Parte VII: El desierto del Thar

Parte VII: El desierto del Thar

diciembre 11, 2018 0 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 37. Jaisalmer, la ciudad dorada
Día 38. Jaisalmer, buscando provisiones
Día 39. El desierto del Thar
Día 40. El desierto del Thar (II)
Día 41. El desierto del Thar (III)
Día 42. Bikaner, el templo de las ratas
Día 43. Bikaner – Nueva Delhi
Día 44. Nueva Delhi, la historia de la India
Día 45. De vuelta a casa

 

Día 39. El desierto del Thar

Habíamos quedado a las ocho de la mañana, por lo que a las seis y media sonó la alarma del móvil. Lo retraso cinco minutos gracias a esa maravillosa opción de los despertadores modernos hecha para la pereza y el abandono hasta que me levanto al cabo de un rato, me ducho, desayuno, recojo y a las ocho menos diez estoy en la puerta de donde hemos quedado. Se hacen las ocho y por allí no aparece nadie. Y las ocho y media…

A las nueve menos diez llega un jeep con un niño de nueve años y su padre, de unos setenta. Me habían dicho que iba a ir con un chico y dos chicas australianas, pero parece que una de ellas desapareció, la otra se transformó en un niño de ocho años y el chico se convirtió en su padre. Eso sí, australianos todos. Creo que te dicen que vas a ir con gente que ellos piensan que te atraería. Dos chicas con un solo chico, siendo yo un chico… ¡qué oferta! El caso es que a mí me importaba bien poco con quien ir o, por formularlo de una manera más agradable, la compañía de estos dos me parecía perfecta.

Me subo al jeep, nos saludamos y entonces empieza otra muestra del descaro indio a la que ya estoy acostumbrado. Con nosotros en el coche, vamos a comprar verduras. Luego fruta y agua. Luego va a una gasolinera a repostar… nos tiramos como cuarenta minutos en el jeep y, por lo que otros viajeros comentan en sus respectivos blogs, hacen esto con todos los turistas. ¡Manda huevos! Si el que organiza esto va a ir a comprar la comida igual y dado que no le hacemos falta para nada… ¿por qué no quedamos a las diez cuando ya haya hecho esas tareas y, entonces, vamos todos juntos directamente al desierto? ¿Qué necesidad hay de citarme dos horas antes para tenerme de aquí para allá viendo como compras comida? En fin…

El chico se llama Joseph y el padre John. El último se dedicaba a la enseñanza hasta su jubilación y siempre ha viajado por el mundo de mochilero con alguno de sus cinco hijos, de hecho, es la quinta vez que visita la India. En este momento del viaje yo estaba quemadísimo de la mentalidad india, por lo que no podía ni imaginarme la posibilidad de volver aquí. Quizás acabe cambiando de opinión.

El caso es que llegamos a donde los camellos en jeep y me alegro de haber pagado un poco más por ellos ya que se les ve bien nutridos, sin parásitos, fuertes… Algo es algo. Nos acompañarán dos guías, llamados Khan y Buddha, que nos ayudan a colocar las sillas de los camellos y las mochilas con comida y nuestros objetos personales sobre estos, nos echamos crema (esto lo hacemos sin ayuda de los guías) y, sin más dilación, nos subimos en los camellos y nos echamos al desierto.

 

El desierto del Thar es un desierto arenoso de arbustos. Es decir, hay algunas dunas aquí y allá, de no más de un par de kilómetros de largo, pero el resto está cubierto por pequeños arbustos y algunos cactus que crecen sobre un suelo relativamente consistente. Es un desierto vivo, con rebaños de ganado, animales salvajes como perros o pavos reales, algunas cobras y escorpiones… A muchos turistas europeos les decepciona, ya que vienen pensando que este desierto es como el Sahara (y ningún desierto del mundo es ni tan siquiera parecido al Sahara). Además, en el desierto del Thar está el campo eólico más grande de la India, por lo que vas viendo molinos de viento durante casi todo el viaje. Sin embargo, no me quejo, los desiertos me encantan sean como sean.

A los pocos minutos de ir en camello (quizás llevásemos una hora) vemos una especie de animal corriendo por delante de nosotros. Pasó muy rápido y yo no identifiqué qué era, por lo que le pregunté a John y, entonces, desencadené una conversación de este con su hijo que merece la pena transcribir aquí, porque se puede ver en ella el carácter anglosajón por todos lados.

– Es un lagarto –dice John.
– No, yo creo que no, porque tenía piel –responde Joseph.
– Los lagartos tienen piel.
– ¡No! Tienen escamas.
– ¡No! Los peces tienen escamas.
– Y, ¡los lagartos también!
– No. Una escama es algo que puedes coger con los dedos. [A scale is something you can pick up]

– ¡No! –respondió Joseph, y se quedó un rato dubitativo, hasta que volvió a la carga- ¡Los cocodrilos tienen escamas y no las puedes coger!
– ¡No! ¡Los cocodrilos tienen piel!
– Argggg, ¡venga ya!
– Alberto, ¿tú qué piensas? –me preguntó John.

Bfff, qué situación. Ni quiero meterme en una discusión entre un padre y un hijo ni quiero no responderle a John. Pienso unos segundos y, en mi línea habitual, digo:

– Bueno, tienen piel… Pero, un poco escamosa, ¿no? [scaly skin]
– Es un tío conciliador ehh, jajaja –dijo John.
– Yes! –respondió Joseph, que pensaba que le había dado la razón.

Al rato vemos unos ciervos a lo lejos corriendo como el demonio sobre los arbustos y algún que otro animal más, entre cactos y arbustos. Ya cansados, después de varias horas de travesía, paramos en un pequeño pueblo formado mayoritariamente por casitas de barro, aunque algunas de ellas están construidas con hormigón y piedras. Una mujer está terminando de construir una de las primeras cuando llegamos. Concretamente, está dándole el último recubrimiento protector, el cual consiste en una fina capa de excrementos de animales. Los coge sin pudor ninguno, como si fuese barro, y los empotra contra la pared, embadurnándola bien. Luego se moja las manos en un pequeño cuenco de agua y vuelve a la carga.

La mayoría de estos pueblos viven financiados por las empresas que han construido los campos eólicos, a los cuales se les cedió la tierra (habría que ver si mediante presiones o no), a cambio de llevar “riqueza” a los pueblos. Ladrillos para las casas, agua, electricidad, algún que otro aire acondicionado… fueron suficientes para comprar una de las tierras que más energía eólica es capaz de producir en todo Asia. Intercambiaron hectáreas de tierra muerta por unos pocos ladrillos y unos mínimos servicios. ¿Quién ha salido ganando con este pacto? A veces nos olvidamos de que la única riqueza que tenemos es la tierra…

Tras ver el pueblo buscamos un lugar donde comer alejado de “la civilización”, más si cabe, por lo que andamos cinco minutos hasta detenernos bajo la sombra de un árbol en medio del desierto. Tras quitarle la montura a los camellos para que pudieran descansar (incluyendo las mantas, el agua y demás bártulos) y tras atarles las piernas para que no puedan escaparse, los guías sacaron un comal pequeño y una olla y, con ayuda de unos cuantos palos del propio desierto, unas cerillas y su conocimiento del terreno (ya que hay que hacerlo donde corra el aire bajo, en una hendidura del suelo o algo similar), encendieron un pequeño fuego y se pusieron a cocinar.

Prefieren que no les ayudemos cocinando, pues ya tienen repartidas las tareas adecuadamente, por lo que los demás pasamos el rato como cada uno considera. Yo hablo con Khan (uno de los guías) sobre la fauna del desierto: escorpiones, serpientes… Me gustaría ver alguno de estos animales, pero no está por la labor de ir a buscarlos conmigo. Supongo que él también estará cansado. John duerme tranquilamente a la sombra de un árbol, mientras Joseph intenta que ninguna hormiga se le suba a los pies, lo cual es a todas luces imposible. Los camellos que ya se han saciado descansan junto a nosotros, aunque un par de ellos siguen buscando hojas tiernas que llevarse a la boca y dado que su menú era el el propio árbol bajo el cual nos habíamos sentado nos íbamos quedando sin sombra a cada bocado.

Empezamos a comer alrededor de lo que calculo que serán las dos de la tarde, aunque en verdad no tengo ni pajolera idea porque no llevamos reloj, tenemos los móviles apagados por la ausencia de cobertura y no tengo ni idea de cómo calcular la hora con la posición del sol (estoy en una latitud desconocida). Tampoco importa, ¿no? El caso es que, de repente, a Joseph le cambia la cara y, sin venir a cuento, suelta:

– Papá, ¡las serpientes son lagartos y tienen escamas!
– Stop, Joseph!

Lavamos los platos con tierra, lo cual es más fácil de lo que parece. La arena seca inmediatamente toda el agua (absorbiéndola) y con la mano es fácil de eliminar.

[…]

Después de descansar un rato, nos volvemos a untar de crema, armamos los camellos y a seguir. Mira que pregunté y repregunté si eran dos horas a camello diarias o más… No quería hacer más de dos horas al día, ya que montar a camello es agotador, en primer lugar para el propio camello (imagino) pero también para el que lo monta, ya que se mueve todo el rato con una forma arrítmica a la que no puedes acompasarte, no puedes mover las piernas lo más mínimo porque te caes, te rozas todo el rato con la silla… Así cuatro horas por la mañana y otras cuatro por la tarde… Vamos, una jornada laboral. Bueno está, hemos venido a ver el desierto y parece que lo vamos a ver de arriba abajo.

Planteamos la posibilidad de hacer noche aquí mismo, tras cuatro horas de caminata, que nos parecía suficiente para nosotros y para los camellos, pero los guías se negaron. Al parecer hay que ir a puntos muy determinados en las dunas de arena pura, porque son más seguros al ser menos frecuentados por los depredadores.

Continuamos la travesía pasando por rebaños de cabras o ganado, nos cruzamos con algún pueblerino perdido, algún que otro resto óseo de una víctima de los perros del desierto, pastores… Lo típico.

John y Joseph no hablan tanto como esta mañana, parece que han dejado en tablas la discusión sobre los lagartos y las escamas y que están demasiado cansados como para empezar otra nueva, así que continuamos en silencio durante dos horas, cuando paramos en un bebedero para los camellos, los cuales tienen que beber todos los días.

A diferencia de lo que se suele pensar los camellos beben diariamente. Pueden aguantar hasta ocho días sin beber cuando no realizan ejercicio físico y cuando no les queda otra opción. Entonces tiran de su joroba, la cual está formada de grasa que se procesa para transformase en energía liberando agua.

En el bebedero se reunen unas cabras que ora beben, ora defecan sobre las aguas; unos pájaros que descienden hasta la superficie para coger un poco de agua al vuelo, ya que no tienen forma de apoyarse; unos niños que pasan la tarde en el que debe ser su punto de reunión; los camellos que beben hasta hartarse y los turistas, nosotros, que descansamos lo que podemos.

Tras una parada de veinte minutos, continuamos andando otro cuarto de hora hasta llegar a unas dunas que eran el objetivo de hoy. Los guías empezaron a hacer la comida, Joseph se fue a jugar a las dunas, obligando a su padre a ir detrás, que le vigilaba y le protegía a la par y yo me fui a hacer el Frank de la jungla, es decir, a buscar serpientes. Estuve una hora metiéndome entre matorrales y zonas alejadas, mirando al suelo y a los árboles con gran atención y precaución, pues mi único plan era observar lo que encontrase desde lejos. No encontré nada, como era de esperar… Ni un triste saltamontes.

Poco antes de la cena volví a las dunas a ver la puesta de sol. No sé por qué, pero cuando vi al sol solo en el horizonte, descendiendo a las profundidades de la tierra (a la parte de abajo, vamos) para salir de nuevo a la mañana siguiente, pensé: “qué razón tienes”. Lo dicho: no me preguntéis por qué.

Debido al polvo del desierto el sol no se pone como tal, sino que desaparece poco antes de alcanzar el horizonte, tapado por la arena que cubre la atmósfera.

Cenamos lo típico de la India: arroz, pan chapati y sopa de verduras (el llamado dal), que acompañamos con un té como postre. Y, cuando quisimos irnos a dormir, preparamos una especie de cama colocando unas telas sobre el suelo y nos cubrimos con varias mantas, pues en el desierto por la noche hace bastante frío. Nuestras pertenencias teníamos que ponerlas lo más cerca de nosotros, a ser posible usándolas como almohada, para impedir que cualquier perro acabe abriéndola para husmear que hay dentro y desperdigando todo su contenido por las dunas.

Nos han vendido la idea de que en el desierto se ven las estrellas de una manera espectacular, dado que no hay contaminación lumínica, lo cual es en parte es cierto y en parte no. Depende. En los desiertos muy arenosos (como el Sahara) no se suelen ver porque el polvo lo tapa todo. En otros, depende del viento y de la hora de la noche. Cuando nos fuimos a dormir, no se veía una sola estrella. Sin embargo, algo nos despertaría en la noche y, tras pasar el susto, nos permitiría ver el espectáculo.

No sé qué hora sería. Llevábamos ya un buen rato durmiendo, eso seguro, cuando nos despertaron los ladridos de más de una docena de perros que, a nuestro alrededor, aullaban y ladraban como locos. Estaban hambrientos. Los aullidos atraían a más perros, mientras el guía los espantaba con un palo sin levantarse de la cama por el frío y la pereza. Me tranquilizó verle así, pues no debía considerarlos una gran amenaza o quizás no le importase mucho perder la vida. Menos mal que éramos cuatro adultos, un niño y sendos camellos, porque si no nos habrían comido… Si llego a estar solo, me comen. Sin duda… Eso sí, a esta hora las estrellas, incluyendo la vía láctea, se veían de maravilla.

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