Cinco días en Roma

Cinco días en Roma

abril 21, 2019 Desactivado Por Alberto Buscató Vázquez

Día 1. Las ruinas romanas y el centro de Roma
— Colosseo
— Forum Romanum e il Palatino
— L’Altare della Patria
— La Fontana di Trevi e la Piazza di Spagna
Día 2. Trastévere, Roma nocturna y… er papa!!!! 
— Basilica Papale di San Pietro
— L’Angelus
— Cappuccino e Bernin 
— Il Trastevere, el barrio de moda
— Roma nocturna: de Navona a Spagna
Día 3. Roma imperial
— Musei Capitolini e il Mosè
— Ruta: Roma imperial
Día 4. Roma cristiana
— Musei Vaticani
— Ruta: La Città del Vaticano
Día 5. Bella ciao!
— Castel Sant’Angelo
— Piazza del Popolo: da Vinci e Villa Borghese

 

Día 4. Roma cristiana

I Musei Vaticani

Hoy recorreríamos el Vaticano en todo el detalle que el tiempo nos permitía, empezando por los Museos Vaticanos. Menos mal que habíamos sacado entradas con antelación, pues había una cola tan larga para comprarlas en taquilla que me hizo fantasear con la idea de que esta diera la vuelta al país entero y formase una especie de frontera humana.

Sin embargo, nuestra entrada era para las once y a las nueve y media estábamos ya en la puerta, por lo que el guarda de seguridad nos dijo que volviésemos dentro de una hora, a lo que mi madre respondió con un: “venga, hombre, ¡por favor!” en perfecto castellano. Este, después de echarnos una mirada condescendiente, nos dejó entrar mientras nos apremiaba con la mano, como intentando que pasase rápido su momento de haber bajado la guardia. ¡Bien hecho, mama! Nos acostumbramos al pillaje rápidamente… [en el futuro negaré haber dicho esto].

Como en todos los grandes museos, tienes que elegir una ruta o un sector que recorrer y olvidarte del resto si no quieres morir en el intento. Nosotros decidimos ir a la Capilla Sixtina (obviamente) aunque por el camino largo, el cual se tardan varias horas en recorrer. Este está formado por una consecución de salas y pasillos que albergan las mayores obras de arte del mundo occidental.

A los pocos minutos estábamos frente al Laocoonte, una escultura de mármol del siglo I d. C. realizada por la Escuela de Rodas, en la que se observa al sacerdote de Apolo intentando rescatar a sus dos hijos de sendas serpientes enviadas por los dioses. La obra está tallada en una única pieza de mármol y representa claramente el canon helenístico: gran complejidad anatómica, posturas extremas marcando un clímax narrativo, armonía geométrica en el complejo… En resumen: armonía y técnica.

Laocoonte intentó avisar a los troyanos de que el caballo dejado por los aqueos como presente tras la guerra podría ser una trampa, por lo que intentó quemarlo. Dado que este era, además de un regalo y un engaño, una ofrenda a la diosa Atenea, esta le envió a los reptiles como castigo [aunque las versiones de toda esta historia varían enormemente].

Continuamos andando por pasillos llenos de esculturas, tapices, mosaicos, frescos y demás obras de arte, hasta llegar a un lugar donde se aglomeraba la gente. Era una pequeña sala que, a pesar de estar cerrada por las obras que se estaban llevando a cabo en su interior, abría sus puertas para que se pudieran ver las esculturas que albergaba. Justo en frente había una escultura de vete tú a saber quién, rodeada de otras tantas sin mayor relevancia (relativamente hablando), pero una de ellas, en el fondo a la izquierda, destacaba entre todas sin llamar la atención al turista despistado. Mi madre no tardó ni un segundo en reconocerla: “el discóbolo”.

El realidad hay varias obras que responden a ese nombre. En distintos materiales (y con pequeñas modificaciones) todas copian una estatua de bronce del siglo IV a. C. que no se ha conservado, pero de cuya forma se conoce por copias romanas. Es otra muestra clara de la escultura griega, que combina la tensión muscular y el perfecto calco de la anatomía humana con la harmonía y la serenidad del rostro del atleta (a diferencia del Laocoonte, cuyo rostro es tremendamente expresivo).

Muchos turistas, al ver la aglomeración de personas, se acercaban a ver qué pasaba y hacían una foto a la sala sin enfocar al discóbolo. Quizás estuvieran interesados en la escultura central o quizás no tuviesen ni idea de qué llamaba la atención de la gente que se arremolinaba frente a las puertas de una sala en obras. He de decir que la mayoría de despistados eran turistas asiáticos, quienes quizás nunca hayan estudiado escultura europea (como es obvio, por otro lado).

Y continuamos nuestro camino. No voy a relatar cada una de las obras de arte que vimos, porque sería inviable y no conozco el 90% de ellas, pero sí hay una en la que merece la pena detenerse. No sabíamos que estaba aquí, porque queríamos dejarnos sorprender y no habíamos estudiado los lugares que queríamos visitar, algo que solo recomiendo en viajes cortos a grandes ciudades, donde acabas yendo a los sitios turísticos sí o sí. El caso es que cruzábamos una serie de salas del Palacio Apostólico con frescos renacentistas hasta que, al entrar en una de ellas, la vimos: la Escuela de Atenas.

La escuela de Atenas es uno de los frescos más famosos de Rafael, en la que se representa a una serie de filósofos griegos importantes como Sócrates, Diógenes, Pitágoras o los dos grandes filósofos atenienses, que ocupan el punto de fuga del cuadro: Platón y Aristóteles.

El primero sostiene en sus manos un ejemplar del Timeo, diálogo donde expone su cosmogonía, es decir, la formación del universo, incluyendo la materia y los hombres. Es un libro abstracto, ideal, que parece pretender explicar la obra divina. Aristóteles, por el contrario, sostiene su libro Ética a Nicómaco, donde se abarcan cuestiones humanas y prácticas. Por eso Platón señala hacia arriba, quizás al mundo de las ideas, asociado con la perfección divina y con la elevación espiritual, mientras que Aristóteles gira su mano hacia abajo, enfocándose en lo terrenal, en el mundo de los vivos y las pasiones humanas.

Estuvimos un buen rato mirando el fresco entre cientos de turistas que se apilaban en una sala enorme, pero que se hacía pequeña debido al número de personas que se detenían en ella. Los guías pasaban de aquí para allá contando sus movidas, los asiáticos hacían dos fotos rápidas a un fresco cualquiera y se largaban, los padres que habían decidido ir con niños pequeños al museo vaticano (vete tú a saber por qué) pasaban corriendo sin apenas detenerse en la sala… mientras mi madre y yo mirábamos el fresco desde el centro de esta, donde conseguimos hacernos un hueco después de un rato.

Nos hicimos una foto clásica, yo señalando hacia arriba y mi madre hacia abajo, y continuamos el camino. Pasamos por otra decena de salas abarrotadas de todo tipo de maravillas europeas, que parecían más tesoros apilados en la cueva de un villano que obras de arte en harmonía con el entorno para el que han sido diseñadas. Al fin y al cabo muchas de ellas deberían de estar a miles de kilómetros de aquí…

Hasta que, por fin, llegamos a la Capilla Sixtina. En silencio, entramos en la que es considerada una de las mayores obras de arte de occidente. En la bóveda se representan diversas escenas del génesis, como el Diluvio, el Jardín del Edén o, la que ocupa el lugar central, la Creación. En ella se ve a dios formando al hombre (que no a la mujer), en una escena en la que casi se tocan las puntas de los dedos de ambos. ¿Simbolizará algo el pequeño espacio que hay entre ellos? En el testero, se observa el Juicio Final, también pintado por Miguel Ángel, donde se ve que los buenos van al cielo y los malos al infierno, ya sabéis.

Cuando salimos del museo vaticano estábamos tan extasiados como exhaustos. Llevábamos cuatro o cinco horas viendo auténticas obras de arte, una detrás de otra. Al final pierdes el criterio y no sabes ni lo que estás viendo, pero fue la visita más impresionante del viaje. Curiosamente, lo más espectacular de Roma no está en Roma, sino en el país vecino, aunque, en el fondo, estas cuestiones burocráticas no son más que detalles.

Decidimos alejarnos un poco de las inmediaciones para encontrar un lugar donde comer tranquilamente y… nos volvió a pasar: de las maravillas del mundo a la miseria humana. Digamos que un menú que costaba nueve euros por persona (sin bebida, ni pan, ni postre, ni café) se convirtió en treinta euros cuando nos trajeron la cuenta (a pesar de no haber pedido ni bebida, ni pan, ni postre, ni café). Además, nos cobraron una comisión para el camarero (a pesar de que esta debía estar incluida en el menú) y se quedaron con un euro que tenían que darnos de vuelta, porque lo consideraron una buena idea. Pillos… Eso sí, ya no nos la hacen más.

Ruta: La Città del Vaticano

Continuando el carácter de las visitas de la mañana, habíamos reservado otro tour gratuito por la tarde para el Vaticano. El mismo guía de ayer nos contó los secretos artísticos de este y la historia de uno de los países más pequeños del mundo, así como su baja opinión de Bernini y demás anécdotas. Consideraba que el artista italiano encargado de varias obras fundamentales de la ciudad era un soberbio que quería hacerse notar demasiado, aunque no podía negar su genialidad al observar la fachada de la basílica de San Pedro, cuyas columnas no estriadas dirigen la mirada del espectador donde el artista quería; o las columnas que rodean la plaza, situadas perfectamente acorde a los focos de la elipse que estas forman; o al contemplar la forma en la que la propia plaza parece abrazar a aquellos que vienen por la Avenida de la Conciliación.

También nos narró la historia del obelisco que hay en el centro de la Plaza de San Pedro, donde crucificaron a este bocabajo (pues no era digno de morir como el maestro) y de la piedra rosa que descansa sobre su tumba, sobre la cual se construye la basílica que forma parte central del Vaticano y, por lo tanto, del catolicismo (tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia); nos contó por qué falta un apóstol en las figuras que decoran la fachada de la basílica (y no es Judas); divagó acerca del mármol que adornaba el vaticano y que había desaparecido del Coliseo misteriosamente… Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini, reza un dicho italiano.

La familia Barberini fue una de las más poderosas del siglo XVII en Roma y se ha encargado de construir toda una serie de monumentos y de hacer saber que son suyos colocando las tres abejas que se ven en la heráldica familiar.

El tour continuaba hacia el Trastévere, pero como ya lo habíamos visto, estábamos cansados y hacía frío, decidimos volver al hotel para dormir por última vez (en cierto tiempo, espero) en Roma.

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