Memorias de Guatemala

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Tercer día. El manglar de Monterrico (y regreso)

Había quedado a las cinco de la mañana con Sergio, el guía que iba a enseñarme el manglar y había programado la alarma para las cuatro y media. Me desperté de golpe a las cinco menos cinco, así que tuve el tiempo justo de tomarme la pastilla de la malaria, echarme todo el anti mosquitos que pude, ponerme una camiseta y salir corriendo a la puerta del hotel, donde me esperaba Sergio. Aun así, llegué puntual.

Sergio me esperaba con un palo de varios metros de largo de mangle blanco, que usaría más tarde como remo. Fuimos andando hasta el embarcadero, donde nos montamos en una pequeña barquita que una amiga mía llamaría “cáscara de nuez”, y nos adentramos en el manglar.

A los pocos metros empezamos a ver garzas blancas, ninfas, juncos… incluso vimos una iguana que Sergio pudo distinguir a casi cien metros de distancia. Me habló sobre el mangle, un árbol que prolonga cientos y cientos de sus ramas hacia el agua, convirtiéndolas en raíces cuando tocan el suelo y llegando a tapar los caminos, pero proporcionando una madera muy buena para los vecinos de Monterrico, ya que el mangle rojo se utiliza para el soporte de los techos de hoja de guano y el mangle blanco se usa como remo, ya que resiste mucho al agua.

Llegamos justo a tiempo a una zona especialmente bella para ver el amanecer. Había varias personas esperando que habían sido más madrugadores, pero nosotros llegamos a tiempo. El sol apareció al fondo, entre los volcanes y las nubes, sobre los juncos y las garzas blancas, reflejándose en el agua tranquila del manglar.

Ya a la vuelta, nos metimos por unos canales secundarios del manglar, entre la vegetación, prácticamente sobre ninfas que tapaban el camino. Las raíces de los mangles estaban por todos lados. Me despedí de Sergio y recogí mis cosas en el hotel para poner rumbo, de nuevo, a la capital.

Como no pude coger un autobús directo, me enfrentaba otra vez a la interminable cadena de trasbordos. Desde el primer momento fui escuchando reggaetón, que está, literalmente, por todos lados. Te lo meten en vena… El primer día estás: “¡Qué asco de música! ¡Qué vergüenza! ¡Vaya visión de la mujer!”. A los dos días de escucharlo a todas horas, inconscientemente piensas: “si tu novio te deja solaaaa”. Aunque en el fondo sigues pensando lo mismo sobre esta música…

De vuelta en el CenMa, dado que no tenía internet con el que llamar a un taxi, cogí uno de los taxis blancos que se venden como “oficiales” y seguros por 70 quetzales. No conseguí bajar más el precio, a pesar de que al principio me pedía alrededor de cien quetzales y me hicieron la típica táctica entre taxistas: cuando tú ofreces un precio, se quedan pensando unos segundos, miran a otro taxista que pase por ahí y le preguntan a él: “dice que me da cincuenta por ir a la zona diez”. El otro taxista, sin pensárselo dos veces, niega fervientemente y dice: “yo por ese dinero no iba”, lo cual utiliza el primer taxista como argumento de autoridad indiscutible para pedirte más dinero. En fin, que te timan y ya está. Lo dicho: Uber.

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