Parte V: Kolkata, la ciudad de la alegría

Parte V: Kolkata, la ciudad de la alegría

diciembre 9, 2018 1 Por Alberto Buscató Vázquez

Día 26. Kolkata, la ciudad de la alegría

Día 27. Ekbalpur, primeros slums

Día 28. Los niños de Tangra

Día 29. La flora de Kolkata

Día 30. La crueldad de Dhapa

 

Día 27. Ekbalpur, primeros slums

Despierto a las seis de la mañana y, nada más salir del hotel, me encuentro de frente con una práctica muy propia del barrio árabe en el que estoy; algo que sería imposible ver en un barrio hindú, porque no hacen nada parecido; así como en un barrio occidental, porque hacemos lo mismo, pero a escondidas. Los musulmanes, a quienes Allah les dijo: “he creado los animales para que os sirvan” (algo muy parecido a lo que dice la Biblia) y cuya cultura se desarrolla en gran parte en las calles, hacen notar su presencia. Miles y miles de pollos se apilan en cajas por las calles atados por las patas en grupos de cinco o seis a la espera de que un comprador los coja como si fuesen fardos de paja y se los lleven colgando de diversos ganchos en camiones, manillares de bicicleta o en pequeños cestos para matarlos poco más tarde. Junto a ellos, varios tipos de pescados y carnes se venden en decenas de carnicerías que se concentran en el centro del barrio, formando una especie de bazar de comida impregnado por un olor a sangre y grasa insoportable dentro del bazar.

“Y creó a los ganados, de los cuales obtenéis vuestros abrigos y otros beneficios y también de ellos os alimentáis. Vosotros os regocijáis cuando los arreáis por la tarde y cuando los lleváis a pastar por la mañana. Llevan vuestras cargas a lugares que vosotros no podríais llegar sino con mucha dificultad. Por cierto que vuestro Señor es Compasivo, Misericordioso. Y [creó] los corceles, las mulas, los asnos como montura y para que os luzcáis con ellos. Y creó muchas otras cosas que no conocéis”.

– Corán 16:5-8 –

Comparar estas escenas con mi desayuno vegano… es imposible:

El objetivo de hoy es ver los slum del sur de Kolkata, pero me dirijo primeramente hacia el Fuerte William, que resulta ser un chasco: no me dejan pasar argumentando que es una zona militar. Cierto es que la primera puerta a la que me acerqué tenía pinta de estar prohibida para civiles, pero la segunda por la que fui… creo que el guardia me vaciló y ya está. El caso es que no pude entrar, pero para compensar mi fracaso, me pedí un zumo de caña de azúcar (la bebida que toman los dioses, si los hay) y se me quitaron todos los males.

Los slum son los barrios chabolistas de Kolkata, popularizados por películas como Slumdog Millionaire de Danny Boyle o libros como La ciudad de la alegría de Lapierre donde la gente vive con los mínimos recursos. Entre su pobreza se esconde una gran verdad de la condición humana que da el segundo significado a la ciudad de la alegría.

Hoy quería ir a Ekbalpur, Khidipur y Monipore, para conocer cómo vive la gente allí, cuáles son sus condiciones reales, sus problemas, su actitud frente a la vida… ¿De qué viven? ¿Por qué están en estas condiciones? Es más, ¿en qué condiciones están exactamente? Había escuchado que los slum son un infierno del que los indios no pueden salir, pero este tipo de descripciones (apliquen al lugar que sea) hay que verlas para creerlas. Así que cogí un autobús y me planté en el medio de Ekbalpur, al sur de donde me encontraba.

Pensé que en Kolkata los barrios chabolistas iban a estar por todos lados. Y sí, pero no. Es decir, hay muchos, pero no es fácil encontrarlos. Igual que las cuevas de Gangotri y todos los lugares olvidados del planeta, no se puede llegar a ellos a no ser que sepas dónde están o que te choques con ellos cuando te pierdas o que los busques mucho. No tienen una dirección a la que puedas ir directamente, muchas de las calles de estos lugares no tienen nombre y muchos ni siquiera tienen calles como tal.

Además, se van moviendo constantemente, ora extendiéndose por allí ora prohibiéndose y siendo derruidos por allá, siempre en condiciones irregulares, donde sus ciudadanos sobreviven trabajando y viviendo al margen de toda ley y de casi cualquier servicio público, y sin aparecer en los registros oficiales, por lo que no se sabe exactamente cuántas chabolas hay ni cuántas personas las habitan. De hecho, es relativamente difícil encontrar incluso los nombres de los barrios en los que están. El caso es que estuve un par de horas paseando por las calles de Ekbalpur entre casas muy humildes, bloques de pisos con las paredes desconchadas y manchas de humedad, como cualquier otro edificio indio, pero alejado de lo que yo tenía entendido que era un slum.

 

Hasta que, de repente, vi a lo lejos algo que me hizo pensar que el barrio chabolista empezaba ahí. Parecía un descampado de tierra sin cimientos ni infraestructuras de ningún tipo, de hecho, en la entrada había una especie de desguace de camiones con varios vehículos abandonados, pero no sé por qué me daba la sensación de que en el interior iba a encontrar un barrio. ¿Por qué, si no, iba a estar sin construir un espacio en el centro de la ciudad? Cuando llegué, unos búfalos pasaron andando tranquilamente delante de mí, como dándome la bienvenida a lo que parecía ser el slum de Ekbalpur.

Y, efectivamente, allí estaba: calles sin asfaltar, montones de basura por aquí y por allá (como otros tantos lugares en India, he de decir), animales por doquier, techos de uralita y casas muy modestas de hormigón. Sin embargo, no deja de sorprender ver a varios vecinos con motos, a mujeres con saris de buena calidad y niños jugando en la calle. Tomé un té tranquilamente en un pequeño puesto que había en el corazón del barrio, que no se extendía por más de cinco o seis calles. No sé por qué suelen vender una imagen de delincuencia asociada a la pobreza, inseguridad y miseria que… al menos aquí, no es tal. El barrio parece tan seguro como cualquier otro y, detrás de una gran pobreza, la vida parece seguir su curso, a pesar de todo. Sin embargo, es pronto para juzgarlo, todavía me quedaría mucho por ver.

Visto todo lo que parece que hay que ver aquí, decido coger un taxi para ir a comer algo al al centro de la ciudad. El conductor, nada más cobrarme la carrera, para en un puesto a comprar el dichoso betel (aun con el cliente esperando en el taxi). Bueno está. Acabo llegando al barrio árabe y me pierdo por sus callejuelas buscando un restaurante. A esta hora el olor a sangre se intensifica, y se pueden ver jaulas con pollos vivos bajo otras que guardan los cadáveres despellejados de sus semejantes. Todo un espectáculo.

El caso es que consigo encontrar un restaurante, sin nombre ni dirección, muy especial. Árabe al cien por cien, pero no deja de ser indio (que no hindú), por lo que se pueden encontrar platos vegetarianos fácilmente. Está formado por unas pocas mesas entre grandes ollas humeantes en las que se preparan treinta o cuarenta kilos de comida de una tacada. Eso sí, sigue siendo la India, y encontrar un café no es tarea fácil, por lo que tengo que dar varias vueltas por el barrio hasta acabar en una pequeña cafetería que sirven café helado. Good enough.

El objetivo de la tarde es ver un par de edificios religiosos, incluyendo el templo Birla Mandir, uno de los más impresionantes de la ciudad, y la catedral de Kolkata. Dado que estoy obsesionado con esa idea roja de conocer cómo vive la gente del país, decido coger el tranvía, pero moverse en esta ciudad es un reto constante. Consigo enterarme de cuál es el correcto, espero un rato a que venga, me subo y… a los diez minutos de trayecto para y se baja todo el mundo, incluyendo el conductor. Me dicen que se acaba el trayecto y que no hay más en la dirección que voy. Al menos no me cobran el pasaje, así que me ahorro unos ocho céntimos.

El caso es que decido coger un transporte más burgués pero más efectivo. El primer taxi que paro me dice que no me lleva hasta Birla Mandir porque está muy lejos (a unos veinte minutos). WTF? El segundo, a pesar de estar lleno me coge por la mitad de precio (₹100) y me acaba dejando en la puerta. Allí los guardias de seguridad me quitan la cámara, por lo que no puedo hacer fotos del interior, pero es un templo completamente construido con mármol con los altares principales dedicados a Krishna, Shiva y Durga, además del típico popurrí de estatuas de dioses por doquier. Digno de ver.

Cuando salgo, dado que la experiencia con los taxis no está siendo muy buena en esta ciudad (tardas en encontrar uno libre y a veces no te llevan porque no quieren) decido coger un Uber. “Su Uber llegará en tres minutos”, reza un mensaje de la aplicación. A los tres minutos, faltan cuatro minutos para que llegue el conductor. Cinco. Seis. ¿Qué está pasando? El Uber cada vez tarda más y veo con frustración cómo se va alejando poco a poco de mi posición. Vaya por dios… Al final, parece que voy a tener que volverlo a intentar con los taxis.

[…]

Cuando llegué a la catedral llovía a cántaros, por lo que corro a refugiarme bajo su techo. La verdad es que siempre me han tratado como un hermano en las iglesias, aunque cuando no eres cristiano te acaban echando a patadas de cualquier institución relacionada con el cristianismo. Sin embargo, cuando estás en la iglesia (al edificio me refiero), confían en que te estés convirtiendo, por lo que te dejan tranquilo. El caso es que me cubrí de la lluvia y estuve un rato viendo la catedral por dentro. Unas tumbas en las paredes de la entrada te dan una “cálida” bienvenida a una sala amplia pero relativamente modesta, sin grandes lujos. En sus bancos, media docena de fieles confiesan en silencio sus pecados o piden por sus seres queridos. O, quizás, sean turistas que se refugien de la lluvia, como yo. El caso es que acabo saliendo al cabo de un rato, cuando cesa la lluvia y puedo aprovechar para ver la catedral por fuera. Sorprende ver su relativa blancura en el medio de una ciudad con el tráfico de Kolkata, que suele cubrirlo todo de negro. Será la presencia divina la que la mantiene en buen estado.

Y, dando el día por finalizado, voy buscando algún puesto callejero en el que comer cuando me encuentro con una estatua de Indira Gandhi, sobre cuya historia estoy leyendo en El sari rojo. El pie de la estatua reza: “empoderamiento femenino”.

Al final, encuentro una serie de puestos en fila donde la gente come y charla entretenidamente. Un chico completamente hiperactivo prepara varios tipos de comida para una cola de indios (y yo) que esperamos frente a su puesto. Luego tomo un té por ahí mientras espero con los dedos cruzados que salga bien mi intento de llamar a un Uber. Tarda quince minutos en llegar y cuando está, literalmente al lado de mí, cancela el viaje y se va. Ok. Acabo cogiendo un taxi.

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