Memorias de Guatemala

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Quinto día. Los pueblos del lago Atitlán

Hoy estaba decidido a conocer varios pueblos de alrededor del lago. Desayuné en un restaurante cercano, que tenía varias mesitas en un primer piso decorado muy humilde y cuidadosamente. Huevos con tomate y cebolla, arroz con zanahoria, queso salado y un café por dieciocho quetzales.

Santiago de Atitlán

Desde Santa Catarina no salen lanchas públicas, así que tuve que coger una camioneta a Panajachel y, desde ahí, una lancha a Santiago. Había leído en algún blog que estas lanchas costaban entre tres y diez quetzales, así que me sorprendí cuando me pidieron 25… Decidí preguntar a los nativos que estaban ya en la barca y me dijeron que costaba quince quetzales el viaje. Tras discutir un rato con el capitán de la embarcación, me dijo que costaba quince para los nativos, pero 25 para los extranjeros. Eso me sentó como un tiro. No solo me parece caro, sino discriminatorio. Uno se toma la molestia de salir de su zona de confort para ir hasta el fin del mundo para conocer otra cultura, metiéndose en sus profundidades, para saber, en un futuro, las necesidades y las bondades de este país y defenderlas a capa y espada, para que te timen en las tiendas, te engañen en los taxis y, encima, te cobren oficialmente más. Los mosquitos, la ausencia total de carreteras, el calor y la humedad infernal me dan igual, pero este tipo de cosas me quitan las ganas de viajar. En los 35-40 minutos que duró el viaje se me pasó el cabreo, así que pagué y me bajé en Santiago de Atitlán.

Desembarcas en una calle comercial de Santiago, que tiene tiendas de artesanía, tejidos, cafeterías, puestos de frutas… Paseé por ahí un rato y me tomé un café en un sitio con Wi-fi (ya que en Santa Catarina es difícil encontrar internet) para poder hablar con la familia. Continué calle arriba hasta que me paró un guía que quería llevarme a ver a Maximón. Me pidió 150 quetzales, lo cual le dije que era una vergüenza, porque lo pensaba realmente. Se rio, sorprendido por mi indiscreción pero de acuerdo con mi mensaje. Acabamos apalabrando 50 quetzales que, aunque era más caro del trabajo que requería (con 30 quetzales habría estado bien), no era abusivo. Me llevó entre callejones hasta una casa en la que se encontraba un dios que respiraba paganismo por todos lados.

Un chamán (ajq’ij) rezaba en alguna lengua nativa por las peticiones de un agricultor que había llevado tabaco y alcohol como ofrenda. Maximón fumaba uno de los cigarros que le había llevado el agricultor, a través de una máscara que impedía que se viera su rostro ya que, como me dijo el guía, como defiende J. Sánchez Nogales y como le ocurre a Athelstan en Vikingos: “al ver el rostro del misterio, uno muere a los pocos días”.

Pasé a ver la iglesia del pueblo que estaba completamente decorada con banderas de España e imágenes de caballeros, ya que estaban celebrando la festividad de Santiago apóstol. Todo el pueblo estaba en fiestas, y las calles estaban llenas de mercados de artesanía y puestos de comida, donde pedí algo de pollo con frijoles que comí ahí mismo.

 

San Pedro la Laguna

Pagué otros 25 quetzales para llegar a San Pedro la Laguna, otro de los pueblos a las orillas del acantilado. El pueblo no tiene gran cosa, es tranquilo, con muchos restaurantes y cafeterías, pero sin mayor interés. Estuve escudriñando todas las esquinas del lugar, paseando entre sus calles y tomando algo en una cafetería, hasta que decidí ir a las orillas del lago y darme un baño. Este lugar es increíble.

Ya de vuelta, cogí una lancha a Panajachel (otros 25 quetzales) y pude ver y sentir la presencia de Xocomil. En cachiquel, xocom-il significa “recoger los pecados”, y es el nombre que le dan los habitantes del lago al fuerte viento que se forma todas las tardes y levanta unas olas que, al atravesarlas en una pequeña lancha rápida se sienten estupendamente en los riñones. Como si de una confesión comunitaria se tratase, Xocomil limpia de pecados, todas las tardes, el alma de los habitantes del lago. Quizás por eso parezcan dormir tranquilos.

Finalmente llegué en camioneta a Santa Catarina y estuve viendo de nuevo el baile de los negritos y los leones. Para terminar el día fui a cenar al mismo restaurante en el que desayuné y pedí un pescado blanco (que así llaman a los peces del lago, que son enanos pero muy ricos) y una horchata (¡¡!!) que no es horchata (L), aunque se le parece en el aspecto, nada tiene que ver el sabor, es una bebida hecha a base de arroz con un sabor… digamos… rancio y penetrante.

No tenía pensado nada para mañana, pero quería pasar un día más en lago Atitlán (para partir hacia Chichicastenango en jueves, ya que es cuando la ciudad está más activa) así que fui a un ciber (de esos donde te dan acceso a internet por unos cuantos céntimos) y empecé a buscar. Seguía con la idea de realizar la ascensión al volcán de fuego pocos días más tarde, que me habían comentado que era dura, así como la visita a Mirador, por lo que quería hacer algo que requiriese esfuerzo físico para ir entrenando (remedios de última hora…).

Las primeras recomendaciones que encontré se referían a los volcanes que rodean el lago Atitlán: el volcán Atitlán, el Tolimán y el San Pedro. Este último parecía ser el más sencillo y las vistas, al parecer, eran espectaculares. Estuve un tiempo pensando, planificando y haciéndome a la idea (yo necesito reposar durante mucho tiempo los planes, aunque tenga claro que los voy a hacer, como bien saben todos aquellos que han intentado hacer que me una a un plan a pocos minutos de que este empiece) y decidí partir al día siguiente para el volcán San Pedro. Así que a dormir.

  

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