Parte VII: El desierto del Thar

Parte VII: El desierto del Thar

diciembre 11, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 37. Jaisalmer, la ciudad dorada
Día 38. Jaisalmer, buscando provisiones
Día 39. El desierto del Thar
Día 40. El desierto del Thar (II)
Día 41. El desierto del Thar (III)
Día 42. Bikaner, el templo de las ratas
Día 43. Bikaner – Nueva Delhi
Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India
Día 45. De vuelta a casa

 

Día 40. El desierto del Thar (II)

Despertamos al alba. Cientos de escarabajos se movían por el suelo, de un lado a otro. Son escarabajos peloteros, los cuales se pasan el día transportando bolitas de excrementos de un lado para otro, vete tú a saber por qué, o haciendo agujeritos en la tierra con gran dedicación. Las huellas de varias serpientes que habían cruzado el campamento por la noche se marcaban en la tierra. Esto suele acojonarnos, pero no tenemos por qué. Una serpiente no te va a hacer nada si no es para comerte y, exceptuando las grandes anacondas de la selva, ninguna serpiente puede comerse un ser humano, por lo que pasan a tu lado sin inmutarse y sin molestar. Good enough.

Alguno de los hambrientos perros de anoche seguía con nosotros, pero, esta vez, más tranquilos. Al principio Joseph intentaba asustarlos corriendo detrás de ellos y gritándoles, pero estos ni se inmutaban, llegando a sentarse a descansar a su lado mientras él intentaba espantarlos. Al final parece que se hicieron amigos.

Los guías, que conocen a sus clientes más que nadie, estaban preparando tostadas y café para desayunar, junto con fruta y una especie de pudin. Claramente es un desayuno occidental (el pudin, de hecho, es típico en los países anglosajones), lo cual se agradece. Creo que nunca he probado unas tostadas tan buenas (sería el hambre).

Mientras desayunamos, el perro al que antes Joseph intentaba espantar corriendo hacia él se nos acerca y John intenta hacer lo propio, para que no nos robara la comida (aunque los animales no “roban” propiamente dicho). Entonces Joseph se cabrea con el padre y le dice: “¡No le hagas nada! Es mi amigo… Se llama Lassi, y esta va a ser su duna: la duna de Lassi”, mientras deja un palo clavado en el suelo en vertical, como señal o mástil de una bandera inexistente que representa las palabras que acaban de venirle a la cabeza. Esa imaginación de los niños…

Limpiamos los cacharros con tierra, nos ponemos crema y al camello. Los guías consiguen improvisar una especie de estribos, pero aun así empiezan a notarse las horas cabalgando… O camelleando o como se diga. Continuamos por una estepa árida, en cuyos árboles pudimos ver un águila descansando, entre cuyos arbustos se veían ciervos de vez en cuando y que estaba cruzada constantemente con rebaños de todo tipo. Hemos abandonado los molinos de viento hace varias horas, aunque de vez en cuando se pueden seguir apreciando en el horizonte.

 

[…]

A las dos horas hacemos una parada junto a un bebedero para los camellos y un pozo que permite acceder a los humanos a agua potable, a dos o tres metros bajo tierra, el cual aprovechan unas mujeres para llenar varias jarras de agua cada una, tirando con una fuerza inusitada de un pequeño cubo hecho con un plástico duro.

 

Seguimos a las mujeres unos minutos hasta el pueblo más cercano, donde pudimos conseguir una bebida fría (a precio europeo…), lo cual se agradece enormemente en el desierto, no solo por el calor que hace, sino porque todo está siempre caliente. Cuando estás sin electricidad no puedes enfriar nada y todo acaba adquiriendo la temperatura del ambiente: tienes sed, pero el agua está ardiendo, te cubres la cabeza con una gorra, pero esta también está caliente, te resguardas a la sombra, pero el aire te sigue asfixiando…

Dado que el primer bebedero estaba seco, tuvimos que buscar otro en el otro extremo del pueblo el cual, dado que no tiene más de dos o tres casas, cruzamos en cinco minutos.

Y, después de que los camellos hubiesen bebido, nos fuimos a comer a la sombra de un árbol cualquiera. Le pedimos al guía parar antes de lo previsto, porque estábamos tan cansados del camello como este lo estaría de nosotros…

Durante la comida, John me estuvo contando una experiencia mística que tuvo hace unos años durante una especie de práctica meditativa física. No sabía explicar la experiencia, pero decía haber comprendido la unidad entre todos los seres vivos y haber sentido la unidad con el absoluto. A pesar de que fue una única experiencia, estaba seguro de que no la olvidaría jamás y quizás de ahí venga su fascinación por la India, pues aquí reside el secreto de las técnicas y sabidurías con las cuales se llega a estas experiencias.

Después de comer descansamos un rato pues, aunque parece que no, insisto en que cabalgar un camello cansa una barbaridad. Mientras, los guías hacían cuerdas con trozos sueltos de plástico, enredándolos entre sí, y John escribía en su diario de viajes. En un momento dado, les preguntó a Buddha y a Khan cómo se llamaban las jarras de agua.

– Makota –respondió Khan.
– ¿Cómo se escribe eso? ¿Puedes deletrearlo? –preguntó John, inocentemente.
– No, lo siento –dijo Khan con una sonrisa complaciente– No sé leer ni escribir…

[…]

El plan de la tarde no era otro que el de la mañana: continuar surcando las dunas en camello. Esta vez estuvimos menos tiempo, ya que la experiencia les ha enseñado a quienes montan este viaje que cualquier turista se cansa del camello el primer día. Así que, a las dos horas aproximadamente llegamos a la última gran acumulación de dunas que veríamos en el desierto y cocinamos unas patatas en salsa y arroz y un dulce de coco, flores, azúcar y no sé cuántas cosas más, típico del desierto y que estaba delicioso. Con el hambre que teníamos y el calor que pasábamos durante el día, cualquier comida nos habría sabido igual de rica, pero juraría que este postre si estaba objetivamente bueno.

Los guías montan el segundo día una noche de fiesta, que quizás fuese apropiada para chicos jóvenes, pero a nosotros nos daba un poco igual. Sin embargo, sacaron unos bongos y empezaron a cantar una de esas horribles canciones indias que, por lo visto, narraba el llanto de una mujer que se había alejado de su familia.

Para ser honestos, la música india no es “horrible”. De hecho, es tremendamente compleja y está muy elaborada, siendo capaz de transmitir sentimientos profundos en toda su extensión, algunos de los cuales puedo asegurar que no se encuentran en occidente. Sin embargo, los esquemas en los que se basa esta música son completamente distintos a la música occidental a la cual estamos acostumbrados, por lo que a un occidental le suena horrible. La armonía y el ritmo tienen los papeles cambiados, las escalas musicales son distintas, la apreciación de la belleza en la voz humana sigue otros cánones estéticos… En definitiva, es otro mundo.

John cantó una cancioncilla divertida y rimada (aunque con una jerga australiana que impidió que entendiese la mitad de los versos) y Joseph quiso hacer lo propio, pero recuerdo que empezó una canción tremendamente inapropiada de la cual se reía el solo… Estos niños…

Esta noche no nos sorprendieron los perros (debían haberse saciado comiéndose algún venado por ahí la noche anterior), pero yo me desperté con un extraño ruido en la almohada (que no era otra cosa que mi mochila). Me levanté en plena noche, revisé que todo estuviese en orden, incluso vacié la mochila pensando que igual podía haberse metido una cobra… Estas, insisto, no te van a morder sin razón, pero ahí está el problema: puedes girarte por la noche, aplastarla y que esta lo interprete como un ataque y te muerda para defenderse. Y entonces la hemos liado… Pero no encontré nada, así que seguí durmiendo, aunque no dejaba de escuchar un ruidito de vez en cuando.

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