Memorias de Guatemala

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Cuarto día. El lago Atitlán

Dispuesto a llegar hoy al lago Atitlán, cogí (ahora sí) un Uber hacia el CenMa, pensando que podría ir desde ahí. Empecé a hablar con el conductor, muy majo, y me dijo que, si quería ir para el occidente (donde está el lago), estaba yendo al lado equivocado, así que me llevó a la Guardia, “en el área del trébol”, me dijo. Me dejó en la parada por la que pasó el autobús en dirección a Quetzaltenango a los pocos minutos. Todo por unos 35 quetzales… ya ves.

El autobús te deja en “El Encuentro” por 20 quetzales. Por el camino va subiendo una serie de personas de lo más dispar a pedir dinero. Entre ellos, varios vendedores de chucherías y chocolates, un evangelista que después de leerte un fragmento de la biblia y prometerte que la venida de Cristo está cerca te pide la voluntad, un policía que sube recitando los logros de su pequeña comisaría mientras pasa una hucha y una pareja de antiguos mara que llevaban una estrategia de marketing duro: mientras la mujer atravesaba el autobús con malas maneras, empujando y mirándote mal si no les das dinero, el hombre decía algo así:

“no vamos a huevearles como hacíamos antes. Éramos maras, robábamos y atacábamos a la gente y nos reíamos de nuestras fechorías. Ahora somos honrados y no queremos volver a eso, pero necesitamos su voluntad”.

En El Encuentro me bajé y subí a otra camioneta prácticamente en marcha, en dirección a Sololá. Tres quetzales. En Sololá repito el proceso hacia Panajachel, por otras tres monedillas. El miedo que no sentí ante los maras durante todo el viaje lo sentí bajando esa carreterita que conecta Sololá y Panajachel en un chicken bus a la velocidad del diablo. El autobús parecía que iba a volcar en cada curva, precipitándose por el acantilado que lindaba con la carretera.

Llegando al lago Atitlán, empiezas a encontrar carteles de “azados de carne”, de hombres que “acen pozos” o mujeres que ofrecen “trensas naturales” (no vas a encontrar hombres haciendo trenzas ni mujeres escavando pozos en esta zona). Al principio te impacta, pero al poco tiempo te hace pensar… Nunca he sabido cuál es el castellano correcto.

Por fin llegué a “Pana”, y bajé la calle Santander hasta encontrar un restaurante donde comí por 35 quetzales: un filetito de ternera, frijoles, guacamole y tomate, con un jugo de piña.

Continué bajando la calle hasta llegar a la orilla del lago Atitlán a observar el espectáculo que me dejó sin palabras. No sé si es el silencio y la quietud del lago, la inmensidad de los volcanes al fondo o su combinación, que da la sensación de una inmensidad cerrada, lo inabarcable abarcado, pero sé que es, sin lugar a dudas, belleza en estado puro.

Ya en Panajachel, con toda la tarde por delante y sabiendo que me iba a enfrentar a retos físicos muy duros a lo largo del viaje, decidí ir andando hasta Santa Catarina de Palopó, que está a cuatro kilómetros con un pequeño desnivel, para ir preparándome físicamente. A medida que me acercaba al pueblo empecé a escuchar una serie de gritos de niños, como si estuvieran jugando, pero parecían demasiados… es como si decenas de niños estuvieran gritando a la vez. Además, al divisar el pueblo, todavía de lejos, vi que todas las casas carecían de ventanas y puertas, lo que unido a los gritos daba una sensación verdaderamente grotesca.

Santa Catarina de Palopó

Santa Catarina de Palopó es un pequeño pueblo que conserva gran parte de su encanto. Tiene apenas una calle principal, con una pequeña placita delante de una iglesia y unas cuantas decenas de casas entre estrechas callejuelas. En la calle principal hay mujeres vendiendo artesanías, tejidos hecho a mano, ropas y dulces tradicionales, además de mantener su lengua original, el quiché.

Nada más llegar al pueblo me rodearon unos personajes que cubrían su rostro con unas caretas de madera y vestían unas ropas con cientos de flecos de color amarillo o blanco. Decían ser leones e iban por la calle asustando a la gente, lo que me explicó de dónde venían los gritos de las decenas de niños que había en la calle y que escuché desde las afueras del pueblo (menos mal…). Resulta que el veinticuatro y veinticinco de Julio son las fiestas del pueblo, y los leones y los bailes de los negritos recorren las calles por la noche. Los niños más valientes tienen que sorprender al león por la espalda y tirarles del rabo, lo que desata la furia del león, que persigue al niño golpeándolo con un palo o un periódico (con suficiente fuerza como para que se piensen dos veces antes de coger la cola del león de nuevo). Los negritos son grupos de niños que salen con vestidos antiguos y máscaras negras, bailando en círculos. En la plaza central del pueblo, tres niños tocaban la marimba, el instrumento típico de Guatemala.

Llegué al hotel Villa Santa Catarina y pregunté por el precio de una habitación individual. Cuando me dijeron que costaba 104 dólares por noche se me escapó una carcajada, me di media vuelta y me marché. A unos quince metros de la plaza central, siguiendo la calle en dirección contraria a Panajachel encontré la posada Santa Catarina, donde por 30 quetzales (unos cuatro euros) tienes una habitación individual con baño privado. Cierto es que el agua caliente funciona regular (por decir algo) y que por las tardes suele acabarse el agua y tienes que avisar a la casera (la de la foto) por señas (ya que no habla español) para que abra un depósito de emergencia. Además, al parecer, la llave de mi habitación se había perdido hace tiempo y solo se podía abrir desde dentro, por lo que dejaban una ventana abierta por la que meter un brazo para abrir la puerta. Más que inseguro, me pareció gracioso. Pero vamos, que no pago 104 dólares por una habitación en este pueblo (ni en ninguno otro)…

Salí a dar una vuelta por el pueblo, para ver a los leones y los negritos. Los niños se sorprendían al verme, me miraban extrañados por mi aspecto y se reían. Señalándome, uno me gritó: “¡negrito!” y tres niñas se pusieron de acuerdo para, desde un balcón, gritarme al unísono: “¡ladino!”. Estaban poco acostumbrados a ver a alguien que no fuera un indígena, quizás los más jóvenes nunca hubiesen visto a alguien con mi barba. Guatemala profunda…

En fin, después de coger tres autobuses, andar varios kilómetros y dar varias vueltas por el pueblo, decidí comer algo en un “pollo superrapidito” (una cadena de restaurantes con estética estadounidense pero productos guatemaltecos, principalmente pollo) e irme a dormir. Mañana, a disfrutar del lago.

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