Ascenso al Volcán de Fuego

Ascenso al Volcán de Fuego

Llevaba meses pensando en esta ascensión. Había leído todos los blogs de internet en los que la gente que contaba su experiencia subiendo el volcán y había visto todas las fotos que hay en Google y todos los videos de YouTube de él. Llamé a Sebastián hace meses, que ha escalado varios volcanes, incluido este, para pedirle algo de información. Me dijo que se unía a mí, que lo escalásemos juntos cuando estuviera yo en Guatemala.

Como él estaba liado cuando llegué, decidimos dejar esta excursión para el final del viaje. La verdad es que notaba que estaba un poco reticente a organizar la subida. Me contaba que habían prohibido la entrada al volcán porque unos excursionistas se habían perdido por la noche y habían aparecido congelados, que hay riesgo de erupciones más fuertes de lo normal cuyas cenizas han llegado hasta el Salvador… Vamos, que se lo estaba pensando mejor. Pero le insistí, hasta que el viernes anterior al lunes en el que volvía a España, me escribió: “hay una salida nocturna mañana, a las 8 p.m. para el volcán de fuego. ¿Vamos?”. “Sin duda”, le dije.

Por 235 quetzales, contratamos una excursión en grupo con guías (entre ellos el mítico Tocayo), transporte y seguridad. Todo estaba listo para la excursión, el único inconveniente era mi condición física… Lluvia, arena, largas caminatas, pendientes pronunciadas, mal de altura… Con todo eso iba a poder, seguro, la mente es más fuerte que la materia, me decía a mí mismo.

Quedamos a las ocho de la noche en el McDonald de Galerias Primma. Nos insistieron mucho en que fuésemos puntuales, así que nos retrasamos poco más de una hora (tiempo guatemalteco…). Cuando empezó a llegar la gente empecé a asustarme. Todos estaban hipermusculados, se conocían entre ellos, hablaban de anécdotas de volcanes anteriores… Todos iban equipados con grandes mochilas y ropa térmica, así que decidí quitarme mi camiseta del festival Cultura Urbana 2007 y ponerme mi camiseta térmica del decatlón que había comprado para la ocasión ya que no he usado este tipo de camisetas en mi vida…

Nos montamos en un autobús que reservaron los de la excursión (éramos unas treinta o cuarenta personas), que nos llevaría hasta la entrada del volcán. Ya de camino nos empezaron a contar cómo era la subida. Tenía entendido que se tardaban entre cinco o seis horas en subir y bajar, pero nos dijeron que tardaríamos entre ocho y diez solo en subir, que la pendiente de la subida era increíble y que si no estábamos en forma nos iba a costar mucho subir. En definitiva, que esta excursión era para realizar la subida extrema al volcán de fuego… Decidí hacer como que no escuchaba. Pero escuchaba…

El autobús nos dejó en una carretera que bordeaba el pueblo de Aloatenango, que estaba justo debajo del volcán, a mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Estábamos estirando mientras esperábamos a que se bajaran los demás excursionistas cuando Sebastián llamó mi atención: “¡mira, mira, mira! ¡El volcán!”. Vimos como el cono del cráter se ponía al rojo vivo mientras escupía una llamarada de fuego a varias decenas de metros de altura. El volcán de fuego…

Comienza la subida nocturna

Comenzamos a andar por una suave pendiente. A los quince minutos, cuando nos habíamos alejado un poco del pueblo, paramos para hacer recuento y para pedir paso al volcán. Hicimos una oración donde pedíamos a la montaña que nos permitiese entrar en ella, que nos diese el vigor para subirla y la templanza para encontrar siempre el camino. Y seguimos andando.

La primera hora subíamos por una pendiente muy moderada, en un paseo muy agradable hasta “el rótulo”. Después comenzó una pendiente más pronunciada. Seguía siendo relativamente suave, desde luego era más fácil que la subida al San Pedro. Era de noche, hacía muy buena temperatura para andar (ligeramente fresca) y escuchábamos los rugidos de las erupciones esporádicas del volcán, que parecía llamarnos. Los montañeros hipermusculados se adelantaron, dejándonos a un pequeño grupo rezagado, que decidimos ir a un ritmo compatible con la vida humana. Pero, de repente, la pendiente se hizo extremadamente dura, más pronunciado que unas escaleras ordinarias, hasta el punto de pensar que serían solo unos metros, hasta que el camino recobrase la cordura. Pero pasaban los minutos y la pendiente seguía sin suavizarse. En un momento determinado, Sebastián preguntó cuándo el camino volvía a “lo estandar”, es decir, a tener una pendiente dura, pero transitable. Las guías que iban con nosotros respondieron extrañadas: “ehhh, no… ya es así hasta la cima”. “Vaya, no debería haber preguntado…”, dijo Sebastián.

El “camino” parecía perderse a sí mismo de vez en cuando, quedando completamente cubierto por la maleza o reduciéndose a una mera franja de tierra de unos pocos centímetros formada por torrentes de agua. Las raíces de los árboles atravesaban el camino y muchas veces servían como barandillas a las que agarrarse para empujarse y evitar caerse para atrás, mientras que las lianas que pendían de las ramas de los árboles se enganchaban en todas partes, especialmente en la mochila. A la media hora el camino parecía estrecharse en altura. “A partir de aquí las mochilas empiezan a enredarse con las ramas, tened cuidado”. “Genial, estaba esperando esta parte del camino”, pensé.

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Continuamos una hora más, hasta que llegamos a el llamado “mirador”, que es una pequeña área plana y sin árboles de unos diez metros de largo por dos de ancho (es lo mejor que se puede encontrar en este lugar). Se puede ver la cima del volcán desde allí, y nos tumbamos unos diez minutos a descansar y ver el espectáculo. Vimos las mayores erupciones de la noche, de magma y piedras incandescentes que se ven descender por la ladera del volcán.

Después de descansar continuamos andando, quedarían unas seis horas para la cima (aunque todavía no lo sabíamos, preferíamos no preguntar). Por el camino íbamos viendo los pueblos iluminados de la falda del volcán y las erupciones, cuando no teníamos que gatear para pasar por debajo de un árbol. Esta parte la disfruté mucho, porque todavía me duraba la emoción de estar cumpliendo un sueño y la voluntad de subir.

  Cerca de la cima.

Empezaron a contarnos que la última hora y media era la peor, porque llegábamos a la parte de los “arenales”, donde uno se resbala hacia abajo constantemente, desmotivándose y cansándose el triple. La cosa mejoraba por momentos. Llevábamos unas seis horas andando, y quedaba una hora y pico para llegar a la zona más dura, donde estaríamos una hora y media más. Sin contar la bajada… mentalmente, esto fue lo peor.

Pero por fin llegamos a los arenales. Gracias a la humedad, la arena estaba especialmente compactada y no fue excesivamente duro (no más de lo normal). Sencillamente, teníamos que pisar con más cuidado, asegurando bien cada paso y haciendo un poco de presión para apelmazar la tierra que pisábamos. En esta zona, por el cambio de rasante o la curvatura o la pendiente o lo que sea, la cima parecía estar constantemente a escasos metros de nosotros. Era una ilusión, y se descubría a los pocos minutos de ver que, por mucho que se andaba no nos acercábamos a ella, pero no dejaba de ser reconfortante. Desde aquí pudimos ver perfectamente el volcán Acatenango (que está unido al volcán de fuego por la base), y se empezaba a ver el valle del pueblo Aloatenango con el volcán de agua detrás.

Cuando estábamos llegando a la cumbre, nos encontramos con los primeros del grupo, que se habían adelantado. Estaban esperando a que se despejase la cumbre, a unos metros de ella. Llegamos y nos sentamos a descansar con ellos, colocándonos nuestros abrigos para luchar contra el frío de las alturas. El grupo se había unido de nuevo.

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La cima.

A los cinco minutos de estar esperando, la nube que llevaba una hora tapando la cumbre se despejó. Todos empezamos a hacer fotos del cráter y muchos gritaron de emoción. “¡A la cumbre!”, gritó el guía principal, Tocayo, y salimos todos corriendo. Habíamos cumplido el objetivo, eran las ocho de la mañana. Tres mil setecientos metros de altitud. Habíamos subido un desnivel de dos mil cuatrocientos metros en nueve horas.

Nos quedamos alrededor de una hora disfrutando de las erupciones del volcán y de las vistas, en las cuales se veía casi toda Guatemala: la costa del pacífico, el lago Atitlán con varios de sus volcanes, el valle y el Tajumulco y el Tacaná al fondo, haciendo frontera con México, en uno de los costados del volcán, mientras que al otro se veía el pueblo de Aloatenango (de donde habíamos partido, que estaba lejísimos), bajo el volcán de agua en primer plano, el Pacaya al fondo y las montañas y varios valles donde se encontraban Antigua y Ciudad de Guatemala, entre otras, en el otro costado. Esta vista se extendía hasta el Salvador, cubriendo todo el país en longitud.

Nos acercamos lo más posible, aunque con cierta cautela, al cráter, ya que cada dos o tres minutos escuchábamos una erupción y veíamos decenas de piedras de un tamaño considerable saltando por los aires, por no hablar del magma que sabíamos que caía por la otra ladera del volcán. En un momento determinado, le pregunté a Tocayo hasta donde podíamos acercarnos, y me señaló un punto en la cordillera. Cuando me dirigí hacia él me dijo: “¡espera! Si oyes que erupciona y estás allí, no salgas corriendo”. ¿Ein? “Tienes que pararte, mirar hacia arriba, y si viene alguna piedra sobre ti, intenta esquivarla”. Nos echamos a reír varios que le escuchamos. “¿De qué os reís?”, preguntó, “lo digo en serio. Mirad, todas estas piedras que están a nuestro alrededor han sido de erupciones pasadas. Si sales corriendo sin mirar hacia donde te puede caer una piedra encima”. Ufff…. Nos quedamos pensando si ir o no. Con cautela, pero fuimos.

El descenso.

Bajamos hasta la horqueta que conectan el volcán de fuego y el Acatenango, y desayunamos ahí (ya serían alrededor de las nueve de la mañana). Media hora después comenzamos a bajar. La verdad es que el descenso continúa subiendo un poco, lo cual es desesperante… Teníamos que alcanzar un camino que bordea el Acatenango, y cruzarlo hasta el otro lado, para descender a Aldea La Soledad.

Este camino es precioso e infinitamente más agradable que el de subida extrema. La flora va cambiando a medida que se bordea y se desciende el volcán, pasando por zonas húmedas, áridas, un pinar, pequeños arbustos por un lado, una zona selvática por el otro y, al final, campos de cultivo de maíz. Un grafitis en las pared te anima a continuar: “no sabes qué tan fuerte eres hasta que ser fuerte es tu única opción”. Bien dicho. Sigamos adelante.

Muy bonito el descenso, pero tardamos alrededor de ocho horas en bajar. La última hora y media parecía interminable, y los guías nos decían cada diez minutos que sólo quedaban diez minutos más…

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Al fin, llegamos a Aldea La Soledad, donde nos esperaba el autobús de regreso. También encontramos un puesto de comida casera donde todos pedimos varias dobladas de carne con guacamole y algunas bebidas. Juré no dar un paso más hasta el mes que viene.

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