Parte V: Kolkata, la ciudad de la alegría

Parte V: Kolkata, la ciudad de la alegría

diciembre 9, 2018 1 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 26. Kolkata, la ciudad de la alegría

Día 27. Ekbalpur, primeros slums

Día 28. Los niños de Tangra

Día 29. La flora de Kolkata

Día 30. La crueldad de Dhapa

 

Día 28. Los niños de Tangra

Un hombre afeita a otro a navaja en la calle, sentados sobre sendos taburetes de madera; un chico joven se dirige sin camiseta, con una toalla al cuello y una pastilla de jabón en la mano a ducharse en la fuente más cercana; otro se lava los dientes en medio de la carretera, escupiendo la espuma en una boca de alcantarilla; más allá, una mujer lava la ropa con ayuda de un pequeño barreño, frotando los saris contra el asfalto, mientras que otra friega los cacharros de la cena de ayer para usarlos en el desayuno.

Los tenderos empiezan a colocar el género a la vista, los que no llevan ya varias horas sirviendo tés o zumos de azúcar o fruta variada. Uno de ellos pela granadas una a una echando los granos en un gran barreño a sus pies mientras otro espera tranquilamente con un machete de gran tamaño al lado de un bloque de hielo de unos dos metros de largo, dos de ancho y unos treinta centímetros de alto a que alguien le pida un par de kilos para refrescar cualquier cosa. Por otro lado, los vendedores hindús suministran todo tipo de verduras a sus vecinos y los carniceros árabes hacen volar los cuchillos con destreza sobre todo tipo de animales para sus correligionarios, impregnando el aire de las inmediaciones del bazar de un olor a óxido denso y penetrante. Kolkata despierta.

Eso sí, la cafetería donde sirven café no abre hasta las once de la mañana… Hay que quererles como son. Acabo dejándome seducir por un puesto a medio montar donde sobre un comal de hierro se cuece lentamente un redondel de arroz blanco que rodea una salsa roja con especias en la cual se derrite un trozo de mantequilla. “¡Uno de estos para mí, por favor!” Con toda la calma terminan de montar el puesto y, entonces (y solo entonces) me sirven un platito de arroz con un par de panecillos. Tras dar una vuelta más acabo encontrando una cafetería regentada por un sij que cumplía todos los tópicos: alto, con un gran turbante verde, barbas largas… Y, tras desayunar, me hecho de nuevo a la ciudad.

Aprovechando la cercanía al Museo Indio de Kolkata dediqué la mañana de hoy a visitarlo. Merece la pena al cien por cien. Hay un popurrí de exposiciones, desde arqueología, pintura bengalí, monedas (de nuevo), muestras de Egipto, rocas y minerales, animales, peces y reptiles, plantas y una sobre invertebrados raros (como unos hongos que vuelven zombi a un tipo de hormigas o animales que desprenden luz). Es verdad que a veces parece más un almacén que un museo y en otras han construido unas maquetas del todo innecesarias (como una recreación a escala 50:1 de un plátano), pero tampoco hay que ser excesivamente críticos, el arte de los museos nos está reservado a los europeos.

Después del museo volví al barrio árabe a comer (en el restaurante clandestino de ayer), a tomarme el segundo café del día y a recuperar fuerzas para la segunda excursión a los barrios chabolistas. A esta hora, los alrededores del New Market, que es el corazón del barrio árabe, se llenan de todo tipo de vendedores de humo y compradores compulsivos: desde joyas hasta globos, desde comidas hasta trajes, desde farmacias ambulantes a vendedores de objetos aleatorios como chanclas o palos. Entre los demás especímenes, destaca el hombre con el pelo teñido de naranja, una moda en la India. Lo dicho, hay que quererles como son…

Cojo el autobús 24A hacia Tangra. Va lleno hasta los topes y lo más lento posible, por lo que doy gracias de que el autobús funcione. De hecho, la palanca de cambios se conecta con las ruedas a través de un agujero en el suelo a los pies del conductor y el depósito de gasolina está en medio del autobús, lo cual se puede comprobar cuando se detuvo a repostar con treinta pasajeros dentro. Y reposta, evidentemente, sin apagar el motor. Porque, ¿pa qué?

El caso es que llego a Tangra en una media hora y me pongo a andar, ese es todo lo que tengo planeado para hoy. Los mejores planes salen cuando no tienes un plan definido, porque entonces acabas llegando allí donde te esperan. O quizás sea que aquí hay más porcentaje de barrios chabolistas que en Ekbalpur, pero el caso es que no tardo en encontrarlos.

A lo largo del canal sin nombre que atraviesa el barrio se concentran chabolas con la ropa colgada en su exterior, mujeres lavando los platos en fuentes comunitarias, niñas cargando agua o llevando garrafas de un lado para otro… Me vienen a la cabeza los versos de Chico Sospechas: “recuerdo que no había agua corriente, teníamos que llenar la garrafa de la fuente”. Los hombres, sin embargo, juegan tranquilamente a las cartas. Heteropatriarcado básico, sin más.

Pasee unos minutos por sus calles viendo la vida pública del slum, que es bastante rica, pues todo se realiza de puertas para afuera. La gente era amable, sonriéndote y haciendo alguna que otra broma contigo (como posar para que les hagas fotos). Y, entonces, llegaron los niños. En un primer momento encontré a tres de ellos jugando con una simple cuerda a tirar de ella mientras intentaban correr, riendo a cada cual más fuerte. Dos de ellos se caían todo el rato al suelo de la propia risa que tenían. No podían parar.

Y entonces empezaron a seguirme a mí y a pedirme fotos todo el rato. Comenzaron a venir más y más niños, y rápidamente me vi rodeado de una marea de más de veinte que pedían más fotos de las que podía hacerles. De hecho, se acercaban tanto a la cámara que no cabían en el encuadre y era imposible pedirles que se alejaran un poco. Yo daba un paso para atrás y ellos tres para adelante.

Empiezo a andar por las calles de Tangra con una troupe cada vez mayor de niños detrás. Me sentiría el flautista de Hamelín de no ser porque este flautista, en el cuento original, acaba raptando y matando a todos los niños… Estos son adorables, siempre con una sonrisa en la cara. Los adultos se ríen cuando ven el panorama. Unos me echan una mano con los niños, quitándome a uno o dos de encima mientras otros posan para que les haga una foto a ellos y hacen bromas pidiendo fotos para aquellos adultos del grupo que menos les gustan y que salen corriendo detrás de cualquier cosa a esconderse de mi objetivo. Sin embargo, la mayoría de ellos disfrutan posando. Les hace gracia. Y, sus rostros, más que en mi cámara quedarán grabados en mi retina para siempre.

 

Los niños empezaron a tirar de mí hasta llevarme a su colegio, ya que querían que le sacase algunas fotos. Este consta de un par de aulas y un patio de cemento central con una capacidad para unos cuarenta alumnos como mucho y se encuentra en medio del barrio chabolista. El profesor estaba en el interior completamente solo hasta que llegamos nosotros (debían estar en el recreo o quizás no le estaban haciendo ni caso).

Solo en los barrios chabolistas se han dirigido a mí sin pedirme dinero o sin intentar venderme algo. Simplemente te preguntan de dónde eres o cómo te llamas chapurreando el poco inglés que saben para, poco después, intentar continuar una conversación en hindi o intentar pronunciar mi nombre (que les cuesta). A pesar de vivir en los barrios más pobres de uno de los países más pobres del mundo, parecen felices. Sus casas son de lo más humilde, sin agua en el interior, sin techos fijos, sin calefacción, ni electricidad, ni internet, sin siquiera calles asfaltadas… pero tampoco tienen que pagar una factura de agua o una hipoteca. Trabajan de lo poco que pueden, reordenando trozos de tela por colores para revenderlos como materiales o reciclando cintas de plástico de las que se usan para cerrar bolsas, picando trozos enormes de carbón o haciendo a mano, uno a uno, los cacitos de barro cocido en los que sirven el té. Los trabajos son puramente manuales, pero el barrio no parece esclavizado por la pobreza, sino liberado de las necesidades materiales. Habría que vivir en estas circunstancias toda una vida para poder juzgarlo adecuadamente, pero… parecen felices.

Con las emociones a flor de piel, los esquemas mentales rotos una vez más, los pies reventados de caminar gustosamente durante el día y muchas, muchas cosas que replantearme, cogí el bus de vuelta al barrio árabe de New Market. Lo cogí en la dirección opuesta, por lo que tuve que bajarme y cogerlo hacia el otro lado y… bueno, detalles sin mayor importancia.

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