una revuelta en Sri Lanka que amenazaba con extenderse al sur de la India, Rajiv despliega el ejército para rebajar la tensión, firmando un tratado de paz que se incumplió a todas luces una vez que Rajiv abandonó la zona. Los Tigres Tamiles no le perdonaron que sofocase una revuelta que podía haberles traído la independencia, por lo que le asesinaron inmolando a una de sus miembros mientras le presentaba los respetos al primer ministro. Casi no quedaron restos de su cuerpo…

Pocos metros más allá, una bella piedra recuerda el legado de Indira Gandhi, madre de Rajiv y Sanjay, cuyas cenizas se echaron sobre los Himalayas bajo petición suya. Su principal objetivo fue acabar con las hambrunas de una India recién independizada. Creó campos de cultivo, introdujo nuevas semillas y especies transgénicas, pidió ayuda al extranjero cuando fue necesario… Y voilá, en unos pocos años la India dejó de sufrir las crueles hambrunas del pasado, al menos no con tal virulencia. También ganó una guerra contra Pakistán, frenando un ataque de estos a Bangladesh por cuestiones raciales, y se granjeó el apoyo del pueblo llano yendo de aldea en aldea en cada jornada electoral.

Todo esto hacía que fuese considerada una especie de diosa o encarnación divina por muchos ciudadanos, ya que en las zonas rurales de la India las divinidades se mezclan con las grandes personalidades. De hecho, en una ocasión, sus adversarios políticos intentaron vilipendiar su imagen con una campaña en la que la comparaban con una serpiente: “Indira, la víbora, ataca de nuevo”, rezaban carteles colocados por todos lados. Sin embargo, no tuvieron en cuenta que en la India las víboras y las cobras son alabadas como dioses o mensajeros de estos. Los muy imbéciles no sabían ni las creencias del pueblo sobre el que pretendían gobernar. El caso, es que acabaron haciéndole un favor.

“En la India, las capas más desfavorecidas de la población son indiferentes a la distinción occidental entre historia pasada y actualidad, entre verdad y mito. Para ellos, todo es verdad” (Javier Moro, cap. 39).

Sin embargo, el nepotismo y la corrupción ensuciaron su gobierno. Y no por ella, sino por ser ciega a las malas prácticas de aquellos que le rodeaban, incluyendo su hijo Sanjay. Al final, murió a manos de un guardaespaldas de su escolta personal, como respuesta a un conflicto independentista-religioso con los sijs, como ya he comentado en otro lugar. Indira no quiso apartar a los sijs de su escolta, a pesar de que se lo recomendaron sus expertos en seguridad, confiando en el valor de la tolerancia, la unidad y el perdón. Pocas semanas más tarde, su escolta y amigo le vació dos cargadores, junto con otro sij, tras lo cual se entregó diciendo “he hecho lo que tenía que hacer, ahora hagan ustedes lo propio”.

Pensando en la muerte de Indira y en cómo representa a la perfección lo peor de la mentalidad india, me senté a descansar en un banco que hay cerca de su tumba, junto a un lago sobrevolado por decenas de águilas.

Posteriormente continué hacia el memorial de Nehru y Sanjay. El primero fue la mano derecha de Gandhi, fundador de la India moderna, independiente, y cara política de la cual Gandhi representaba la faceta más espiritual. Sufrió el aislamiento en la cárcel, la persecución, la partición de la India (el mayor conflicto migratorio de la historia de la humanidad, superando con creces las trágicas migraciones actuales de oriente medio)… pero consiguió una India unida. Al menos, políticamente.

El último memorial merece menos respeto, políticamente hablando. Si está aquí es por un acto de nepotismo y ceguera de Indira. Sanjay, ni fue primer ministro, ni buen político, ya que participó y causó los mayores casos de corrupción del gobierno de su madre (incluyendo el caso Maruti o la subida corrupta de los precios de los bienes de primera necesidad) y algunas de las medidas más impopulares como las campañas de esterilización forzada que buscaban disminuir el imparable crecimiento demográfico indio (cuya población se ha triplicado en tres años, pasando de cuatrocientos millones a mil doscientos).

Bajo la sombra y el nombre de su madre, actuaba como primer ministro, sin serlo. Su carrera política empieza con el llamado proyecto Maruti, que buscaba crear un coche cien por cien indio, adaptado a la realidad del país, fabricado con mano de obra local en fábricas propias y con materiales de la zona. El problema es que su única experiencia era el trasteo extraoficial al que le había llevado su pasión por los coches, pero, al ser el hijo de Indira, consiguió financiaciones millonarias. Como el coche nunca vio la luz, dejó deudas impagadas por todos lados, a las que su madre hizo frente con favores políticos que fueron, a su vez, fuente de corrupción. Años más tarde, marcas extranjeras parecen frivolizar con la cuestión, apropiándose del nombre indio Maruti, que es el dios de los vientos, para sus propios productos.

Al final, desgraciadamente, se estrelló contra el suelo de Nueva Delhi mientras pilotaba una avioneta como un loco. Disfrutaba lanzándose en picado contra el suelo para remontar el vuelo en el último momento y, desgraciadamente, en uno de estos vuelos nunca consiguió remontar.

Cansado de patear el Raj Ghat, decidí ir a Connaught Place a comer algo, ya que este es el centro neurálgico de la ciudad. Mientras intentaba llamar a un rickshaw, un guardia se me acercó y empezó a echarme una mano. Me dio un poco de agua de su garita, consiguió que un taxista le parara y le tradujo hacia donde quería ir yo. Fue una de las poquísimas personas (las cuento con los dedos de una mano) que me ayudaron de manera completamente gratuita, por el placer de hacerlo (o quizás intentase librarse del aburrimiento del trabajo).

Cuando estábamos llegando a Connaught Place, un taxista pirata me abordó dialécticamente. Desde su rickshaw me preguntaba a donde iba. “Busco un restaurante”, le dije, mientras pensaba: “no será capaz de ofrecerme una carrera de taxi mientras voy subido a un taxi”. Me dijo que era domingo y que todos los restaurantes estaban cerrados, pero yo miraba alrededor y veía cientos de carteles luminosos que te invitaban a entrar en establecimientos de todo tipo. Añadió que por aquí todo era muy turístico y poco típico, pero que él me podía llevar a un sitio que sabía que… “Stop!” Le dije. Este cree que soy imbécil…

Me bajé en Connaught Place, el lugar de Delhi donde más movimiento hay y el lugar más colonial de todo el país. Es una especie de glorieta de varios kilómetros de diámetro, atravesada por carreteras circulares y radiales, construidas todas de manera tremendamente racional alrededor de un parque central, cuyos edificios de fachadas estilo griego albergan las marcas europeas y americanas más caras. Es un lugar al que ir a tomarse una hamburguesa (vegana) y poco más. Y, evidentemente, nada más bajarme, a los dos metros encontré un restaurante abierto, como todos los demás. “Será imbécil”, pensaba.

[…]

Por último, ya como final del día y del viaje a la India, decidí visitar la zona del parlamento y el paseo de los reyes (Rajpath) que llega hasta la puerta de la India, para lo cual volví a coger el metro hasta Central Secretariat.

Después de pasear entre grandes edificios, me dirigí al Museo Nacional, que está en una paralela en el propio paseo de los reyes, entre el parlamento y la puerta de la India. Cuando yo lo visité solo merecía la pena por la sección de arqueología ya que la mitad del museo estaba cerrado, aunque, eso sí, te cobraban la entrada entera…

Y, por último, continué andando hasta la puerta de la India. Decenas de miles de familias indias, con sus niños correteando por aquí y por allá, jóvenes parejas, ancianos, varios animales, cientos de turistas… Todo el mundo parece congregarse alrededor de este monumento, memorial a los soldados muertos “en todas las guerras indias” y donde encuentra la muerte también mi viaje.

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