Parte VII: El desierto del Thar

Parte VII: El desierto del Thar

diciembre 11, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 37. Jaisalmer, la ciudad dorada
Día 38. Jaisalmer, buscando provisiones
Día 39. El desierto del Thar
Día 40. El desierto del Thar (II)
Día 41. El desierto del Thar (III)
Día 42. Bikaner, el templo de las ratas
Día 43. Bikaner – Nueva Delhi
Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India
Día 45. De vuelta a casa

 

Día 42. Bikaner, el templo de las ratas

¿Por qué Bikaner? Bueno, cierto es que una de las razones para venir aquí es que está a medio camino entre Jaisalmer y Nueva Delhi, donde tengo el vuelo de vuelta en un par de días, pero, otra razón, es ver algo tan único en el mundo como desagradable: el templo de las ratas. Efectivamente, este es un templo y tiene ratas, eso es todo. Sin embargo, no deja de llamar la atención a viajeros de todo el mundo y está recomendado en cualquier guía de viaje. No es apto para los estómagos más sensibles, pero es un lugar de obligada visita.

Así que nos plantamos en Bikaner con solo veinte minutos de retraso. Todo un reto. Esquivo los conductores manipuladores de la estación, que me dicen que el centro de la ciudad está hacia el sur, cuando veo en GoogleMaps que está directamente al norte. Buscan llevarte a una calle donde tienen su taxi para acabar haciéndote subir a él y cobrarte lo que les venga en gana. Pruebo suerte con un rickshaw que encuentro alejado de la estación, pero me monta una parecida. Le pido que me lleve al centro y me lleva a un hotel, a dos calles, donde trabaja por una comisión. Se le nota a la legua. El taxista se baja contigo, presentándote a los recepcionistas del hotel como un cazador muestra orgulloso la cornamenta de su presa y te reciben con una amabilidad exquisita para cobrarte diez veces más del precio normal… Arggg!

Acabo discutiendo con el taxista, quien me jura y perjura que en Bikaner no hay comisiones… Lo siento pero, visto lo visto, su palabra no vale lo más mínimo. Me marcho y camino por calles vacías, donde todo está cerrado, hasta llegar a un cúmulo de hoteles y casas de huéspedes donde todos me dan la espalda: uno me dice que solo aceptan facturación online y cuando le digo que lo puedo hacer con el móvil, se deja de excusas y me dice que no, que solo acepta a nacionales; otro me dice que no tiene habitaciones cuando me ve a cinco metros de la entrada, como con miedo a que entre… En fin…

Acabo llegando a un hotel, ya dispuesto a pagar lo que sea, donde me piden ₹1200. Es un dineral para un hotel indio, pero estoy dispuesto a pagarlo por no seguir buscando, ya que llevo como una hora y media dando vueltas por Bikaner. Aun así, lle pregunto si tiene algo más barato y me dice que no, que está todo lleno y que no tiene habitaciones disponibles para mí. ¿Cómo? Le digo que se deje de tonterías y que me de la habitación esa que cuesta 1200 rupias de la que me hablaba. Entonces me dice que ok, que por 1000 rupias tiene una habitación disponible. WTF?

Solucionado lo del hotel, toca enfrentarse al siguiente escollo: el desayuno. Llevo cuarenta y cuatro días en este país, pero todavía no he descubierto la fórmula de solucionar estos problemas rápidamente. El caso es que, a pesar de que el restaurante del hotel tenía que estar habierto hace varias horas, según sus propios horarios, me dijeron que estaba cerrado. Aquí hasta que los camareros no llegan no se abre la cocina y estos llegan cuando les parece bien. El caso es que me tomaron nota, pero tardaron cuarenta minutos para traerme dos tostadas, tiempo que aproveché para escribir y ver algo en la televisión india que tenían encendida.

La película de turno que echaban debería estar prohibida en cualquier sitio por normalizar la violencia de género. En ella, un hombre con súper fuerza protegía a una mujer y una niña que no podían valerse por sí mismas. Hasta aquí, heteropatriarcado básico. Sin embargo, cuando estas gritaban o hablaban más de la cuenta (más de lo que el superhéroe consideraba que era lo suficiente), este les metía un tortazo para callarlas que, debido a su súper fuerza, las desmallaba y todo…

Al final me traen un café (ya con la cantidad de azúcar que a ellos les sale de los cojones) y unas tostadas preparadas con mantequilla ultrasalada. Además, el camarero, el muy imbécil, me pone al lado de las tostadas un bote de ketchup abierto y me señala una Pepsi. Planazo… “¿Pero qué haces, tío? Llevate esto de aquí ahora mismo”, le dije con respeto pero abiertamente molesto y en castellano. Me entendió perfectamente. Creo que piensan que los europeos somos una especie de americanos (hasta aquí no van muy desencaminados) que tomamos todo con ketchup, comemos patatas fritas constantemente y bebemos Coca-cola a todas horas

Bueno, no voy a retrasar más el siguiente objetivo: el templo de las ratas. Este está a unos cuarenta minutos en coche, en Deshouke, que es un pueblo cuyo único atractivo es este templo. Te llevan, te esperan y traen de vuelta por ₹400. Al llegar y tras echarle un par de fotos a la fachada, mitad en mármol, mitad en rosa, me quito los zapatos, incluyendo los calcetines (porque no quiero tener que tirarlos, ahora entenderéis por qué) y pa dentro.

Al principio no está tan mal. Entras en una sala con el techo abierto y un ligero mal olor, en cuyo centro está el templo propiamente dicho, alrededor del cual diversas salas albergan a esta o aquella deidad. El suelo, relativamente sucio, está enlosado con motivos simétricos, sobre los cuales pasea alguna que otra rata. Mientras, un grupo de hombres juega a las cartas en el suelo, un par de docenas de ratas duermen por allí… Era lo que me esperaba.

No está tan mal porque, a diferencia de cuando vemos una rata en occidente, a la cual solemos asustar gritando o intentando matarla con un palo, estas son completamente pacíficas. Van a lo suyo, están habituadas a la presencia humana, andan tranquilamente… No asustan, ni son especialmente repugnantes, además de que no intentan moderte ni hacerte nada. Es más el prejuicio que tenemos sobre ellas que lo que verdaderamente son.

Así que iba pensando “bueno, esto no da tanto asco. Bien, bien, bien”, mientras me adentraba en el sanctasanctórum del templo. Nada más atravesar las puertas del edificio central, la situación cambió radicalmente. El olor a excrementos y orín de rata era infinitamente más penetrante y amargo, producido por centenares de roedores que merodeaban por el suelo o asomaban a través de huecos en las paredes que permiten que estas se muevan fácilmente de una sala a otra o se alimentaban de cuencos de agua, leche y dulces en el suelo. Un paraíso para las ratas que se multiplican y concentran, quizás, por encima de lo que a mi me parecía adecuado (aunque sé que nadie ha pedido mi opinión).

Una cola de devotos taponaba la entrada y salida del edificio mientras esperaban para mostrarle sus respetos al dios de turno y unas barandillas a sendos lados ordenaban la fila impidiendo que se pudiese salir de esta. Mientras, las ratas pasaban a pocos centímetros de mis pies, mientras el olor se metía cada vez más en mis pulmones. Fue demasiado para mí, por lo que decidí salirme después de hacer un par de fotos rápidas (porque no pensaba volver a este lugar en mi vida). Estuve en total unos diez minutos dentro del recinto y luego una media hora lavándome los pies con agua y jabón. El templo pudo conmigo…

[…]

De vuelta en Bikaner, cambié completamente de tercio y fui a visitar el fuerte, que es otro de los puntos interesantes de la ciudad. Está menos preparado que el de Jodhpur, pero también es interesante, ya que tiene varios palacios en su interior, las típicas salas decoradas a más no poder, grabados en las paredes, exposiciones…

También te facilitan una audioguía en la que, entre otras muchas cosas, el maharajá en persona (¡qué honor!) dice que fueron sus antepasados los que han construido la ciudad y los que hicieron todo en ella. ¿No será que se han apropiado de todo lo que en ella acontecía?

Dicen que los grabados que forman las ventanas están hechos un una inclinación tal, que desde fuera no se puede ver lo que ocurre dentro, pero desde dentro si se puede cotillear lo que ocurre fuera, lo cual es ideal para los palacios, donde las tramas de traición y corrupción hay que vigilarlas de cerca.

¿Os suena este tipo de grabados? En esta ocasión el rey contaba con cuatro mujeres cuando falleció, al estilo árabe clásico, quedando grabadas sendas manos que marcan el sacrificio del sati (explicado en la sexta parte), destacando la de la que sería su mujer predilecta.

Después de visitar el fuerte, paseé un poco por las calles y acabé dejandome seducir por una tontería, pero que es muy útil: un esprimidor de granadas. Estos se utilizan mucho en Asia y permiten obtener zumo de granada de una manera muy fácil, lo que facilita su consumo porque es una fruta muy pesada para comer de manera tradicional (tiene un hueso en cada granito individual y muchas partes no cosmestibles). El caso es que a mi madre le encanta esta fruta y como en Europa estos exprimidores cuestan como cien euros (y aquí no más de diez), pues me lancé de cabeza a comprarlo en una tienda en la que se reían de que hubiese entrado un turista (100% autóctona). Ya veré cómo transporto hasta España el chisme de hierro forjado de un metro de altura…

Y continué paseando por el centro de Bikaner, pasando por el teatro, completamente abandonado, por el bazar, por los jardines del centro…

Por último, cené algo de arroz con verduras en un puesto callejero. ¿Qué serían los viajes sin la comida callejera? Eso sí, me dieron factura y todo, para así asegurarse pagar los impuestos correspondientes. Adjunto una foto:

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