Memorias de Guatemala

Memorias de Guatemala

Trigésimo tercer día. Regreso a España

Ya con ganas de volver a España, la vuelta se hizo rápida y transcurrió sin incidentes. Echaba de menos muchas cosas de aquí: mi familia, mis amigos, la variedad de sus comidas, mi pueblo… sobre todo, las cosas conocidas. Descubrir el mundo es lo más gratificante y bello que existe, pero es tremendamente cansado. La constante incertidumbre, la tensión que te hace estar siempre en alerta, que todo el mundo te trate como turista… Volvía contento, y con la sensación de haber exprimido los días en Guatemala al máximo, recorriendo cada uno de sus rincones, desde sus lugares naturales hasta sus poblados más alejados de todo. Un país para volver, sin lugar a dudas.

Conclusiones

Meses después de haber terminado el viaje, me siento con ganas de escribir las conclusiones. Después de tantas experiencias vividas, entender qué es lo que ha pasado es complicado. Las ideas necesitan su tiempo para asentarse y presentarse claras. Es como el café turco, recién hecho es burdo, denso y turbio, pero con el tiempo se va aclarando. Las ideas también hay que dejarlas reposar.

Lo más llamativo y claro que he aprendido de esta experiencia es ver cómo vive la gente de Guatemala. Sin contar las zonas más desarrolladas, donde el estilo de vida es relativamente similar al occidental, el mundo nativo me ha fascinado. Su concepción de la vida y del trabajo es algo a lo que tenemos que darle vueltas en occidente. Te hacen pensar si tiene sentido trabajar doce horas al día, acostarte con agobio, despertarte de prisa y corriendo habiendo dormido poco, que te salga una hernia del esfuerzo con los años… Todo ¿para qué? La mayoría de la gente en occidente vende su fuerza de trabajo, que es lo único que tiene, para producirle beneficios a otro. “Unos trabajan de a trueno, y es para otros la llovida”, que dice Atahualpa. Y quienes tienen la suerte de trabajar para sí mismos trabajan una cantidad de horas que hemos normalizado, pero que no es normal. Vivimos para el trabajo y estamos enfermos de él, enfermos de trabajo.

Los nativos centroamericanos (lo que yo he podido ver y contrastar hablando con ellos y otras personas que les conocen) no trabajan tanto. A lo mejor trabajan dos horas al día limpiando una casa o cuidando niños (de alguien que trabaja ocho o diez horas y no tiene tiempo ni para limpiar su casa o cuidar a sus hijos), como guías turísticos o, sencillamente, pescando y consiguiendo alimento. Y el resto del tiempo viven. Con sus hijos, con su familia, con sus amigos o sencillamente tumbados en una hamaca. Cierto es que no tienen móviles de última generación, ni coches, ni una casa espectacular con piscina, ni agua caliente en algunos casos. Pero la pregunta es: ¿merece la pena?

Para mí, esto no queda como una conclusión extasiante y pseudoprofunda que contar a quienes me pregunten qué tal el viaje, a modo de quien dice que viajar a la India le ha cambiado la vida y sigue viviendo exactamente igual. Para mí es una auténtica duda. Quizás la solución sea “ganar dinero del sistema haciendo música contra el sistema”, como diría Nach, que puede ser traducido por la famosa frase de “convierte tu pasión en tu trabajo y no tendrás que trabajar nunca”. Eliminar la enfermedad del trabajo dedicándote a aquello que amas, aunque sean diez horas diarias. Es bordear el sistema, en cierto sentido. Estando dentro, no lo estás del todo. La otra opción es dejarlo todo e irme a vivir a Santa Catarina de Palopó. Hay que darle vueltas.

La segunda experiencia que me llevo, sin lugar a dudas, es el gusto de haber tenido la oportunidad de conocer a su gente. Su amabilidad, su disposición a ayudar, su carácter templado por un clima constante… en definitiva, su bondad, te desarma. Leí a un rabino (cuyo nombre no recuerdo) decir que el verdadero amor es dar. No das porque amas, sino amas porque das. Te entregas al otro y, así, le amas. Si esto es cierto, los guatemaltecos saben amar. Te llegan a hacer sentir vergüenza por todo lo que son capaces de dar por ti, sin pedir nada a cambio, sin dudarlo ni un segundo y sin que tú les hayas dado nada. La experiencia de un amor puro, desinteresado.

Por otro lado, me he descubierto a mí mismo como montañero. A mí no me apasiona el senderismo y nunca había hecho nada serio en montaña hasta este viaje. Sin embargo, he descubierto algo mágico. Místico. No es algo que sea capaz de explicar. Después de diecisiete horas de caminata, más de treinta kilómetros de longitud y alrededor de 2400 metros de desnivel, lo que uno siente cuando llega a la cima del volcán de fuego y lo ve rugir a pocos metros es, sencillamente, indescriptible. No es solo el logro de haberlo escalado, el orgullo y la satisfacción, no es la belleza puramente estética de sus vistas, no es la simbología de estar sobre un gigante, mirando a otros gigantes a los ojos, no es la sensación de pequeñez y grandeza al mismo tiempo, no es la fusión con la montaña y la naturaleza, no es el sentirse uno con otro y con el todo… es todo eso y algo más. Es una sensación que solo había tenido al llegar al Sahara, el pensar: “yo, ahora, soy aquí. Soy esto y, de ahora en adelante, estoy aquí, siempre. Cuando me pierda y quiera encontrarme de nuevo, tendré un lugar al que venir y recordarme quien soy”. En palabras de Tocayo: “las montañas no son espacios donde practicamos nuestro deporte, son catedrales donde nos entregamos a nuestra religión”.

Y, en último lugar, el mero hecho del viaje. El pensar que el mundo y tú sois uno, que todo está al alcance. La sensación de ir donde quieres, de recorrer poco a poco cada recóndito lugar del mundo, de ir desvelando poco a poco el misterio e ir fundiéndote con él. Conocer y, especialmente, la sensación de poder, de saber que puedes entregarte al saber. Sólo hay que tener decisión. Ni siquiera coraje, sino libertad. La sensación de ser libre, de ser, en definitiva, uno en el mundo.Guatemala

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