Memorias de Guatemala

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Séptimo día. Chichicastenango, mercados y chamanes

Me levanté a las cinco y media con el cuerpo atravesado de arriba abajo por agujetas. Cogí la primera camioneta de la mañana de Santa Catarina a Panajachel, de ahí a Sololá donde cambié de autobús para llegar a El Encuentro, desde donde podía llegar a Chichicastenango.

El mercado de Chichicastenango

El autobús me dejó al lado de una de las entradas de las calles donde empieza el mercadillo que ocupa gran parte de la ciudad. ¡A comprar! Nada más llegar me hice con algo de fruta y pregunté por el precio de unas quitapenas grandes. 25 quetzales me pidieron por cada una, lo cual empezó a cabrearme.

  • Dígame un precio serio, por favor…
  • No puedo bajar más, 25 quetzales cuestan.
  • Pero, ¡señora! Si las vendían en Antigua por 5 quetzales cada una.
  • No, esas son las pequeñas, estas cuestan 25…
  • Le doy 10 por cada una.
  • Cuestan 25.
  • Bueno, está bien. No hay trato entonces, que tenga un buen día.

Me doy la vuelta y apenas he dado un par de pasos cuando me agarran del brazo.

  • Está bien, amigo. 10 quetzales por cada uno.
  • Pero, ¿no decía que no podía venderlas por menos de 25?
  • 10 está bien.

En fin… que me llevé tres para mis tías supersticiosas. Las quitapenas son unas muñecas a las que, según cuenta la leyenda, tienes que contarles una pena antes de irte a dormir y dejarla debajo de la almohada durante la noche. A la mañana siguiente, la quitapenas se habrá llevado la pena y podrás devolverla a la caja de la que la sacaste. Aunque tendrás que cargar en tu conciencia que la muñeca se quede con la pena de por vida…

Quería comprar un típico paño maya, de estos que tienen mil colores y los usan para vestir o como bolsa para cargar peso. Empezaron pidiéndome 400 quetzales, lo cual me parecía carísimo. Decidí no comprar en ese momento y seguir paseando por el mercadillo. Me encantan los puestos de manualidades y comidas callejeras. Creo que son uno de los pocos lugares auténticos, que representan la cultura popular, frente a los grandes centros comerciales y marcas internacionales que globalizan el mundo pero acaban con la diversidad. Desayuné en el centro del mercado, entre callejuelas techadas con toldos y placas de uralita, en un pequeño cuartito con varias mesas. Seguí paseando y decidí hacer otra intentona en un puesto de tejidos. Me pidieron 500 quetzales por un paño de cincuenta por ochenta (aproximadamente). Dije que ofrecía 200 y me dijeron que no, que ese costaba 500 y que por 200 me daban uno más pequeño (de quince por treinta o algo así). No me gustó la idea así que le dije amablemente que no había trato y me fui. Entonces empezó:

  • Ok amigo, te lo dejo por 400.
  • No, no se preocupe, de verdad.
  • Espera, 300.
  • No, señora, gracias. Ya no lo quiero. Muy amable.
  • Venga, 250.
  • No, no. Por favor, no se lo voy a comprar, no insista.
  • 200 quetzales está bien.
  • Señora…
  • Lo que tú dijiste, venga, 200 quetzales. Ven.
  • Ya, es lo que yo dije, pero es que ahora no me fio de usted. No me gusta regatear así, lo siento. Me siento engañado. Prefiero no comprar, gracias. Otro día será.

Seguí andando y la mujer con la que había hablado en primer lugar, que había visto cómo me negaba a regatear de esta manera con la otra mujer me dijo:

  • Está bien. No te engaño, mira. Esto cuesta 125 quetzales.

Me enseñó un paño de cincuenta por ochenta, cosido a mano, con una gran variedad de colores y formas (que al menos a mí me parecen) mayas. Podría haberlo sacado por menos, pero considero que es un buen precio (de hecho, 200 quetzales también me parece apropiado). El caso, que ¡vendido!

No considero el regateo como una forma de conseguir “el mínimo precio posible”, mientras que quien vende busca conseguir timarte al máximo, sino como un medio para ponerse de acuerdo sobre el precio de un objeto. Si el mínimo por el que se puede vender es 20, pero consideras que 35 es un buen precio, pues cómpralo a 35 y no te preocupes en bajar más. Así, cuando compras algo, adquieres un producto negociado, en el que tanto comprador como vendedor estáis de acuerdo en el precio. Además de una transacción económica o mercantil, hay una interacción humana.

Eso sí, si bien el consumidor no debe buscar pagar el mínimo posible hasta el extremo, tampoco considero correcto que se deje timar… Aunque estés dispuesto a pagar 35 por un objeto, si cuesta 2, te sientes timado. Y cuando el vendedor te da un precio inicial entre cinco y diez veces superior al precio real… te cabrea, y con razón. El regateo no es una pelea donde hay un ganador y un perdedor, sino una negociación entre personas, cuyo producto es un acuerdo. Pero, como en todo, existe el juego sucio, que embarra este bello arte.

      Aquí no es agradable regatear. No lo hacen bien, buscan timarte y ya está. Te ofrecen un precio inicial absolutamente desorbitado y no bajan, aunque tú subas tu oferta inicial. Cuando os vais acercando a un precio medio, dejan de ceder, se plantan demasiado cerca de su oferta inicial y muy lejos de la tuya y, cuando te vas cabreado y molesto, empiezan a bajar un cincuenta, setenta u ochenta por ciento. ¡Amigo, te lo dejo por un 10%! Pues no… ya no lo quiero, porque estas no son formas, porque me siento engañado, porque no estás negociando conmigo, estás intentando timarme… El arte del regateo solo fue dado a los árabes, y ni siquiera a todos los árabes…

Pascual Abaj

            Al terminar de comprar, y antes de marcharme de la ciudad, me dirigí andando hacia la colina Turk’aj, donde se encuentra una especie de templo a Pascual Abaj, un antiguo dios maya al cual se le siguen haciendo peticiones con unos rituales tradicionales muy interesantes. Pasé por el museo de máscaras que sirve de entrada a la colina y vi otro “templo” a Maximón, mezclado con figuras de Cristo e imágenes de la virgen María. Continué andando, subiendo la colina Turk’aj. Son apenas unos quince minutos, pero con las agujetas del San Pedro se hicieron molestos, pero agradecía que la pendiente no fuese de noventa grados y que el oxígeno estuviese por encima de los niveles mínimos para la vida.

Nada más llegar, vi lo que estaba buscando. Un chamán (vestido con camisa y vaqueros) avivaba un fuego bajo la mirada de un chico que parecía haber llevado las ofrendas y dos mujeres, una mayor y otra joven, que miraban el ritual sentadas a pocos metros. Recitaba algo en alguna lengua nativa, pero acabó con un padre nuestro en castellano. Puro sincretismo.

Alrededor del fuego había varios montículos de piedras, con cruces cristianas e ídolos de piedra que representan (o son) Pascual Abaj. A los pocos minutos, comenzó a verter las bebidas de la ofrenda sobre el fuego. Comenzó con el agua, que también vertió sobre los montículos de piedras, y luego pasó a hacer lo mismo (aunque solo sobre el fuego central) con dos botes de zumos de frutas y, por último, con una botellita de alcohol. Luego roció al chico y a las dos mujeres con un espray y el ritual pareció haber terminado. La mujer mayor se arrodilló a rezar junto al fuego, mientras los dos jóvenes caminaban distraídos.

De camino a Cobán

Como había decidido pasar medio día en Chichicastenango, no me daba tiempo a llegar a Cobán (y menos aún a Lanquín) en el mismo día. Además, quería descansar bien, después del ejercicio de ayer, así que decidí quedarme a medio camino, en Uspantán (un pueblo bonito, pero sin mayor interés). Eso sí, de camino hacia Cobán atraviesas todo el altiplano guatemalteco, y desde lo alto de las montañas ves los valles y los distintos pueblecitos. Venían a mi cabeza los versos de Jorge Cafrune sobre Catamarca:

Un pueblito aquí,

otro más allá,

y un camino largo,

que baja y se pierde…

Me hospedé en el hotel Don Gabriel por 80 quetzales, en una buena habitación con televisión y baño privado. Cené por 15 quetzales (¡¡¡!!!) una hamburguesa doble en Gallo Superrapidito. Los ingredientes eran frescos y tenían un sabor muy intenso (nada que ver con una hamburguesa de otros restaurantes de comida rápida). Me fui al hotel pronto y a dormir.

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